Las persecuciones generales en Alemania fueron principalmente causadas por las doctrinas y el ministerio de Martín Lutero.
Lo
cierto es que el Papa quedó tan alarmado por el éxito del valiente reformador
que decidió emplear al Emperador Carlos V, a cualquier precio, en el plan para
intentar su extirpación.
PARA ESTE FIN:
1.
Dio al emperador doscientas mil coronas en efectivo.
2.
Le prometió mantener doce mil infantes y cinco mil tropas de caballería, por el
espacio de seis meses, o durante una campaña.
3.
Permitió al emperador recibir la mitad de los ingresos del clero del imperio
durante la guerra.
4.
Permitió al emperador hipotecar las fincas de las abadías por quinientas mil
coronas, para ayudar en la empresa de las hostilidades contra los protestantes.
Así incitado y apoyado, el emperador emprendió la
extirpación de los protestantes, contra los que, de todas maneras, tenía un
odio personal; y para este propósito se levantó un poderoso ejército en
Alemania, España e Italia.
Mientras tanto, los príncipes protestantes constituyeron
una poderosa confederación, para repeler el inminente ataque. Se levantó un
gran ejército, y se dio su mando al elector de Sajonia, y al landgrave de
Hesse. Las fuerzas imperiales iban mandadas personalmente por el emperador de
Alemania, y los ojos de toda Europa se dirigieron hacia el suceso de la guerra.
Al final los ejércitos chocaron, y se libró una
furiosa batalla, en la que los protestantes fueron derrotados, y el elector de
Sajonia y el landgrave de Hesse hechos prisioneros. Este golpe fatal fue
sucedido por una horrorosa persecución, cuya dureza fue tal que el exilio podía
considerarse como una suerte suave, y la ocultación en un tenebroso bosque como
una felicidad. En tales tiempos una cueva es un palacio, una roca un lecho de
plumas, y las raíces, manjares.
Los que fueron atrapados sufrieron las más crueles
torturas que podían inventar las imaginaciones infernales: y por su constancia
dieron prueba de que un verdadero cristiano puede vencer todas las
dificultades, y a pesar de todos los peligros ganar la corona del martirio.
Enrique Voes y Juan Esch prendidos como
protestantes, fueron llevados al inte-terrogatorio. Voes, respondiendo por sí
mismo y por el otro, dio las siguientes respuestas a algunas preguntas que les
hizo el sacerdote, que los examinó por orden de la magistratura.
Sacerdote. ¿No erais vosotros dos, hace algunos
años, frailes agustinos?
Voes. Sí.
Sacerdote. ¿Cómo es que habéis abandonado el seno
de la Iglesia de Roma?
Voes. Por sus abominaciones.
Sacerdote. ¿En qué creéis?
Voes. En el Antiguo y Nuevo Testamento.
Sacerdote. ¿No creéis en los escritos de los padres
y en los decretos de los Concilios?
Voes. Sí, si concuerdan con la Escritura.
Sacerdote. ¿No os sedujo Martín Lutero?
Voes. Nos ha seducido de la misma manera en que
Cristo sedujo a los apóstoles: esto es, nos hizo consciente de la fragilidad de
nuestros cuerpos y del valor de nuestras almas.
Este interrogatorio fue suficiente. Ambos fueron
condenados a las llamas, y poco después padecieron con aquella varonil
fortaleza que corresponde a los cristianos cuando reciben la corona del
martirio.
Enrique Sutphen, un predicador elocuente y piadoso,
fue sacado de su cama en medio de la noche, y obligado a caminar descalzo un
largo trecho, de modo que los pies le quedaron terriblemente cortados. Pidió un
caballo, pero los que le llevaban dijeron con escarnio: «¡Un caballo para un
hereje! No, no, los herejes pueden ir descalzos.» Cuando llegó al lugar de su
destino, fue condenado a morir quemado: pero durante la ejecución se cometieron
muchas indignidades contra él, porque los que estaban junto a él, no contentos
con lo que sufría en las llamas, le contaron y sajaron de la manera más
terrible.
Muchos fueron asesinados en Halle; Middelburg fue
tomado al asalto, y todos los protestantes fueron pasados a cuchillo, y muchos
fueron quemados en Viena.
Enviado un oficial a dar muerte a un ministro,
pretendió, al llegar, que sólo lo quería visitar. El ministro, que no
sospechaba sus crueles intenciones, agasajó a su supuesto invitado de modo muy
cordial. Tan pronto como la comida hubo acabado, el oficial dijo a unos de sus
acompañantes: «Tomad a este clérigo, y colgadlo.» Los mismos acompañantes
quedaron tan atónitos tras las cortesías que habían visto, que vacilaron ante
las órdenes de su jefe: el ministro dijo: «Pensad el aguijón que quedara en
vuestra conciencia por violar de esta manera las leyes de la hospitalidad.»
