INTRODUCCIÓN
La
prematura muerte del célebre y joven monarca Eduardo VI causó acontecimientos
de lo más extraordinarios y terribles que jamás hubieran tenido lugar desde los
tiempos de la encarnación de nuestro bendito Señor y Salvador en forma humana.
Este triste acontecimiento se convirtió pronto en un tema de general
lamentación.
La
sucesión al trono británico llegó pronto a ser objeto de disputa, y las escenas
que se sucedieron fueron una demostración de la seria aflicción en la que
estaba envuelto el reino. Conforme fueron desarrollándose más y más las
consecuencias de esta pérdida para la nación, el recuerdo de su gobierno vino a
ser más y más un motivo de gratitud generalizada. La terrible perspectiva que
pronto se presentó a los amigos de la administración de Eduardo, bajo la
dirección de sus consejeros y siervos, vino a ser algo que las mentes
reflexivas se vieron obligadas a contemplar con la más alarmada aprensión. La
rápida aproximación que se hizo a una total inversión de las actuaciones del
reinado del joven rey mostraba los avances que de esta manera iban a una
resolución total en la dirección de las cuestiones públicas tanto en la Iglesia
como en el estado.
Alarmados
por la condición en la que probablemente se iba a encontrar involucrado el
reino por la muerte del rey, el intento por impedir las consecuencias, que se
veían sobrevenir con mucha claridad, produjo los más serios y fatales efectos.
El rey, en su larga y prolongada enfermedad, fue inducido a hacer testamento,
en el que otorgaba la corona inglesa a Lady Jane, hija del duque de Suftolk,
que se había casado con Lord Guilford, hijo del duque de Northumberland, y que
era nieta de la segunda hermana del rey Enrique, casada con Carlos, duque de
Suffolk.
Por
este testamento se pasó por alto la sucesión de María y Elizabeth, sus dos
hermanas, por el temor a la vuelta al sistema del papado; y el consejo del rey,
con los jefes de la nobleza, el alcalde mayor de la ciudad de Londres, y casi
todos los jueces y los principales legisladores del reino, firmaron sus nombres
a este documento, como sanción a esta medida. El Lord principal de la Justicia,
aunque verdadero protestante y recto juez, fue el único en negarse a poner su
nombre en favor de Lady Jane, porque ya había expresado su opinión de que María
tenía derecho a tomar las riendas del gobierno.
Otros
objetaban a que María fuera puesta en el trono, por los temores que tenían de
que pudiera casarse con un extranjero, y con ello poner a la corona en
considerable peligro. También la parcialidad que ella mostraba en favor del
papismo dejaba bien pocas dudas en las mentes de muchos de que sería inducida a
avivar los intereses del Papa y a cambiar la religión que había sido usada
tanto en los días de su padre, el Rey Enrique, como en los de su hermano
Eduardo; porque durante toda este tiempo había ella manifestado una gran
terquedad e inflexibilidad, como ha de ser evidente en base de la carta que
envió a los lores del consejo, por la que presentó sus derechos a la corona a
la muerte de su hermano.
Cuando
ésta tuvo lugar, los nobles, que se habían asociado para impedir la sucesión de
María, y que habían sido instrumentos en promover y quizá aconsejar las medidas
de Eduardo, pasaron rápidamente a proclamar a Lady Jane Gray como reina de
Inglaterra, en la ciudad de Londres y en varias otras ciudades populosas del
reino. Aunque era joven, poseía talentos de naturaleza superior, y su
aprovechamiento bajo un muy excelente tutor le había dado grandes ventajas.
Su
reinado sólo duró cinco días, porque María, consiguiendo la corona por medio de
falsas promesas, emprendió rápidamente la ejecución de sus expresas intenciones
de extirpar y quemar a cada protestante. Fue coronada en Westminster de la
manera usual, y su accesión fue la señal para el inicio de la sangrienta
persecución que tuvo lugar.
Habiendo
obtenido la espada de la autoridad, no fue remisa en emplearla. Los partidarios
de Lady Jane Gray estaban destinados a sentir su fuerza. El duque de
Northumberland fue el primero en experimentar su salvaje resentimiento. Después
de un mes de encierro en la Torre fue condenado, y llevado al cadalso para
sufrir como traidor. Debido a la variedad de sus crímenes debidos a una sórdida
y desmesurada ambición, murió sin que nadie se compadeciera de él ni lo
lamentara.
Los
cambios que se sucedieron con toda celeridad declararon de manera inequívoca
que la reina era desafecta al actual estado de la religión. El doctor Poynet
fue desplazado para dejar sitio a Gardiner como obispo de Winchester, el cual
recibió también el importante puesto de Lord Canciller. El doctor Ridley fue
echado de la sede de Londres, y Bonne puesto en su lugar. J. Story fue echado
del obispado de Chichester, para poner allí al doctor Day. J. Hooper fue
enviado preso a Fleet, y el doctor Heath instalado en la sede de Worcester.
