LA RELIGIÓN PROTESTANTE EN IRLANDA Y LAS MATANZAS DE 1641

INTRODUCCIÓN

Las tinieblas del papado habían entenebrecido Irlanda desde su primer establecimiento hasta el reinado de Enrique VIII, cuando los rayos de luz del Evangelio comenzaron a disipar las tinieblas y a proveer aquella luz que hasta entonces había sido desconocida en la isla. La abyecta ignorancia en la que se mantenía al pueblo, con los absurdos y supersticiosos conceptos que sustentaban, eran cosa bien evidente para muchos; y los artificios de sus sacerdotes eran tan patentes, que varias personas distinguidas, que habían sido hasta entonces fervorosos papistas, se hubieran sacudido el yugo de buena gana y abrazado la religión protestante; pero la ferocidad natural de aquella gente, y su intensa adhesión a las ridículas doctrinas que les habían sido ensenadas, hacia peligroso este intento. Sin embargo, se emprendió esto más adelante, lo que fue acompañado de las consecuencias más horribles y desastrosas.
La introducción de la religión protestante en Irlanda se puede atribuir principalmente a George Browne, un inglés, que fue consagrado arzobispo de Dublín el diecinueve de marzo de 1535. Había sido con anterioridad fraile agustino, y fue elevado a la mitra por sus méritos.
Después de haber estado en esta dignidad durante cinco años, en la época en que Enrique VIII estaba suprimiendo las casas religiosas en Inglaterra, hizo que se quitaran todas las reliquias e imágenes de las dos catedrales en Dublín, y de las otras iglesias en su diócesis; en lugar de ellas hizo poner la Oración del Señor, el Credo, y los Diez Mandamientos.
Poco tiempo después recibió una carta de Thomas Cromwell, Lord del Sello Privado, informándole de que habiendo Enrique VIII anulado la supremacía papal en Inglaterra, estaba decidido a hacer lo mismo en Irlanda, y que por ello lo había designado a él (al Arzobispo Browne) como uno de los comisionados para poner esta orden en práctica. El arzobispo respondió que había hecho todo lo que estaba en su mando arriesgando su vida para hacer que la nobleza la nobleza y los caballeros Irlandeses reconocieran la supremacía de Enrique, tanto en cuestiones espirituales como temporales; pero se había encontrado con la más violenta oposición, especialmente de parte de George, arzobispo de Armagh; que este prelado, en un discurso al clero había lanzado una maldición sobre todos los que reconocieran la supremacía de su majestad, añadiendo además que su isla, llamada en las Crónicas Ínsula Sacra o la Isla Santa, no pertenecía a nadie más que al obispo de Roma, y que los progenitores del rey la habían recibido del Papa.
Observó asimismo que el arzobispo y el clero de Armagh habían mandado respectivos correos a Roma, y que sería necesario convocar un parlamento en Irlanda, para aprobar la ley de la supremacía, siendo que el pueblo no aceptaría la comisión del rey sin la sanción de la asamblea legislativa. Concluyó diciendo que los Papas habían mantenido al pueblo sumido en la más profunda ignorancia; que el clero era mayormente analfabeto; que el común de la gente eran más celosos en su ceguera que lo habían sido los santos y mártires en la defensa de la verdad al comienzo del Evangelio; y que debía temerse que Shan O’Neal, un caudillo muy poderoso en la zona norte de la isla, estaba decidido oponerse a la comisión regia.
Siguiendo este consejo, al año siguiente se convocó un parlamento que debía reunirse en Dublín por orden de Leonard Grey, que en aquellos tiempos era Lord lugarteniente. En esta asamblea, el Arzobispo Browne pronunció un discurso en el que estableció que los obispos de Roma solían, antiguamente, reconocer a emperadores, reyes y príncipes como supremos en sus propios dominios; y que por ello él reconocería al Rey Enrique VIII como supremo en todos los asuntos, tanto eclesiásticos como temporales. Concluyó diciendo que todo el que rehusara asentir a esta ley no era un leal Súbdito del rey. Este discurso sobresaltó grandemente a los otros obispos y señores, pero al final se accedió, tras violentos debates, a la supremacía del rey.
Dos años después, el arzobispo escribió una segunda carta a Lord Cromwell, quejándose del clero, y dando indicaciones de las maquinaciones que el Papa estaba tramando contra los defensores del Evangelio. Esta carta está fechada en Dublín en abril de 1538; y el arzobispo dice, entre otros asuntos: «A un pájaro se le puede enseñar a hablar con tanto sentido como lo hacen muchos del clero en este país. Estos, aunque no son eruditos, son sin embargo astutos para engañar a la gente sencilla disuadiéndoles de obedecer las órdenes de Su Majestad. Los campesinos de aquí odian mucho vuestra autoridad, y os llaman insultantemente en su lengua irlandesa, el Hijo del Herrero. Como amigo, deseo que vuestra señoría tenga cuidado de su noble persona. Roma tiene en gran favor al duque de Norfolk, y grandes favores para esta nación, con el propósito de oponerse a Su Majestad.»
Poco tiempo después, el Papa envió a Irlanda (dirigida al arzobispo de Armagh y su clero) una bula de excomunión contra todos los que hubieran reconocido o llegaran a reconocer la supremacía del rey dentro de la nación Irlandesa; denunciando una maldición sobre ellos y los suyos que en el plazo de cuarenta días no reconocieran a sus confesores que habían hecho mal al aceptarla.
El Arzobispo Browne dio conocimiento de esto en una carta fechada en Dublín en mayo de 1538. Parte del formulario de confesión, o voto, enviado a estos papistas irlandeses, decía así: «Declaro además maldito a aquel o aquella, padre o madre, hermano o hermana, hijo o hija, marido o mujer, tío o tía, sobrino o sobrina, pariente o parienta, patrón o patrona, y a todos los demás, las relaciones más cercanas o queridas, amigos o conocidos que sean, que mantengan o lleguen a mantener, en el tiempo venidero, que cualquier poder eclesiástico o civil esté por encima de la autoridad de la Madre Iglesia, o que obedezca o llegue a dar obediencia, en el tiempo venidero, a ninguno de los enemigos o contrarios de la Madre Iglesia, de lo que aquí doy juramento: Así me ayuden Dios, la Bendita Virgen, San Pedro, San Pablo y los Santos Evangelistas,» etc.