Pero el oficial insistió en ser obedecido, y los acompañantes, con repugnancia,
cumplieron el execrable oficio de verdugo.
Pedro Spengler, un piadoso teólogo, de la ciudad de
Schalet, fue echado al río y ahogado. Antes de ser llevado a la ribera del río
que iba a ser su tumba, lo expusieron en la plaza del mercado, para proclamar
sus crímenes, que eran no ir a Misa, no confesarse, y no creer en la
transubstanciación. Terminada esta ceremonia, él hizo un discurso excelente al
pueblo, y terminó con una especie de himno de naturaleza muy edificante.
Un caballero protestante fue sentenciado a
decapitación por no renunciar a su religión, y fue animoso al lugar de la
ejecución. Acudió un fraile a su lado, y le dijo estas palabras en voz muy
baja: «Ya que tenéis gran repugnancia a abjurar en público de vuestra fe,
musitad vuestra confesión en mi oído, y yo os absolveré de vuestros pecados.» A
esto el caballero replicó en voz alta: «No me molestes, fraile, he confesado
mis pecados a Dios, y he obtenido la absolución por los méritos de Jesucristo.»
Luego, dirigiéndose al verdugo, le dijo: «Que no me molesten estos hombres:
cumple tu oficio,» y su cabeza cayó de un solo golpe.
Wolfgang Scuch y Juan Ruglin, dos dignos ministros,
fueron quemados, como también Leonard Keyser, un estudiante de la Universidad
de Wertembergli; y Jorge Carpenter, bávaro, fue colgado por rehusar retractarse
del protestantismo.
Habiéndose apaciguado las persecuciones en Alemania
durante muchos años, volvieron a desencadenarse en 1630, debido a la guerra del
emperador contra el rey de Suecia, porque éste era un príncipe protestante, y
consiguientemente los protestantes alemanes defendieron su causa, lo que
exasperó enormemente al emperador contra ellos.
Las tropas imperiales pusieron sitio a la ciudad de
Passewalk (que estaba defendida por los suecos), y, tomándola al asalto,
cometieron las más horribles crueldades. Destruyeron las iglesias, quemaron las
casas, saquearon los bienes, mataron a los ministros, pasaron a la guarnición a
cuchillo, colgaron a los ciudadanos, violaron a las mujeres, ahogaron a los
niños, etc., etc.
En Magdeburgo tuvo lugar una tragedia de lo más
sanguinaria, en el año 1631. Habiendo los generales Tilly y Pappenheim tomado
aquella ciudad protestante al asalto, hubo una matanza de más de veinte mil
personas, sin distinción de rango, sexo o edad, y seis mil más fueron ahogadas
en su intento de escapar por río Elba. Después de apaciguarse esta furia, los
habitantes restantes fueron desnudados, azotados severamente, les fueron
cortadas las orejas, y, enyugados como bueyes, fueron soltados.
La ciudad de Roxter fue tomada por el ejército
papista, y todos sus habitantes, así como la guarnición, fueron pasados a
cuchillo; hasta las casas fueron incendiadas, y los cuerpos fueron consumidos
por las llamas.
En Griphenberg, cuando prevalecieron las tropas
imperiales, encerraron a los senadores en la cámara del senado, y los
asfixiaron rodeándola con paja encendida.
Franhendal se rindió bajo unos artículos de
capitulación, pero sus habitantes fueron tratados tan cruelmente como en otros
lugares; y en Heidelberg muchos fueron echados en la cárcel y dejados morir de
hambre.
Así se enumeran las crueldades cometidas por las
tropas imperiales, bajo el Conde Tilly, en Sajonia:
Estrangulación a medias, recuperación de las
personas, y vuelta a lo mismo. Aplicación de afiladas ruedas sobre los dedos de
las manos y de los pies. Aprisionamiento de los pulgares en tomillos de banco.
El forzamiento de las cosas más inmundas garganta abajo, por las cuales muchos
quedaron ahogados.
El prensamiento con sogas alrededor de la cabeza de
tal manera que la sangre brotaba de los ojos, de la nariz, de los oídos y de la
boca. Cerillas ardiendo en los dedos de las manos y de los pies, en los brazos
y piernas, y hasta en la lengua. Poner pólvora en la boca, y prenderla, con lo
que la cabeza volaba en pedazos. Atar bolsas de pólvora por todo el cuerpo, con
lo que la persona era destrozada por la explosión. Tirar en vaivén de sogas que
atravesaban las carnes. Incisiones en la piel con instrumentos cortantes.