Miles Coverdale fue también echado de Exeter, y el doctor Vesie tomó su lugar
en aquella diócesis. El doctor Tonstail fue también ascendido a la sede de
Durham.
Al
observarse y señalarse estas cosas, fueron oprimiéndose y turbándose más y más
los corazones de los buenos hombres; pero los malvados se regocijaban. A los
embusteros tanto les daba como fuera la cuestión; pero aquellos cuyas
conciencias estaban ligadas a la verdad percibieron como se encendían las
hogueras que después deberían servir para destrucción de tantos verdaderos
cristianos.
LAS PALABRAS Y LA CONDUCTA DE LADY JANE GRAY EN EL CADALSO
La
siguiente víctima fue la gentil Lady Jane Gray, que, por su aceptación de la
corona ante las insistentes peticiones de sus amigos, incurrió en el implacable
resentimiento de María. Al subir al cadalso, se dirigió con estas palabras a
los espectadores: «Buena gente, he venido aquí a morir, y por una ley he sido
condenada a ello.
El
hecho contra la majestad de la reina era ilegitimo, y que yo accediera a ello;
pero acerca de la toma de decisión y el deseo de lo mismo por mi parte o en mi
favor, me lavó este día las manos en mi inocencia delante de Dios y delante de
vosotros, buena gente cristiana.» E hizo entonces el movimiento de fregarse las
manos, en las que tenía su libro. Luego les dijo: «Os pido a todos buena gente
cristiana, que me seáis testigos de que muero como buena cristiana, y que
espero ser salva sólo por la misericordia de Dios en la sangre de Su único Hijo
Jesucristo, y no por otro medio alguno: y confieso que cuando conocí la Palabra
de Dios, la descuidé, amándome a mi misma y al mundo, y por ello felizmente y
con merecimiento me ha sobrevenido esta plaga y castigo; pero doy gracias a
Dios que en Su bondad me ha dado de esta manera tiempo y descanso para
arrepentirme.
Y
ahora, buena gente, mientras estoy viva, os ruego que me auxiliéis con vuestras
oraciones.» Luego, arrodillándose, se dirigió a Feckenham, diciéndole: «¿Diré
este Salmo?» y él le dijo: «SI. » Entonces pronunció el Salmo Miserere mei
Deus, en inglés, de la forma más devota hasta el final; luego se levantó, y le
dio a su dama, la señora Ellen, sus guantes y su pañuelo, y su libro al señor
Bruges; luego se desató su vestido, y el verdugo se acercó para ayudarla a
sacárselo; pero ella, pidiéndole que la dejara sola, se volvió hacia sus dos
damas, que la ayudaron a quitárselo, y también le dieron un hermoso pañuelo con
el que vendarse los ojos.
Luego
el verdugo se arrodilló, y le pidió perdón, dándoselo ella muy bien dispuesta.
Luego le pidió que se pusiera de pie sobre la paja, y al hacerlo vio el tajo.
Entonces le dijo: «Te ruego que acabes conmigo rápidamente.» Luego se
arrodilló, diciendo: «¿Me descabezarás antes que le estire?» Y el verdugo le
dijo: «No, señora.» Entonces se vendó los ojos, y buscando el tajo a tientas,
dijo: «¿Qué voy a hacer? ¿Dónde está, dónde está?» Uno de los que estaban allí
la condujo, y ella puso la cabeza sobre el tajo, y luego dijo: «Señor, en tus
manos encomiendo mi espíritu.» Así acabo su vida, el año de nuestro Señor de
1554, el doce de febrero, teniendo alrededor de diecisiete años.
Así
murió Lady Jane; y aquel mismo día fue decapitado Lord Guilford, su marido, uno
de los hijos del duque de Nonhumberland; eran dos inocentes en comparación con
aquellos que estaban sobre ellos. Porque eran muy jóvenes, y aceptaron
ignorantemente aquello que otros habían tramado, consintiendo que por
proclamación pública fuera arrebatado a otros para que les fuera dado a ellos.
Acerca
de la condenación de esta piadosa dama, se debe recordar que el Juez Morgan,
que pronunció la sentencia contra ella, cayó loco poco después de haberla
condenado, y en sus delirios clamaba continuamente que le quitaran a Lady Jane
de delante de él, y así acabo su vida.
El
veintiuno del mismo mes, Enrique duque de Suffolk fue decapitado en la Torre,
el cuarto día después de su condena; en aquel mismo tiempo muchos caballeros e
hidalgos fueron condenados, de los que algunos fueron ejecutados en Londres, y
otros en otros condados. Entre ellos se encontraba Lord Thomas Gray, hermano
del duque de Suffolk, que fue apresado no mucho tiempo después en el norte de
Gales, y ejecutado por la misma causa. Sir Nicholas Throgmorton escapó muy
apuradamente.