Este formulario se corresponde de manera precisa con las doctrinas promulgadas por los Concilios Late rano y de Constanza, que declaran de manera expresa que no se debe mostrar favor alguno a los herejes, ni se les debe guardar la palabra dada; que deben ser excomulgados y condenados, y que sus posesiones deben ser confiscadas, y que los príncipes quedan obligados, bajo solemne juramento, a desarraigarlos de sus respectivos dominios.
¡Qué abominable ha de ser una iglesia que osa pisotear de esta manera toda autoridad! ¡Qué engañada la gente que acepta las instrucciones de tal iglesia!
En la carta acabada de mencionar del arzobispo fechada en mayo de 1538, dice él: «Su alteza el virrey de esta nación tiene poco o ningún poder sobre los antiguos nativos. Ahora tanto los ingleses como los irlandeses comienzan a oponerse a las órdenes de su señoría, y a poner a un lado sus pendencias nacionales, lo que me temo que hará (si algo puede llevar a ello) que un extranjero invada esta nación.»
No mucho después de esto, el Arzobispo Browne arrestó a un tal Thady O' Brian, un fraile franciscano, que tenía en su poder un documento enviado desde Roma, con fecha de mayo de 1538, y dirigido a O'Neal. En esta carta había las siguientes palabras: «Su Santidad, Pablo, ahora Papa, y el concilio de los padres, han descubierto recientemente, en Roma, una profecía de un San Laceriano, obispo irlandés de Cashel, en la que decía que la Madre Iglesia de Roma cae cuando sea vencida la fe católica en Irlanda. Por ello, por la gloria de la Madre Iglesia, por la honra de San Pedro, y por tu propia seguridad, suprime la herejía y a los enemigos de Su Santidad.»
Este Thady O'Brian, después de unos interrogatorios y registros adicionales, fue puesto en el cepo, y mantenido bajo estricta vigilancia hasta que llegan órdenes del rey acerca de qué suerte debía correr. Pero al llegar la orden de Inglaterra de que fuera colgado, se suicidó en el castillo de Dublín. Su cuerpo fue después llevado a Gallows-green, donde, tras ser colgado durante un tiempo, fue enterrado.
Después de la accesión de Eduardo VI al trono de Inglaterra, fue enviada una orden a Sir Anthony Leger, Lord Representante de Irlanda, mandando que se estableciera en Irlanda la liturgia en inglés, para que fuera observada dentro de los varios obispados, catedrales e iglesias parroquiales; y se leyó por vez primera en Christ Church, en Dublín, el día de Pascua de 1551, delante del mencionado Sir Anthony, del Arzobispo Browne y de otros. Parte de la orden real para este propósito era como sigue: «Por cuanto su Graciosa Majestad nuestro padre, el Rey Enrique VIII, tomando en consideración la esclavitud y el pesado yugo que sus leales y fieles súbditos soportaban bajo la jurisdicción del obispo de Roma; cómo diversas historias imaginarias y prodigios mentirosos desviaban a nuestros súbditos, quitando los pecados de nuestras naciones con sus indulgencias y perdones por dinero; proponiéndose abrigar todos los malvados vicios, como robos, rebeliones, hurtos, fornicaciones, blasfemia, idolatría, etc., su Graciosa Majestad nuestro padre disolvió por ello todas las prioritarias, todos los monasterios, abadías y otras pretendidas casas de religión, siendo como eran criaderos de vicios o lujos más que de sagrada erudición,» etc.
El día después que se empleó por primera vez la Oración Común en Christ Church, los papistas tramaron la siguiente perversa confabulación:
En la iglesia había quedado una imagen de mármol de Cristo, sosteniendo una caña en la mano, y con una corona de espinas en la cabeza. Mientras se estaba leyendo el servicio inglés (la Oración Común) delante del Lugarteniente, del arzobispo de Dublín, del consejo privado, del alcalde mayor y de una gran congregación, se vio cómo salía sangre de las grietas de la corona de espinas, y bajaba por la cabeza de la imagen. A esto, uno de los inventores de la impostura gritó en voz alta: «¡Ved como suda sangre la imagen de nuestro Salvador! Pero tiene que hacerlo, por cuanto ha entrado herejía en la iglesia!» De inmediato muchos de las clases más bajas del pueblo, ciertamente el vulgo de todas clases, se sintió aterrorizado ante un espectáculo tan milagroso e innegable de la evidencia del desagrado divino; se precipitaron fuera de la iglesia, convencidos de que las doctrinas del protestantismo emanaban de una fuente infernal, y de que la salvación sólo podía ser hallada en el seno de su propia infalible Iglesia.
Este incidente, por ridículo que parezca para el lector ilustrado, tuvo una gran influencia sobre las mentes de los irlandeses ignorantes, y sirvió a los fines de los desvergonzados impostores que lo inventaron, en cuanto a poder refrenar de manera muy tangible el progreso de la religión reformada en Irlanda; muchas personas no podían resistirse a la convicción de que había muchos errores y corrupciones en la Iglesia de Roma, pero se vieron acallados por medio por esta pretendida manifestación de la ira divina, que fue exagerada más allá de toda medida por los fanáticos e interesados sacerdotes.
Tenemos muy pocos detalles acerca del estado de la religión en Irlanda durante el resto del reinado de Eduardo VI y de la mayor parte del de María. Hacia el final del tiempo de dominio de aquella implacable fanática, intentó ella extender sus persecuciones a la isla; pero sus diabólicas intenciones fueron felizmente frustradas de la siguiente manera providencial, y los detalles de esto los narran historiadores de genuina autoridad.
María había designado al doctor Pole (un agente del sanguinario Bonner) como uno de los comisionados para llevar a cabo sus bárbaras intenciones. Llegado a Chester con su comisión, el alcalde de aquella ciudad, un papista, acudió a asistirle; entonces el doctor se sacó del bolsillo de su manto una cartera de piel, diciéndole: «Aquí tengo la comisión que barrerá Irlanda de herejes.» La mayordoma de la casa era protestante, y teniendo un hermano en Dublín, se quedó muy angustiada ante lo que había oído. Pero esperando su oportunidad, mientras el alcalde se despedía, y el doctor lo acompañaba cortésmente escaleras abajo, ella abrió la cartera, sacó la comisión, y en su lugar puso una hoja de papel, con una baraja de naipes, con la sota de bastos encima. El doctor, sin sospechar lo sucedido, se reembolsillo la cartera, y llegó con ella a Dublín en septiembre de 1558.