Inserción de alambres a través de la nariz, de los oídos, labios, etc. Colgar a
los protestantes por las piernas, con sus cabezas sobre un fuego, por lo que
quedaban secados por el fuego. Colgarlos de un brazo hasta que quedaba
dislocado. Colgar de garfios a través de las costillas. Obligar a beber hasta
que la persona reventaba. Cocer a muchos en hornos ardientes. Fijación de pesos
en los pies, subiendo a muchos Juntos con una polea.
La horca, asfixia, asamiento, apuñalamiento,
freimiento, el potro, la violación, el destripamiento, el quebrantamiento de
los huesos, el despellejamiento, el descuartizamiento entre caballos indómitos,
ahogamiento, estrangulación, cocción, crucifixión, emparedamiento,
envenenamiento, cortamiento de lenguas, narices, oídos, etc., aserramiento de
los miembros, troceamiento a hachazos y arrastre por los pies por las calles.
Estas enormes crueldades serán un baldón perpetuo
sobre la memoria del Conde Tilly, que no sólo cometió sino que mandó a las
tropas que las pusieran en práctica. Allí donde llegaba seguían las más
horrendas barbaridades y crueles depredaciones; el hambre y el fuego señalaban
sus avances, porque destruía todos los alimentos que no podía llevarse consigo,
y quemaba todas las ciudades antes de dejarlas, de modo que el resultado pleno
de sus conquistas eran el asesinato, la pobreza y la desolación.
A un anciano y piadoso teólogo lo desnudaron, lo
ataron boca arriba sobre una mesa, y ataron un gato grande y fiero sobre su
vientre. Luego pellizcaron y atormentaron al gato de tal manera que en su furia
le abrió el vientre y le remordió las entrañas.
Otro ministro y su familia fueron apresados por
estos monstruos inhumanos; violaron a su mujer e hija delante de él, enclavaron
a su hijo recién nacido en la punta de una lanza, y luego, rodeándole de todos
sus libros, les prendieron fuego, y fue consumido en medio de las llamas.
En Hesse-Cassel, algunas de las tropas entraron en
un hospital, donde había principalmente mujeres locas, y desnudando a aquellas
pobres desgraciadas, las hicieron correr por la calle a modo de diversión,
dando luego muerte a todas.
En Pomerania, algunas de las tropas imperiales que
entraron en una ciudad pequeña tomaron a todas las mujeres jóvenes, y a todas
las muchachas de más de diez años, y poniendo a sus padres en un círculo, les
mandaron cantar Salmos, mientras violaban a sus niñas, diciéndoles que si no lo
hacían, las despedazarían después. Luego tomaron a todas las mujeres casadas
que tenían niños pequeños, y las amenazaron que si no consentían a gratificar
sus deseos, quemarían a sus niños delante de ellas en un gran fuego, que habían
encendido para ello.
Una banda de soldados del Conde Tilly se
encontraron con un grupo de mercaderes de Basilea, que volvían del gran mercado
de Estrasburgo, e in tentaron rodearlos. Sin embargo, todos escaparon menos
diez, dejando sus bienes tras ellos. Los diez que fueron tomados rogaron mucho
por sus vidas, pero los soldados los asesinaron diciendo: «Habéis de morir,
porque sois herejes, y no tenéis dinero.»
Los mismos soldados encontraron a dos condesas que,
junto con algunas jóvenes damas, las hijas de una de ellas, estaban dando un
paseo en un landau. Los soldados les perdonaron la vida, pero las trataron con
la mayor indecencia, y, dejándolas totalmente desnudas, mandaron al cochero que
prosiguiera.
Por la mediación de Gran Bretaña, se restauró
finalmente la paz en Alemania, y los protestantes quedaron sin ser molestados
durante varios años, hasta que se dieron nuevas perturbaciones en el
Palatinado, que tuvieron estas causas.
La gran Iglesia del Espíritu Santo, en Heidelberg,
había sido compartida durante muchos años por los protestantes y católicos
romanos de esta manera: los protestantes celebraban el servicio divino en la
nave o cuerpo de la iglesia; los católicos romanos celebraban Misa en el coro.