JOHN ROGERS, VICARIO DEL SANTO SEPULCRO, Y LECTOR DE SAN PABLO EN
LONDRES
John
Rogers se educó en Cambridge, y fue después muchos años capellán de los
mercaderes desplazados a Amberes, en Brabante. Allí conoció al célebre mártir
William Tyndale, y a Miles Coverdale, ambos voluntariamente exiliados de su
país por su aversión a la superstición e idolatría papal. Ellos fueron los
instrumentos de su conversión, y se unió con ellos en la producción de aquella
traducción de la Biblia al inglés conocida como «Traducción de Thomas Mathew.»
Por
las Escrituras supo que los votos ilegítimos podían ser legítimamente
quebrantados; por ello contrajo matrimonio y se dirigió a Wittenberg, en
Sajonia, para aumentar sus conocimientos; allí aprendió la lengua alemana, y
recibió el encargo de una congregación, cargo que desempeñó fielmente durante muchos
años. Al acceder el Rey Eduardo al trono, se fue de Sajonia para impulsar la
obra de la Reforma en Inglaterra. Tras un tiempo, Nicholas Ridley, que era
entonces obispo de Londres, le hizo canónigo de la Catedral de San Pablo, y el
deán y el capítulo lo designaron lector allí de la lección de teología. Allí
continuó hasta la accesión al trono de la Reina María, cuando fueron
desterrados el Evangelio y la verdadera religión, e introducidos el Anticristo
de Roma, con su superstición e idolatría.
La
circunstancia de que el señor Rogers predicó en Paul's Cross, después que la
Reina María llegara a la Torre, ya ha sido relatada. Confirmó él en sus
sermones la doctrina enseñada en la época del Rey Eduardo, exhortando al pueblo
a guardarse de la abominación del papismo, de la idolatría y de la
superstición. Por esta razón fue llamado a dar cuenta, pero se defendió de
manera tan capaz que fue por el momento libertado.
Pero
la proclamación de la reina prohibiendo la verdadera predicación dio a sus
enemigos un nuevo asidero contra él. Por ello, fue llamado de nuevo ante el
consejo, y se le ordenó el arresto domiciliario. Se quedó entonces en su casa,
aunque hubiera podido escapar y fue cuando vio que el estado de la verdadera
religión era desesperado. Sabía que no le faltaría un sueldo en Alemania; y no
podía olvidar a su mujer y a sus diez hijos, ni dejar de tratar obtener los
medios para suplir a sus necesidades. Pero todas estas cosas fueron
insuficientes para inducirle a irse, y, cuando fue llamado a responder de la
causa de Cristo, la defendió firmemente, y puso su vida en peligro por esta
causa.
Después
de un largo encarcelamiento en su propia casa, el agitado Bonner, obispo de
Londres, lo hizo encerrar en Newgate, echándolo en compañía de ladrones y
asesinos.
Después
que el señor Rogers hubiera sufrido un estricto encarcelamiento durante largo
tiempo, entre ladrones, y habiendo sufrido muchos interrogatorios y un trato
muy poco caritativo, fue finalmente condenado de la manera más injusta y cruel
por Stephen Gardiner, obispo de Winchester, el cuatro de febrero del año 1555
de nuestro Señor. Un lunes por la mañana, fue repentinamente advertido por el
guarda de Newgate que se preparara para la hoguera. Estaba profundamente
dormido, y les costó mucho despertarlo.
Al
final, despierto y levantado, al ser apremiado a que se apresurara, dijo: «Si
es así, no hay necesidad de atarme las lazadas.» Así lo llevaron, primero al
obispo Bonner, para que lo degradara. Hecho esto, le hizo un solo ruego al
obispo Bonner, y Bonner le preguntó qué era. El señor Rogers le pidió poder
hablar un breve tiempo con su mujer antes de ser quemado; pero el obispo se
negó.
Cuando
llegó el momento de ser llevado de Newgate a Smithfield, donde iba a ser
ejecutado, un alguacil llamado Woodroofe se acercó al señor Rogers, y le
preguntó si quería retractarse de su abominable doctrina y de la mala opinión
acerca del Sacramento del altar. El señor Rogers respondió; «Lo que he
predicado lo sellaré con mi sangre.» Entonces Woodroofe le dijo: «Eres un
hereje.» «Esto se sabrá,» replicó el señor Rogers, «en el Día del Juicio.»
«Bien,» le dijo Woodroofe, «nunca oraré por ti.» «Pero yo si oraré por ti,» le
dijo el señor Rogers; así fue sacado aquel mismo día, el cuatro de febrero, y
llevado por los alguaciles hacia Smitlhlield, diciendo por el camino el Salmo
Miserere, y dejando al pueblo asombrado con su entereza, dando a Dios alabanzas
y gratitud por ello.
Allí,
en presencia del señor Rochester, controlador de la casa de la Reina, de Sir
Richard Southwell, ambos alguaciles y una gran multitud, fue reducido a
cenizas, lavándose las manos en la llama mientras ardía. Poco antes de ser
quemado le trajeron el indulto si se retractaba; pero rehusó de manera total.