Anhelante de cumplir las intenciones de su «piadosa» reina, de inmediato se dirigió a Lord Fitz-Walter, que entonces era virrey, y le presentó la cartera, que, al ser abierta, no mostró otra cosa que una baraja. Esto dejó sorprendidos a todos los presentes, y su señoría dijo: «Tenemos que conseguir otra comisión; y mientras tanto barajemos las cartas.»
El doctor Pole hubiera querido volver en el acto a Inglaterra para obtener otra comisión; pero mientras esperaba un viento favorable, llegó la noticia de la muerte de la Reina María, y gracias a ello los protestantes escaparon a una muy cruel persecución. El relato que hemos dado está confirmado por historiadores del mayor crédito, que añaden que la Reina Elizabeth estableció una pensión de cuarenta libras a la mencionada Elizabeth Edmunds, por haber salvado de esta forma las vidas de sus súbditos protestantes.
Durante los reinados de Elizabeth y de Jacobo I, Irlanda estuvo agitada casi constantemente por rebeliones e insurrecciones, que, aunque no siempre tenían como motivo la diferencia de opiniones religiosas entre ingleses e irlandeses, quedaban agravadas y hechas tanto más acerbas e irreconciliables por esta causa los sacerdotes papistas exageraban arteramente los fallos del gobierno ingles, y de continuo imbuían en sus ignorantes oyentes llenos de prejuicios la legitimidad de matar protestantes, asegurándoles que todos los católicos muertos en el cumplimiento de una empresa tan piadosa serían de inmediato recibidos a la dicha eterna.
El carácter naturalmente atolondrado de los irlandeses, manipulado por estos hombres astutos, los impelía continuamente a acciones violentas bárbaras e injustificables, aunque se debe confesar que la naturaleza inestable y arbitraria de la autoridad ejercida por los gobernadores ingleses no era susceptible de ganarse sus afectos. También los españoles, desembarcando fuerzas en el sur, y alentado de todas las maneras a los descontentos nativos para que se uniesen bajo su bandera, mantuvieron la isla en un estado continuo de turbulencia y de guerra. En 1601 desembarcaron un cuerpo de cuatro mil hombres en Kinsale, y comenzaron lo que llamaron «La Guerra Santa por la preservación de la fe en Irlanda.» Fueron ayudados por grandes cantidades de irlandeses, pero finalmente fueron rotundamente derrotados por el representante de la reina, Lord Mountjoy, y sus oficiales.
Este cerró las transacciones del reinado de Elizabeth con respecto a Irlanda; siguió un período de aparente tranquilidad, pero el sacerdocio papista, siempre inquiete y agitador, intentó minar mediante maquinaciones secretas aquel gobierno y aquella fe que ya no osaban atacar abiertamente. El pacifico reino de Jacobo les dio la oportunidad de aumentar su tuerza y de madurar sus maquinaciones, y bajo su sucesor, Carlos I, aumentaron grandemente sus números por medio de arzobispos titulares católicos romanos, como también de obispos, deanes, vicarios generales, abades, sacerdotes y frailes. Por esta razón se prohibió, en 1629, el ejercicio público de los ritos y ceremonias papistas.
Pero a pesar de este, poco después el clero romanista edificó una nueva universidad papista en la ciudad de Dublín. Comenzaron también a edificar monasterios y conventos en varias partes del reino, lugares en los que este mismo clero romanista y los jefes de los irlandeses celebraban numerosas reuniones; y de allí solían ir y volver a Francia, España, Flandes, Lorena y Roma, donde estaba siendo preparado el detestable complot de 1641 por la familia de los O'Neal y sus seguidores.
Poco después que comenzaran a ponerse en marcha los planes de la horrible conspiración que vamos a relatar a continuación, los papistas de Irlanda habían presentado una protesta ante los Lores de Justicia del reino, exigiendo el libre ejercicio de su religión y una derogación de las leyes contrarias, ante lo que ambas cámaras del Parlamento en Inglaterra respondieron solemnemente que jamás concederían tolerancia alguna a la religión papista en aquel reino.
Este irritó tanto más a los papistas incitándoles a la ejecución del diabólico complot concertado para la destrucción de los protestantes y no fracasó sino que tuvo el éxito deseado por sus maliciosos y rencorosos promotores.
El designio de esta horrible conspiración era que tuviera lugar una insurrección general al mismo tiempo por todo el reino y que se diera muerte todos los protestantes, sin excepción alguna El día fijado para esta horrorosa masacre fue el veintiuno de octubre de 164l fiesta de Ignacio de Loyola fundador de los Jesuitas; y los principales conspiradores en las partes principales del reino emprendieron los preparativos necesarios para la lucha que maquinaban.
A fin de que este aborrecible plan pudiera tener un éxito más seguro, los papistas practicaron los ardides más elaborados, y su conducta en sus visitas a los protestantes fue, en este tiempo, de una más aparente bondad que la que habían mostrado hasta entonces, lo que se hizo para poder consumar de manera más plena los designios inhumanos y pérfidos que contra ellos meditaban.
La ejecución de esta salvaje maquinación fue atrasada hasta inicios del invierno, para que el envío de tropas desde Inglaterra fuera cosa más difícil. El Cardenal Richelieu, el ministro francés, había prometido a los conspiradores un considerable suministro de hombres y dinero, y muchos oficiales irlandeses habían prometido de cierto asistir cordialmente a sus hermanos católicos, tan pronto como tuviera lugar la insurrección.
Llegó el día anterior al señalado para llevar a cabo este horrible designio y felizmente para la metrópolis del reino la conspiración fue revelada por un irlandés llamado Owen O'Connelly por cuyo señalado servicio el Parlamento Inglés le votó 500 libras y una pensión vitalicia de doscientas.