Aunque ésta había sido la costumbre desde tiempos inmemoriales, el elector del
Palatinado, finalmente, decidió no permitirlo más, declarando que como
Heidelberg era su capital, y la Iglesia del Espíritu Santo la catedral de su
capital, el servicio divino debía ser llevado a cabo sólo según los ritos de la
Iglesia de la que él era miembro. Entonces prohibió a los protestantes entrar
en la iglesia, y dio a los papistas su entera posesión.
El pueblo, agraviado, apeló a los poderes
protestantes para que se les hiciera justicia, lo que exasperó de tal modo al
elector que suprimió el catecismo de Heidelberg. Sin embargo, los poderes protestantes
acordaron unánimes exigir satisfacciones, por cuanto el elector, con su
conducta, había quebrantado un artículo del tratado de Westfalia; también las
cortes de Gran Bretaña, Prusia, Holanda, etc., enviaron embajadores al elector,
para exponerle la injusticia de su proceder, y para amenazarle que, a no ser
que cambiara su conducta para con los protestantes del Palatinado, ellos
tratarían también a sus Súbditos católicos romanos con la mayor severidad.
Tuvieron lugar muchas y violentas disputas entre
los poderes protestantes y los del elector, y estas se vieron muy incrementadas
por el siguiente incidente: estando el carruaje de un ministro holandés delante
de la puerta del embajador residente enviado por el príncipe de Hesse, una
compañía apareció llevando la hostia a casa de un enfermo; el cochero no le
prestó la menor atención, lo que observaron los acompañantes de la hostia, y lo
hicieron bajar de su asiento, obligándole a poner la rodilla en el suelo. Esta
violencia contra la persona de un criado de un ministro público fue mal vista
por todos los representantes protestantes; y para agudizar aún más las
diferencias, los protestantes presentaron a los representantes tres artículos
de queja:
1.
Que se ordenaban ejecuciones militares contra todos los zapateros protestantes
que rehusaban contribuir a las Misas de San Crispín.
2.
Que a los protestantes se les prohibía trabajar en días santos de los papistas,
incluso en la época de la cosecha, bajo penas muy severas, lo que ocasionaba
graves inconvenientes y causaba graves perjuicios a las actividades públicas.
3.
Que varios ministros protestantes habían sido desposeídos de sus iglesias, bajo
la pretensión de haber sido fundadas y edificadas originalmente por católicos
romanos.
Finalmente, los representantes protestantes se
pusieron tan apremiantes como para insinuarle al elector que la fuerza de las
armas le iba a obligar a hacer la justicia que había negado a su embajada. Esta
amenaza lo volvió a la razón, porque bien conocía la imposibilidad de llevar a
cabo una guerra contra los poderosos estados que le amenazaban. Por ello,
accedió a que la nave de la Iglesia del Espíritu Santo les fuera devuelta a los
protestantes. Restauró el catecismo de Heidelberg, volvió a dar a los ministros
protestantes la posesión de las iglesias de las que habían sido desposeídos,
permitió a los protestantes trabajar en días santos de los papistas, y ordenó
que nadie fuera molestado por no arrodillarse cuando pasara la hostia por su
lado.
Estas cosas las hizo por temor, pero para mostrar
su resentimiento contra sus súbditos protestantes, en otras circunstancias en
las que los poderes protestantes no tenían derecho a interferir, abandonó
totalmente Heidelberg, traspasando todas las cortes de justicia a Mannheim, que
estaba totalmente habitada por católicos romanos. Asimismo edificó allí un
nuevo palacio, haciendo de él su lugar de residencia; y, siendo seguido por los
católicos de Heidelberg, Mannheim se convirtió en un lugar floreciente.
Mientras tanto, los protestantes de Heidelberg
quedaron sumidos en la pobreza, y muchos quedaron tan angustiados que
abandonaron su país nativo, buscando asilo en estados protestantes. Un gran
número de estos fueron a Inglaterra, en tiempos de la Reina Ana, donde fueron
cordialmente recibidos, y hallaron la más humanitaria ayuda, tanto de
donaciones públicas como privadas.
En 1732, más de treinta mil protestantes fueron
echados del arzobispado de Salzburgo, en violación del tratado de Westfalia.
Salieron en lo más crudo del invierno, con apenas las ropas suficientes para
cubrirles, y sin provisiones, sin permiso para llevarse nada consigo. Al no ser
acogida la causa de esta pobre gente por aquellos estados que hubieran podido
obtener reparación, emigraron a varios países protestantes, y se asentaron en
lugares donde pudieran gozar del libre ejercicio de su religión, sin daño a sus
conciencias, y viviendo libres de las redes de la superstición papal, y de las
cadenas de la tiranía papal.