El fue el primer mártir de toda la bendita compañía que sufrió en tiempos de la
Reina María que ardió en el fuego. Su mujer e hijos, once en total, diez que
podían caminar, y un bebé de pecho, lo fueron a ver por el camino cuando se
dirigía a Smithfield. El triste espectáculo de ver a su propia carne y sangre
no le movió sin embargo a debilidad, sino que aceptó su muerte con constancia y
ánimo, en defensa y en la batalla del Evangelio de Cristo.»
EL REV. LAWRENCE SAUNDERS
El
señor Saunders, después de pasar algún tiempo en la escuela de Eaton, fue escogido
para ir a King's College, en Cambridge, donde estuvo durante tres años,
creciendo en conocimientos y aprendiendo mucho por aquel breve espacio de
tiempo. Poco después se fue de la universidad y volvió a casa de sus padres,
pero pronto volvió a Cambridge para seguir estudiando, y comenzó a añadir al
conocimiento del latín el estudio de las lenguas griegas y hebrea, y se dio al
estudio de las Sagradas Escrituras, para capacitarse mejor para el oficio de
predicador.
Al
comienzo del reinado de Eduardo, cuando fue introducida la verdadera religión
de Dios, después de obtener licencia comenzó a predicar, y fue tan del agrado
de los que entonces tenían autoridad, que lo designaron para leer una
conferencia de teología en el College de Fothringham. Al disolverse el College
de Fothringham, fue designado como lector de la catedral en Litchfield. Después
de un cierto tiempo, se fue de Litchfield a una prebenda en Leicestershire
llamada Church-langton, donde tuvo residencia, enseñó con diligencia, y mantuvo
casa abierta.
De
allí fue llamado a tomar una prebenda en la ciudad de Londres llamada Todos
Santos, en Bread Street. Después de esto predicó en Northampton, nunca
mezclándose con el estado, sino pronunciando abiertamente su conciencia contra
las doctrinas papistas que podían pronto volver a levantar cabeza en
Inglaterra, como una justa peste por el poco amor que mostraba la nación
inglesa entonces por la bendita Palabra de Dios, que les había sido ofrecida de
manera tan abundante.
El
partido de la reina se encontraba allí, y al oírle se sintieron ofendidos por
su sermón, y por ello lo tomaron preso. Pero en parte por amor a sus hermanos y
amigos, que eran los principales agentes de la reina entre ellos, y en parte
porque no había quebrantado ley alguna con su predicación, lo dejaron ir.
Algunos
de sus amigos, al ver aquellas terribles amenazas, le aconsejaron que huyera
del reino, lo que él rehusó hacer. Pero al ver que se le iba a privar por
medios violentos hacer el bien en aquel lugar, volvió a Londres a visitar su
grey.
En
la tarde del domingo 15 de octubre de 1554, mientras leía en su iglesia para
exhortar a su pueblo, el obispo de Londres le interrumpió, enviando a un
alguacil para llevárselo.
Le
dijo el obispo que en su caridad se complacía en dejar pasar su traición y
sedición por entonces, pero que estaba dispuesto a demostrarlo hereje a él y a
todos los que enseñaban que la administración de los Sacramentos y todos los
órdenes de la Iglesia son más puros cuanto más se aproximen al orden de la
Iglesia primitiva.
Después
de una larga conversación acerca de esta cuestión, el obispo le pidió que
escribiera lo que creía acerca de la transubstanciación. Lawrence Saunders lo
hizo, diciendo: «Mi señor, vos buscáis mi sangre, y la tendréis; ruego a Dios
que seáis bautizado en ella de tal manera que desde entonces abominéis el
derramamiento de sangre y os volváis un hombre mejor.» Acusado de contumacia,
las severas réplicas del señor Saunders al obispo (que en tiempos pasados, para
obtener el favor de Enrique VIII había escrito y hecho imprimir un libro de
verdadera obediencia, en el que había declarado abiertamente que María era una
bastarda) lo irritaron de tal manera que exclamó: «Llevaos a este frenético
insensato a la prisión.»
Después
que este bueno y fiel mártir hubo estado encarcelado un año y tres meses, los
obispos finalmente lo llamaron, a él y a sus compañeros de prisión, para ser
interrogados ante el consejo de la reina.
Acabado
su interrogatorio, los oficiales lo sacaron del lugar, y se quedaron fuera
hasta que el resto de sus compañeros fueran igualmente interrogados, para
llevarlos todos juntos de nuevo a la cárcel.
Después
de su excomunión y entrega al brazo secular, fue llevado por el alguacil de
Londres al Competer, una cárcel en su propia parroquia de Bread Street, con lo
que se regocijó grandemente, porque allí encontró a un compañero de cárcel, el
señor Cardmaker, con quien tuvo muchas consoladoras conversaciones cristianas;
y porque cuando saliera de aquella cárcel, como antes en su púlpito, podría
tener la oportunidad de predicar a sus fieles. El cuatro de febrero, Bonner,
obispo de Londres, acudió a la cárcel para degradarlo; al día siguiente, por la
mañana, el alguacil de Londres lo entregó a ciertos miembros de la guardia de
la reina, que tenían orden de llevarlo a la ciudad de Coventry, para ser allí
quemado.