Fue tan oportunamente que se descubrió este complot tan sólo pocas horas antes de que la ciudad y el castillo de Dublín fueran a ser sorprendidos, que los Lores Justicias apenas si tuvieron tiempo de prepararse, junto con la ciudad, en una posición defensiva adecuada. Lord M'Guire, que era allí el principal cabecilla, fue, junto con sus cómplices, detenido aquella misma noche en la ciudad; en sus viviendas se encontraron espadas, azuelas, hachas, mazos, y otros instrumentos de destrucción preparados para la destrucción y el exterminio de los protestantes en aquella parte del reino.
De esta manera la capital fue felizmente preservada; pero la sanguinaria parte de la tragedia tramada ya no se podía impedir. Los conspiradores estaban ya sobre las armas temprano por la mañana del día señalado, y todos los protestantes que encontraron en su camino fueron asesinados de inmediato. No se perdonó ninguna edad, ni sexo ni condición. La mujer llorando por su marido destripado, y abrazando a sus indefensos hijos, era traspasada junto a ellos, muriendo todos a la vez.
Los viejos y jóvenes, los vigorosos y los débiles, sufrieron la misma suerte y se confundieron en una misma ruina. En vano salvaba la huida de un primer asalto; la destrucción asolaba por doquier, y se enfrentaban con las perseguidas víctimas en cada recodo. En vano se quiso reunir a parientes a compañeros, a amigos; todas las relaciones estaban disueltas; y la muerte caía de la mano de aquellos a quienes se imploraba protección y de quienes se esperaba. Sin provocación, sin oposición, los atónitos ingleses, viviendo en la mayor paz, y, pensaban ellos, plena seguridad, fueron asesinados por sus más cercanos vecinos, con los que habían mantenido durante mucho tiempo una continuada relación de bondad y buenos oficios.
Pero la muerte fue el más suave de los castigos infligidos por estos monstruos en forma humana; todas las torturas que pudiera inventar la más voluntariosa crueldad, todos los prolongados tormentos del cuerpo y angustias de la mente, las agonías de la desesperación, no podían saciar una venganza carente de motivos, y cruelmente salida de ninguna causa. La naturaleza depravada, incluso la religión pervertida, aunque alentadas por la licencia más desenfrenada, no pueden llegar a un mayor paroxismo de ferocidad que el que se manifestó en estos inmisericordes salvajes. Incluso las representantes del sexo débil, naturalmente tiernas ante sus propios sufrimientos y compasivas ante los de los demás, emularon a sus fuertes compañeros en la práctica de toda crueldad. Los mismos niños, enseñados por el ejemplo y la exhortación de sus padres, aplicaban sus débiles golpes a los cadáveres de los indefensos hijos de los ingleses.
Tampoco la avaricia de estos irlandeses fue suficiente para detenerlos en absoluto en su crueldad. Tal era su desenfreno que los ganados que robaron y que habían hecho suyos por saqueo, fueron degollados conscientemente porque llevaban el nombre de los ingleses; o, cubiertos de heridas, lanzados sueltos a los bosques, para que allí murieran lentamente en sus sufrimientos.
Las espaciosas viviendas de los granjeros fueron reducidas a cenizas o arrasadas hasta el suelo. Y allí donde los desdichados propietarios se habían encerrado en sus casas y se estaban preparando para defenderse, fueron muertos en llamas junto con sus mujeres e hijos.
Esta es la descripción general de esta matanza sin paralelo; ahora queda, por la naturaleza de esta obra, dar algunos detalles particulares.
Apenas si los fanáticos e inmisericordes papistas habían comenzado a ensuciarse las manos de sangre que repitieron esta horrible tragedia día tras día, y los protestantes, en todas partes del reino, cayeron víctimas de su furia con muertes de la crueldad más inaudita.
Los ignorantes irlandeses fueron tanto más intensamente instigados a ejecutar esta infernal operación por los Jesuitas, sacerdotes y frailes cuanto que ellos, cuando se decidió el día de la ejecución de su complot, recomendaron en sus oraciones que se diera diligencia en aquel gran designio, que dijeron ellos sería de gran ayuda para la prosperidad del reino y para promover la causa católica. En todo lugar dijeron al común de la gente que los protestantes eran herejes, y que no se debía permitirles más vivir entre ellos; añadiendo que no era más pecado matar a un inglés que matar a un perro; y que ayudarlos o protegerlos era un crimen de lo más imperdonable.
Habiendo asediado los papistas la ciudad y el castillo de Longford, se rindieron los ocupantes de este último, que eran protestantes, con la condición de que se les diera cuartel; los asediadores, en el instante en que aparecieron las gentes de la ciudad, los atacaron de la manera más implacable, destripando el sacerdote de ellos, a modo de señal, al ministro protestante inglés; después de esto, sus seguidores asesinaron a todo el resto, algunos de los cuales fueron colgados, otros apuñalados o muertos a tiros, mientras que a muchos se les destrozó la cabeza con hachas que habían sido suministradas para este fin.
La guarnición de Sligo fue tratada de manera semejante por O'Connor Slygah, el cual les prometió cuartel a los protestantes y llevarlos sanos y salvos al otro lado de los montes Curlew, a Roscommon. Estos abandonaron sus refugios, pero entonces los apresó y guardó en un encierro inmundo, alimentándolos sólo con granos como alimento. Después, estando bebidos y contentos algunos de los papistas que habían venido a felicitar a sus malvados hermanos, los frailes blancos sacaron a los protestantes supervivientes, yo bien los mataron a cuchillo, o bien los lanzaron por el puente a un río torrencial, donde pronto murieron. Se añade que luego un grupo de este malvado grupo de frailes blancos fue cierto tiempo después al río, en solemne procesión, con agua bendita en sus manos, para rociarlo; pretendiendo limpiarlo y purificarlo de las manchas y de la contaminación de la sangre y de los cadáveres de los herejes, como llamaban ellos a los desafortunados protestantes que fueron tan inhumanamente asesinados en esta misma ocasión.
En Kilmore, el doctor Bedell, obispo de esta sede, había asentado y sustentado caritativamente a gran número de protestantes angustiados, que habían huido de sus casas para escapar de las diabólicas crueldades cometidas por los papistas. Pero no gozaron mucho tiempo del consuelo de vivir juntos. El buen prelado fue sacado a la fuerza de su residencia episcopal, que fue de inmediato ocupada por el doctor Swiney, el obispo papista titular de Kilmore, que dijo Misa en la iglesia al domingo siguiente, y que luego confiscó todos los bienes y posesiones del perseguido obispo.
Poco después de esto, los papistas llevaron al doctor Bedell, a sus dos hijos y al resto de su familia, con algunos de los principales protestantes a los que había protegido, a un castillo en ruinas llamado Lochwater, situado en un lago cercano al mar. Aquí se quedó con sus compañeros varias semanas, esperando día a día ser muerto. La mayor parte de ellos habían sido dejados desnudos, por lo que sufrieron grandes penalidades, al hacer mucho frío (siendo el mes de diciembre), y carecer de tejado el edificio en el que se hallaban. Prosiguieron en esta situación hasta el siete de enero, cuando fueron todos liberados.
El obispo fue cortésmente recibido en la casa de Dennis O'Sheridan, uno de su clero, a quien había convertido a la Iglesia de Inglaterra, pero no sobrevivió mucho tiempo a esta muestra de bondad. Durante su estancia allí, pasó todo su tiempo en ejercicios religiosos, para mejor disponerse y prepararse a sí mismo, y a sus entristecidos compañeros, para su gran tránsito, porque nada tenían delante de sus ojos sino una muerte cierta. Estaba entonces en el año setenta y uno de su vida, y, afligido por unas violentas fiebres que había adquirido por su estancia en aquel lugar inhóspito y desolado en el lago, pronto la fiebre se hizo de lo más violenta y peligrosa. Viendo que se acercaba su fallecimiento, lo recibió con gozo, como uno de los primitivos mártires que se apresuraba a su corona de gloria. Después de dirigirse a su pequeña grey, y de exhortarlos a la paciencia, y ello de la manera más patética por cuanto vio que se acercaba el último día de ellos, tras haber bendecido solemnemente a su gente, su familia y sus hijos, terminó juntamente el curso de su ministerio y de su vida el siete de febrero de 1642.
Sus amigos y parientes pidieron al intruso obispo que les permitiera enterrarlo, lo que obtuvieron tras gran dificultad; al principio les dijo que el patio de la iglesia era tierra sagrada, y que no debía ya ser contaminada más con herejes; sin embargo, se obtuvo permiso al final, y aunque no se empleó el servicio religioso funerario en la solemnidad (por miedo a los papistas irlandeses), sin embargo algunos de los mejores, que tuvieron la mayor veneración por él mientras vivía, asistieron al acto de depositar sus restos en el sepulcro. En su entierro lanzaron una salva de balas, gritando: Requiescat in pace ultimus Anglorum, esto es, «Descanse en paz el último inglés.» A esto añadieron que como él era uno de los mejores, también sería el último obispo inglés hallado entre ellos.
La erudición de este obispo era muy grande, y hubiera dado al mundo tanto más prueba de ella si hubiera impreso todo lo que había escrito. Apenas si se salvaron algunos de sus escritos, habiendo destruido los papistas la mayoría de sus documentos y biblioteca. Había recogido una gran cantidad de exposiciones críticas de la Escritura, todo lo cual, con un gran baúl lleno de sus manuscritos, cayó en manos de los irlandeses. Felizmente, su gran manuscrito hebreo se conservó, y está ahora en la biblioteca de Emanuel College, Oxford.
En la baronía de Terawley, los papistas, por instigación de los frailes, obligaron a más de cuarenta protestantes ingleses, algunos de los cuales eran mujeres y niños, a la dura suerte de o bien morir por la espada, o ahogados en el mar. Escogiendo éstos lo último, fueron obligados, a punta de espada de sus inexorables perseguidores, a dirigirse a aguas profundas, donde, con sus pequeños en sus brazos, fueron primero vadeando hasta el cuello, y luego se hundieron y murieron juntos.
En el castillo de Lisgool fueron quemados vivos hasta ciento cincuenta hombres, mujeres y niños, todos juntos; y en el castillo de Moneah no menos de cien fueron pasados a cuchillo. Una gran cantidad fueron también asesinados en el castillo de Tullah, que fue entregado a M'Guire con la condición de que se les diera cuartel; pero apenas si este desalmado había ocupado el lugar que ordenó a sus hombres asesinar al pueblo, lo que fue ejecutado de inmediato, y con la mayor crueldad.
Muchos otros fueron muertos de la manera más horrenda, en formas que sólo hubieran podido ser inventadas por demonios, y no por hombres. Algunos de ellos fueron echados con el centro de sus espaldas sobre el eje de un carruaje, con las piernas apoyadas en el suelo en un lado, y sus brazos y cabezas en el otro. En esta posición, uno de aquellos salvajes azotaba a la pobre víctima en los muslos, piernas, etc., mientras otro lanzaba perros salvajes, que desgarraban los brazos y las partes superiores del cuerpo; así, de esta terrible manera, eran privados de su existencia. Muchos de ellos fueron atados a colas de caballos, y lanzados los animales a todo galope por sus jinetes, las desgraciadas víctimas eran arrastradas hasta que expiraban. Otros fueron colgados de altas horcas, y encendiéndose fuego debajo de ellos, terminaron sus vidas en parte por colgamiento, en parte por asfixia.
Tampoco escapo el sexo débil en lo más mínimo a la crueldad que podían proyectar sus inmisericordes y furiosos perseguidores. Muchas mujeres, de todas las edades, eran muertas de la más cruel naturaleza. Algunas, de manera particular, fueron atadas con la espalda contra fuertes postes, y, desnudadas hasta la cintura, aquellos inhumanos monstruos les cortaron los pechos derechos con tijeras de esquileo, lo que, naturalmente, les causó las agonías más terribles; y así fueron dejadas hasta que murieron desangradas.
Tal fue la salvaje ferocidad de estos bárbaros que incluso bebés no nacidos eran arrancados del vientre para ser víctimas de su furia. Muchas desdichadas madres fueron colgadas desnudas de ramas de árboles, descuartizadas, y su inocente descendencia arrancada de ellas y echada a los perros y a los cerdos. Y, para intensificar lo horrendo de la escena, obligaba al marido a verlo antes de sufrir él mismo.