Cuando
hubieron llegado a Coventry, un pobre zapatero, que solía servirle con zapatos,
acudió a él, y le dijo: «Oh mi buen señor, que Dios le fortaleza y consuele.»
«Buen zapatero,» le contestó el señor Saunders, «te pido que ores por mí,
porque soy el hombre más inapropiado que jamás haya sido designado para esta
elevada misión; pero mi Dios y Padre amante y lleno de gracia es suficiente
para hacerme tan fuerte como sea necesario. » Al día siguiente, el ocho de
febrero de 1555, fue llevado al lugar de la ejecución, en el parque a las
afueras de la ciudad. Fue en una vieja túnica y camisa, descalzo, y a menudo se
postraba en tierra para orar.
Cuando
llegaron cerca del lugar, el oficial designado para cuidarse de la ejecución le
dijo al señor Saunders que él era uno de los que hacían mal al reino de la
reina, pero que si se retractaba habría perdón para él. «No seré yo,» respondió
el santo mártir, «sino vosotros los que hacéis daño al reino. Lo que yo
sostengo es el bendito Evangelio de Cristo; lo creo, lo he enseñado, y jamás lo
revocaré.» Luego el señor Saunders se dirigió lentamente hacia el fuego, se
puso de rodillas en tierra y oró. Luego se levantó, abrazó la estaca, y dijo
varias veces: «¡Bienvenida, cruz de Cristo! ¡Bienvenida, vida eterna!»
Aplicaron entonces fuego a la pira, y él, abrumado por las terribles llamas,
cayó dormido en brazos del Señor Jesús.
La
historia, el encarcelamiento e interrogatorio del señor John Hooper, obispo de
Worcester y Gloucester.
John
Hooper, estudiante y graduado de la Universidad de Oxford, se sintió tan movido
con tan ferviente deseo a amar y conocer las Escrituras que se vio obligado a
irse de allí, y quedó en casa de Sir Thomas Arundel como mayordomo, hasta que
Sir Thomas se enteró de sus opiniones y religión, que él no favorecía en manera
alguna, aunque favorecía cordialmente su persona y condición y anhelaba ser su
amigo.
El
señor Hooper tuvo ahora la prudencia de abandonar la casa de Sir Thomas y se
fue a París, pero poco tiempo después volvió a Inglaterra, y fue acogido por el
señor Sentlow, hasta el momento en que de nuevo fue hostigado y perseguido, con
lo que volvió a pasar a Francia, y hacia las tierras altas de Alemania; allí,
entrando en contacto con hombres eruditos, recibió de ellos libre y afectuosa
hospitalidad, tanto en Basilea como especialmente en Zurich por el señor
Bullinger, que fue especialmente amigo suyo; allí también contrajo matrimonio
con su mujer, que era de Borgoña, y se aplicó diligentemente al estudio de la
lengua hebrea.
Al
final, cuando Dios tuvo el beneplácito de dar fin al sangriento tiempo de los
seis artículos y darnos al Rey Eduardo para reinar sobre este reino, con alguna
paz y reposo para la Iglesia, entre los muchos otros exiliados que volvieron a
la patria se encontraba también el señor Hooper, que volvió conscientemente, no
para ausentarse de nuevo, sino buscando el momento y la oportunidad,
ofreciéndose para impulsar la obra del Señor hasta los límites de su capacidad.
Cuando
el señor Hooper se hubo despedido del señor Bullinger y de sus amigos en
Zurich, se dirigió de vuelta a Inglaterra en el reinado del Rey Eduardo VI, y
llegando a Londres, empezó a predicar, la mayoría de los días dos veces, o al
menos una vez al día.
En
sus sermones, conforme a su costumbre, corregía el pecado y hablaba severamente
contra la iniquidad del mundo y los abusos corrompidos de la Iglesia. El pueblo
iba en grandes multitudes y grupos a oír su voz a diario, como si fuera el
sonido más melodioso y la música del arpa de Orfeo, de modo que a veces, cuando
predicaba, la iglesia estaba tan llena que no cabía ni una aguja. Era ferviente
en su enseñanza, elocuente en su palabra, perfecto en las Escrituras,
infatigable en su tarea, ejemplar en su vida.
Habiendo
predicado ante la majestad real, pronto fue designado obispo de Gloucester.
Prosiguió dos años en aquel cargo, y se comportó tan bien que sus enemigos no
pudieron hallar ocasión contra él, y después fue hecho obispo de Worcester.
El
doctor Hooper cumplió la función del más solicito y vigilante pastor por
espacio de dos años y algo más, mientras el estado de la religión, en el
reinado del Rey Eduardo, fue sano y floreciente.