En la ciudad de Issenskeath colgaron a más de cien protestantes escoceses, no mostrándoles más misericordia que la que habían mostrado a los ingleses. M'Guire, dirigiéndose al castillo de aquella ciudad, pidió hablar con el gobernador, y, al permitírsele la entrada, quemó en el acto los registros del condado, que guardaba allí. Luego le exigió 1000 libras al gobernador, y, habiéndolas recibido, le obligó de inmediato a oír Misa, y a jurar que seguiría haciéndolo. Y para consumar estas horribles barbaridades, ordenó que la mujer y los hijos del gobernador fueran colgados delante de él, además de asesinar al menos a cien de los habitantes. Más de mil hombres, mujeres y niños fueron llevados, en diferentes grupos, al puente Portadown, que estaba roto en medio, obligándolos allí a arrojarse al agua; los que trataban de alcanzar la ribera eran golpeados en la cabeza.
En la misma parte del país, al menos cuatro mil personas fueron ahogadas en diferentes lugares. Los inhumanos papistas los llevaron como animales, después de desnudarlos, al lugar determinado para su destrucción; y si alguno, por fatiga o debilidad natural, era lento en su andar, era aguijoneado con sus espadas y picas; para aterrorizar a la multitud, asesinaron a algunos por el camino. Muchos de estos desdichados fueron lanzados al agua, y trataron de salvarse alcanzando la ribera, pero sus inmisericordes perseguidores impedían que lo lograsen, disparando contra ellos mientras se encontraban en el agua.
En un lugar, ciento cuarenta ingleses fueron todos asesinados en el mismo lugar, tras haber sido empujados totalmente desnudos durante muchas millas, y con un clima de lo más duro; algunos fueron colgados, otros, quemados, algunos muertos a tiros, y muchos de ellos enterrados vivos. Tan crueles eran sus atormentadores que ni siquiera les permitían orar antes de arrebatarles su mísera existencia.
A otros grupos los llevaron con la pretensión de un salvoconducto, y que, por esto mismo, se dirigían felices en su viaje; pero cuando los pérfidos papistas los hubieron llevado a un lugar conveniente, los mataron allí de la forma más cruel.
Ciento quince hombres, mujeres y niños fueron llevados, por orden de Sir Phelim O'Neal, al puente Portadown, donde fueron todos forzados río adentro, y ahogados. Una mujer llamada Campbell, al no ver posibilidad alguna de huida, se abrazó repentinamente a uno de los principales papistas, y lo asió tan firmemente que ambos se ahogaron juntos.
En Killyman hicieron una matanza de cuarenta y ocho familias, de las que veintidós fueron quemadas juntas en una casa. El resto fueron colgados, muertos a tiros, o ahogados.
En Kilmore, todos los habitantes, alrededor de doscientas familias, cayeron víctimas de la furia de los perseguidores. Algunos de ellos fueron puestos en el cepo hasta que confesaron donde tenían su dinero. Y después de esto, los mataron. Todo el condado era una escena general de carnicería, y muchos miles perecieron, en poco tiempo, por la espada, el hambre, el fuego, el agua, y las muertes más crueles que pudiera inventar la furia y la maldad.
Estos sanguinarios desalmados mostraron tan gran favor para con algunos como para despacharlos rápidamente; pero no quisieron en absoluto permitirles que oraran. A otros los echaron en inmundas mazmorras, poniendo pesados herrajes en sus piernas y dejándolos allí hasta que murieron de hambre.
En Carseles echaron a todos los protestantes en una inmunda mazmorra, donde los tuvieron juntos, durante varias semanas, en la mayor miseria. Al final fueron liberados, siendo algunos de ellos bárbaramente mutilados y dejados en los caminos para morir lentamente. Otros fueron colgados, y algunos fueron sepultados derechos en el suelo, con las cabezas por encima de la tierra, y, para intensificar su desdicha, los papistas los escarnecían durante sus padecimientos. En el condado de Antrim asesinaron a cincuenta y cuatro protestantes en una mañana; y después, en el mismo condado, a alrededor de unos mil doscientos más.
En una ciudad llamada Lisnegary, obligaron a veinticuatro protestantes a entrar en una casa, incendiándola después, quemándolos a todos, escarneciendo con imitaciones los clamores de ellos.
Entre otros actos de crueldad tomaron a dos niños de una mujer inglesa, y les abrieron la cabeza delante de ella; después, echaron a la madre en el río, ahogándola. Trataron a muchos otros niños de forma semejante, para gran aflicción de sus padres y vergüenza de la naturaleza humana.
En Kilkeuny fueron muertos todos los protestantes sin excepción; y algunos de ellos de forma tan cruel como quizá jamás se había pensado.
Golpearon a una mujer inglesa con tal ferocidad que apenas le quedó un hueso entero; después de esto, la echaron a una acequia; pero no satisfechos con esto, tomaron a su niña, de unos seis años de edad, y destripándola la echaron a su madre, para languidecer allí hasta que muriera. Obligaron a un hombre a ir a Misa, tras lo que lo abrieron en canal, y lo dejaron así. Aserraron a otro, cortaron el cuello a su mujer, y después de haberle roto la cabeza a su hijo, un bebé, lo echaron a los cerdos, que lo devoraron ansiosos.
Después de cometer éstas y otras horrendas crueldades, tomaron las cabezas de siete protestantes, y entre ellas la de un piadoso ministro, fijándolas todas en la cruz del mercado. Pusieron una mordaza en la boca del ministro y le rajaron las mejillas hasta las orejas, entonces, poniéndole delante una hoja de la Biblia, le invitaban a leer, porque tenía la boca bien grande. Hicieron varias otras cosas para escarnio, expresando una gran satisfacción al haber asesinado y expuesto así a estos infelices protestantes
Es imposible concebir el placer que estos monstruos experimentaban al ejercer su crueldad. Para intensificar la desdicha de los que caían en sus manos, les decían, mientras los degollaban «Al diablo con tu alma.» Uno de estos desalmados entraba en una casa Con las manos ensangrentadas, jactándose de que era sangre inglesa, y que su espada había pinchado las blancas pieles de los protestantes, hasta la empuñadura Cuando cualquiera de ellos había dado muerte a un protestante, los otros venían y se satisfacían cortando y mutilando el cuerpo; después los dejaban expuestos para ser devorados por los perros; cuando hubieron muerto un número de ellos, se jactaban de que el diablo les estaba en deuda, por haberle enviado tantas almas al infierno. No es de asombrarse que trataran así a aquellos inocentes cristianos, cuando no dudaban en blasfemar contra Dios y Su santísima Palabra.
En un lugar quemaron dos Biblias protestantes, y luego dijeron que habían quemado fuego del infierno. En la iglesia en Powerscourt quemaron el púlpito, los bancos, cofres y las Biblias que estaban allí. Tomaron otras Biblias, y después de mojarlas con aguas sucias, las lanzaron en los rostros de los protestantes, diciéndoles: «Sabemos que os gusta una buena lección; ésta es excelente; venid mañana, y tendréis un buen sermón como éste.»
Arrastraron a algunos de los protestantes por los cabellos hacia la iglesia, donde los desnudaron y azotaron de la forma más cruel, diciéndoles, al mismo tiempo, que si acudían al día siguiente oirían el mismo sermón.
En Munster dieron muerte a varios ministros de la manera más terrible. A uno, en particular, lo desnudaron totalmente, y lo fueron empujando delante de ellos, pinchándole con espadas y dardos, hasta que cayó y murió.
En algunos lugares sacaron los ojos y cortaron las manos de los protestantes, dejándolos luego sueltos por los campos, donde lentamente tuvo fin su mísera existencia. Forzaron a muchos jóvenes a llevar a sus padres ancianos a un río, donde eran ahogados; a mujeres a ayudar a colgar a sus maridos; y a madres a cortar el cuello a sus hijos.
En un lugar obligaron a un joven a dar muerte a su padre, y acto seguido lo colgaron a él. En otro lugar forzaron a una mujer a matar a su marido, luego forzaron al hijo a matarla a ella, y finalmente lo mataron a él de un tiro en la cabeza.
En un lugar llamado Glaslow, un sacerdote papista, con algunos otros, prevalecieron sobre cuarenta protestantes para que se reconciliaran con la Iglesia de Roma. Apenas si lo habían hecho que les dijeron que estaban en la buena fe, y que ellos impedirían que se apartaran de ella y que se volvieran herejes, echándolos de este mundo, lo que hicieron de inmediato cortándoles el cuello.
En el condado de Tipperary, más de treinta protestantes, hombres, mujeres y niños, cayeron en manos de los papistas, que, después de desnudarlos, los asesinaron a pedradas, con picas, espadas y otras armas.
En el condado de Mayo, unos sesenta protestantes, quince de ellos ministros, debían ser, bajo pacto, llevados sanos y salvos a Calway por un tal Edmund Bute y sus soldados; pero este inhumano monstruo sacó la espada por el camino, como indicación acerca de sus propósitos para el resto, y asesinaron a todos, algunos de los cuales fueron apuñalados, otros fueron traspasados con picas, y varios fueron ahogados.
En el Condado de Que en, gran número de protestantes fueron muertos de la manera más atroz. Cincuenta o sesenta fueron puestos juntos en una casa, que fue incendiada, y todos murieron en medio de las llamas. Muchos fueron desnudados y atados a caballos con cuerdas rodeándoles las cinturas, y fueron arrastrados por ciénagas hasta morir. Otros fueron atados al tronco de un árbol, con una rama encima. Sobre esta rama colgaba un brazo, que sustentaba principalmente el peso del cuerpo, mientras que una de las piernas era torcida arriba y atada al tronco, y la otra colgaba. Permanecían en esta postura terrible y difícil mientras estuvieran vivos, constituyendo un placentero espectáculo para sus sanguinarios perseguidores.
En Clownes, diecisiete hombres fueron enterrados vivos; y un inglés, su mujer, cinco niños y una criada fueron todos colgados juntos, y después echados a una acequia. Colgaron a muchos por los brazos de ramas de árboles, con un peso en sus pies; y otros por la cintura, postura en la que quedaron hasta morir. Varios fueron colgados de molinos de viento, y antes que estuvieran medio muertos, aquellos bárbaros los despedazaron con sus espadas. Otros, hombres, mujeres y niños, fueron cortados y despedazados en varias formas, y dejados bañados en su sangre para morir donde cayeran. A una pobre mujer la colgaron de una horca, con su hijo, un bebé de doce meses, que fue colgado del cuello con el cabello de su madre, y de esta manera acabó su breve pero trágica existencia.
En el condado de Tyrone, no menos de trescientos protestantes fueron ahogados en un día; y muchos otros fueron colgados, quemados y muertos de otras maneras. El doctor Maxwell, rector de Tyrone, vivía en aquel tiempo cerca de Armagh, y sufrió enormemente a causa de estos implacables salvajes. Esta persona, en su interrogatorio, dado bajo juramento ante los comisionados del rey, declaró que los papistas irlandeses habían reconocido delante de él que, en varias acciones, habían matado a 12.000 protestantes en un lugar, a los que degollaron inhumanamente en Glynwood, cuando huían del condado de Armagh.
Como el río Barin no podía ser vadeado, y el puente estaba roto, los irlandeses forzaron a ir allí a gran número de protestantes desarmados e indefensos, y con picas y espadas echaron violentamente a unos mil al río, donde perecieron sin remedio.
Tampoco escapó la catedral de Armagh de la furia de estos bárbaros, siendo incendiada maliciosamente por sus cabecillas, y quemada a ras del suelo. Y para extirpar, si fuera posible, la raza misma de aquellos infelices protestantes que vivían en o cerca de Armagh, los irlandeses quemaron todas sus casas, y luego reunieron a muchos cientos de aquella gente inocente, jóvenes y mayores, con el pretexto de darles una guardia y un salvoconducto hasta Colerain, pero lanzándose sobre ellos por el camino, y asesinándolos inhumanamente.
Horrendas barbaridades como las que acabamos de señalar fueron practicadas contra los pobres protestantes en casi todas partes del reino; cuando posteriormente se hizo una valoración del número de los que fueron sacrificados para dar satisfacción a las diabólicas almas de los papistas, se elevó a ciento cincuenta mil.