Después
de haber sido citado a comparecer ante Bonner y el doctor Heath, fue llevado al
Consejo, acusado en falso de deber dinero a la reina, y en el año siguiente,
1554, escribió un relato de los duros tratos recibidos durante un confinamiento
de dieciocho meses en el Fleet, y después de su tercer interrogatorio, el 28 de
enero de 1555, en St. Mary Overy's, él, y el Rev. señor Rogers, fueron llevados
al Competer en Southwark, donde fueron dejados hasta el día siguiente a las
nueve de la mañana, para ver si se retractaban. «Venga, hermano Rogers,» le
dijo el doctor Hooper, «¿tenemos que tomar esta cuestión por nosotros, y
comenzar a ser asados en estas piras?» «Si, doctor.» dijo el señor Rogers, «por
la gracia de Dios.» «No tengas duda alguna,» contestó el doctor Hooper, «de que
Dios nos dará fuerzas; » y el pueblo aplaudía tanto su tenacidad que apenas si
podían pasar.
El
29 de enero, el obispo Hooper fue degradado y condenado, y el Rev. Señor Rogers
fue tratado de manera igual. Al oscurecer, el doctor Hooper fue llevado a
Newgate por medio de la ciudad; a pesar de este sigilo, mucha gente salió a sus
puertas con luces, saludándole y dando gracias a Dios por su constancia.
Durante los pocos días que estuvo en Newgate fue frecuentemente visitado por
Bonner y otros, pero sin éxito alguno. Tal como Cristo fue tentado, así le
tentaron a él, y luego informaron maliciosamente que se había retractado. El
lugar de su martirio fue fijado en Gloucester, con lo que se regocijó mucho,
levantando los ojos al cielo, y alabando a Dios que lo mandaba entre aquella
gente de la que era pastor, para confirmar allí con su muerte la verdad que
antes les había enseñado.
El
7 de febrero llegó a Gloucester, alrededor de las cinco de la tarde, y se alojó
en la casa de uno llamado Ingram. Después de dormir algo, se mantuvo en oración
hasta la mañana; y todo el día lo dedicó asimismo a la oración, excepto un poco
de tiempo en las comidas y cuando conversaba con aquellos que el guarda
gentilmente le permitía.
Sir
Anthony Kingston, que antes había sido un buen amigo del doctor Hooper, fue
designado por una carta de la reina para que presidiera la ejecución. Tan
pronto como vio al obispo prorrumpió en lágrimas. Con entrañables ruegos le
exhortó a vivir. «Cierto es que la muerte es amarga, y que la vida es dulce,»
le dijo el obispo, «pero, ¡ay!, considera que la muerte venidera es más amarga,
y que la vida venidera es más dulce.»
Aquel
mismo día un chico ciego recibió permiso para ser llevado a la presencia del
doctor Hooper. Aquel mismo chico había sufrido prisión en Gloucester, no hacía
mucho, por confesar la verdad. « ¡Ah, pobre chico!», le dijo el obispo: «aunque
Dios te haya quitado la vista externa, por la razón que Él sabrá mejor, sin
embargo ha dotado tu alma con la visión del conocimiento y de la fe. Que Dios
te dé gracia para que ores a Él continuadamente, para que no pierdas la vista,
porque entonces serías ciertamente ciego de cuerpo y alma.»
Mientras
el alcalde esperaba que se preparara para la ejecución, él expresó su total
obediencia, y sólo pidió que fuera un fuego rápido que diera fin a sus
tormentos. Después de levantarse por la mañana, pidió que no dejaran entrar a
nadie en la cámara, para poder estar a solas hasta la hora de la ejecución.
Hacia
las ocho de la mañana del 9 de febrero de 1555 fue sacado, y había miles de
personas congregadas, porque era día de mercado. A todo lo largo del camino,
teniendo órdenes estrictas de no hablar, y viendo al pueblo, que se lamentaba
amargamente por él, levantaba a veces los ojos al cielo, y miraba alegremente a
los que conocía; nunca le habían visto, durante todo el tiempo que había estado
entre ellos antes, con un semblante tan alegre e iluminado como en aquella
ocasión. Cuando llegó al lugar designado para le ejecución, contempló sonriente
la estaca y los preparativos hechos para él, cerca del gran olmo delante del
colegio de sacerdotes, donde solía predicar antes.
Ahora,
después de haber entrado en oración, trajeron una caja, y la pusieron sobre un
taburete. En la caja había el perdón de la reina si se retractaba. Al verla,
clamó: «¡Si amáis mi alma, quitad esto de ahí!» Al ser quitada la caja, dijo
Lord Chandois: «Ya veis que no hay remedio; terminad con él rápidamente.»
Ahora
dieron orden para que se encendiera el fuego. Pero debido a que no había más
leña verde que la que podían traer dos caballos, no se encendió rápidamente, y
también pasó bastante tiempo antes que prendieran las cañas sobre la leña. Al
final se prendió el fuego a su alrededor, pero habiendo mucho viento en aquel
lugar, y siendo una mañana glacial, apartaba la llama de su alrededor, por lo
que quedó poco más que tocado por el fuego.
Al
cabo de un rato se trajo leña seca, y se encendió un nuevo fuego con ascuas
(porque no había más cañas), y sólo se quemó la parte de abajo, pero no tenía
mucha llama por arriba, debido al viento, aunque le quemó el cabello y le
abrasó un poco la piel. Durante el tiempo de este fuego, ya desde la primera
llama, oró, diciendo mansamente, y no muy fuerte, como alguien sin dolor: «¡Oh
Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí y recibe mi alma» Cuando se hubo
apagado el segundo fuego, se frotó ambos ojos con las manos, y mirando a la
gente, les dijo con voz calmada y fuerte: «Por amor de Dios, buena gente, poned
más fuego!»; mientras tanto sus miembros inferiores ardían, pero las ascuas
eran tan pocas que la llama sólo chamuscaba sus partes superiores.
Encendieron
el tercer fuego al cabo de un rato, que era más intenso que los otros dos. En
este fuego él oró con voz alta: «¡Señor Jesús, ten misericordia de mí! ¡Señor
Jesús, recibe mi espíritu!» Y estas fueron las últimas voces que se le oyeron.
Pero cuando tenía la boca ennegrecida y su lengua estaba tan hinchada que no
podía hablar, sin embargo se movieron sus labios hasta que quedaron encogidos
sobre las encías, y se golpeaba el pecho con sus manos hasta que uno de sus
brazos se desprendió, y luego siguió golpeando con la otra, mientras que salía
la grasa, agua y sangre de los extremos de sus dedos; finalmente, al renovarse
el fuego, desaparecieron sus energías, y su mano se quedó fija tras golpear la
cadena sobre su pecho. Luego, inclinándose hacia adelante, entregó su espíritu.
Así
estuvo tres cuartos de hora o más en el fuego. Como un cordero, paciente,
soportó esta atroz tortura, ni moviéndose adelante ni atrás ni a ningún lado,
sino que murió tan apaciblemente como un niño en su cama. Y ahora reina, no
tengo duda alguna, como bendito mártir en los gozos del cielo, preparados para
los fieles en Cristo desde antes de la fundación del mundo, y por la constancia
de los cuales todos los cristianos deben alabar a Dios.
LA VIDA Y CONDUCTA DEL DOCTOR ROWLAND TAYLOR DE HADLEY
El
doctor Rowland Taylor, vicario de Hadley, en Suffolk, era hombre de eminente
erudición, y había sido admitido al grado de doctor de ley civil y canónica.
Su
adhesión a los principios puros e in corrompidos del cristianismo lo
recomendaron al favor y a la amistad del doctor Cranmer, arzobispo de
Canterbury, con quien vivió mucho tiempo, hasta que por medio de su interés
obtuvo la vicaría de Hadley.
No
sólo su palabra les predicaba, sino que toda su vida y conversación era un
ejemplo de vida cristiana no fingida y de verdadera santidad. Estaba exento de
soberbia; era humilde y gentil como un niño, de modo que nadie era tan pobre
que no pudiera recurrir a él como a un padre, con toda libertad; y su humildad
no era infantil o cobarde, sino que, cuando la ocasión lo demandaba y el lugar
lo precisaba, era firme en reprender el pecado y a los pecadores. Nadie era
demasiado rico para que él no fuera a reprende ríes claramente por sus faltas,
con reprensiones tan solemnes y graves como convenían a un buen cura y pastor.
Era un hombre muy gentil, sin rencor ni resentimientos ni mala voluntad hacia
nadie; estaba siempre dispuesto a hacer el bien a todos; perdonaba bien
dispuesto a sus enemigos, y nunca intentó hacer a nadie daño alguno.
Era,
para los pobres que eran ciegos, cojos, que estaban enfermos, echados en el
lecho de dolor, o que tenían muchos hijos, un verdadero padre, un protector
solícito, y un proveedor diligente, de manera que hizo que los fieles hicieran
un fondo general para ellos; y él mismo (además del alivio continuo que siempre
encontraban en su casa) daba una porción digna cada año al cepillo de las
ofrendas comunes. Su mujer era también una matrona honrada, discreta y sobria,
y sus hijos estaban bien educados, criados en el temor de Dios y en una buena
instrucción.
Era
buena sal de la tierra, con un sano mordiente para las formas corrompidas de
los malvados; luz en la casa de Dios, puesta en un candelero para que lo
imitaran y siguieran todos los hombres buenos.
Así
continuó este buen pastor entre su grey, gobernándolos y conduciéndolos a
través del desierto de este malvado mundo, todos los días de aquel santo e
inocente rey de bendita memoria, Eduardo VI. Pero a su muerte, y a la accesión
de la Reina María al trono, no escapó a la negra nube que se abatió también
sobre tantos; porque dos miembros de su parroquia, un abogado llamado Foster, y
un comerciante llamado Claik, guiados por un ciego celo, decidieron que se
celebrara la Misa, con todas sus formas de superstición, en la iglesia
parroquial de Hadley, el lunes antes de la Pascua.