Estos miserables desalmados, enardecidos y arrogantes por el éxito (aunque mediante métodos acompañados de atrocidades enormes como quizá no hayan visto igual) pronto tomaron posesión del castillo de Newry, donde se guardaban las provisiones y municiones del rey; y con bien poca dificultad se adueñaron de Dundalk. Después tomaron la ciudad de Ardee, donde asesinaron a todos los protestantes, siguiendo luego a Drogheda. La guarnición de Drogheda no estaba en condiciones de soportar un sitio, a pesar de lo cual, cada vez que los irlandeses renovaban sus ataques, eran vigorosamente rechazados por un número muy desigual de las fuerzas reales, y unos pocos fieles ciudadanos protestantes bajo Sir Henry Tichbome, el gobernador, ayudado por Lord Vizconde Moore. El sitio de Drogheda comenzó el treinta de noviembre de 1641, y se mantuvo hasta el cuatro de marzo de 1642, cuando Sir Phelim O'Neal y los rebeldes irlandeses bajo su mando se vieron obligados a retirarse.
En aquel tiempo fueron enviados diez mil soldados desde Escocia a los protestantes que quedaban en Irlanda, y que apropiadamente distribuidos en las partes principales del reino, felizmente anularon el poder de los asesinos irlandeses; después de esto los protestantes vivieron tranquilos durante cierto tiempo.
En el reinado del Rey Jacobo II su tranquilidad se vio, empero, interrumpida otra vez, porque en un parlamento celebrado en Dublín en el año 1689, muchos de los nobles, del clero y de los gentiles hombres de Irlanda fueron acusados de alta traición. El gobierno del reino estaba, en aquel tiempo, en manos del conde de Tyrconnel, un fanático papista, e implacable enemigo de los protestantes. Por orden de él, fueron de nuevo perseguidos en varias partes del reino. Se confiscaron las rentas de la ciudad de Dublín, y la mayoría de las iglesias fueron transformadas en cárceles. Si no hubiera sido por la decisión y valentía no común de las guarniciones en la ciudad de Londonderry y de la ciudad de Inniskillin, no habría quedado ni un lugar de refugio para los protestantes en todo el reino, sino que todo habría caído en manos del Rey Jacobo y del frenético partido papista que lo dominaba.
El célebre asedio de Londonderry comenzó el dieciocho de abril de 1689, impuesto por una tropa de veintidós mil papistas, la flor del ejército irlandés. La ciudad no estaba equipada de manera apropiada para aguantar un asedio, siendo sus defensores un cuerpo de protestantes sin instrucción militar que habían buido allí para refugiarse, y medio regimiento de los disciplinados soldados de Lord Mountjoy, con la principal parte de los habitantes, ascendiendo sólo a siete mil trescientos sesenta y uno el número de hombres capaces de llevar armas.
Los asediados esperaban al principio que sus provisiones de trigo y otros víveres les serían suficientes, pero con la continuación del asedio aumentaron sus necesidades, y al final se hicieron tan intensas que por un tiempo considerable antes de levantarse el sitio la ración semanal de un soldado era medio litro de cebada basta, una pequeña cantidad de verduras, unas pocas cucharadas de fécula, y una porción muy moderada de carne de caballo. Y al final quedaron reducidos a tal extremidad que comieron perros, gatos y ratones.
Aumentando sus sufrimientos con el asedio, muchos desfallecían y desmayaban de hambre y necesidad, o caían muertos por las calles. Y es destacable que cuando sus socorros tan largamente esperados llegaron de Inglaterra, estaban ya a punto de quedar reducidos a esta alternativa: O bien preservar sus vidas comiéndose unos a otros, o tratar de abrirse paso luchando contra los irlandeses, lo que indefectiblemente habría significado su destrucción.
Sus socorros fueron transportados con buen suceso por el barco Mountjoy de Derry, y el Phoenix de Colerain, cuando sólo les quedaban nueve delgados caballos y algo menos de medio litro de harina para cada hombre. Debido al hambre y a las fatigas de la guerra, sus siete mil trescientos sesenta y un hombres sobre las armas quedaron reducidos a cuatro mil trescientos hombres, una cuarta parte de los cuales quedaron inutilizados.
Así como las calamidades de los asediados fueron grandes, también lo fueron los terrores y padecimientos de sus amigos y parientes protestantes, todos los cuales (incluso mujeres y niños) fueron empujados a la fuerza desde la región en un radio de treinta millas, e inhumanamente reducidos a la triste necesidad de estar varios días y noches sin alimento ni abrigo, delante de las murallas de la ciudad, viéndose así expuestos tanto al continuo fuego del ejército irlandés desde fuera corno como a los disparos de sus amigos desde dentro.
Pero los socorros llegados desde Inglaterra pusieron feliz término a sus sufrimientos; y el sitio fue levantado el treinta y uno de julio, habiendo tenido una duración de tres meses.
El día antes de que se levantara el asedio de Londonderry, los Inniskillers entablaron batalla con un cuerpo de seis mil católicos romanos irlandeses, en Newton, Builer o Crown-Castle, muriendo cinco mil de ellos. Esto, junto con la derrota ante Londonderry, desalentó a los papistas, y abandonaron todo intento posterior de perseguir a los protestantes.
Al año siguiente, esto es, 1690, los irlandeses tomaron armas en favor del príncipe depuesto, Rey Jacobo II, pero fueron totalmente derrotados por su sucesor el Rey Guillermo III Aquel monarca, antes de dejar el país, lo redujo a la sumisión, estado en el que han continuado desde entonces.

Pero, a pesar de todo esto, la causa protestante está ahora sobre una base mucho más fuerte que hace un siglo. Los irlandeses, que habían llevado anteriormente una vida inestable y vagabunda, en los bosques, las turberas y los montes, viviendo del bandidaje contra sus semejantes, aquellos que por la mañana se apoderaban del botín, y por la noche repartían los despojos, se han vuelto, ya desde hace muchos años, pacíficos y civilizados. Gustan de los bienes de la sociedad inglesa, y de las ventajas del gobierno civil. Comercian en nuestras ciudades, y están empleados en nuestras manufacturas. Son también recibidos en las familias inglesas, y tratados con gran humanidad por los protestantes.