El
doctor Taylor, entrando en la iglesia, lo prohibió estrictamente; pero Clark
echó al Doctor fuera de la iglesia, celebró la Misa e inmediatamente informó al
Lord Canciller, obispo de Winchester, de su conducta, el cual lo llamó a
comparecer y a dar respuesta a las acusaciones que se hacían contra él.
El
doctor, al recibir el llamamiento, se preparó bien dispuesto para obedecerlo,
rechazando el consejo de sus amigos para que huyera al otro lado del mar.
Cuando Gardiner vio al doctor Taylor, lo injurió, según era su hábito. El
doctor Taylor escuchó los insultos con paciencia, y cuando el obispo le dijo:
«¿Cómo te atreves a mirarme a la cara? ¿No sabes quién soy yo?», el doctor
Taylor le contestó: «Sois Stephen Gardiner, obispo de Winchester, y Lord
Canciller, pero sois sólo un hombre mortal. Pero si yo hubiera de temer vuestra
señorial apariencia, ¿por qué no teméis vosotros a Dios, el Señor de todos
nosotros? ¿Con qué rostro apareceréis ante el tribunal de Cristo, y
responderéis del juramento que hicisteis primero al Rey Enrique VIII, y después
a su hijo el Rey Eduardo VI?»
Siguió
una larga conversación, en la que el doctor Taylor habló tan mesurada y
severamente a su antagonista que éste exclamó: «¡Eres un blasfemo hereje! ¡En
verdad blasfemas contra el bendito Sacramento (y aquí se quitó el capelo) y
hablas en contra de la santa Misa, que es constituida sacrificio por los vivos
y los muertos!» después, el obispo lo entregó al tribunal real.
Cuando
el doctor Taylor llegó allí, encontró al virtuoso y diligente predicador de la
Palabra de Dios que era el señor Bradford, el cual igualmente dio gracias a
Dios por darle tal buen compañero de prisión; y ambos juntos alabaron a Dios, y
persistieron en oración, en la lectura, y en exhortarse mutuamente.
Después
que el doctor Taylor estuvo un tiempo en la cárcel, fue citado para comparecer
bajo las arcadas de la iglesia de Bow.
Condenado,
el doctor Taylor fue enviado a Clink, y los guardas de aquella cárcel
recibieron orden de tratarlo mal. Por la noche fue llevado a Poultry Competer.
Cuando
el doctor Taylor hubo permanecido en Competer alrededor de una semana, el
cuatro de febrero llegó Bonner para degradarlo, llevando consigo ornamentos pertenecientes
a la comedia de la misa; pero el Doctor rehusó aquellos disfraces, que
finalmente le fueron puestos a la fuerza.
La
noche después de ser degradado, su mujer lo visitó con su siervo John Hull y
con su hijo Thomas, y por la bondad de los carceleros pudieron cenar con él.
Después
de cenar, andando arriba y abajo, dio gracias a Dios por Su gracia, que le
había dado fortaleza para mantenerse en Su santa Palabra. Con lágrimas oraron
juntos, y se besaron. A su hijo Thomas le dio un libro latino que contenía los
dichos notables de los antiguos mártires, y al final del mismo escribió su
testamento: «Digo a mi esposa y a mis hijos: El Señor me dio a vosotros, y el
Señor me ha quitado de vosotros y a vosotros de mí: ¡Bendito sea el nombre del
Señor! Creo que son bienaventurados los que mueren en el Señor. Dios se cuida
de los pajarillos, y cuenta los cabellos de nuestras cabezas.
Le
he encontrado a Él más fiel y favorable que pueda serlo ningún padre o marido.
Por ello, confiad en Él por medio de los méritos de nuestro amado Salvador
Cristo; creed en El, amadle, temedle y obedecedle. Orad a Él, porque Él ha
prometido ayudar. No me consideréis muerto, porque ciertamente viviré y nunca
moriré. Voy delante, y vosotros me seguiréis después, a nuestro eterno hogar.»
Por
la mañana, el alguacil de Londres y sus oficiales fue a Competer a las dos de
la madrugada, y se llevó al doctor Taylor, y sin luz alguna lo llevó a
Woolsack, un mesón fuera de las murallas cerca de Aldgate. La mujer del doctor
Taylor, que sospechaba que aquella noche se llevarían a su marido, había estado
vigilando en el porche de la iglesia de St. Botolph, junto a Aldgate, teniendo
a sus dos hijas consigo, una, Elizabeth, que tenía trece años (la cual, dejada
huérfana de padre y madre, la había adoptado el doctor Taylor desde los tres
años de edad), y la otra, María, hija camal del doctor Taylor.
Ahora,
cuando el alguacil y su grupo llegaron frente a la iglesia de St. Botolph, Elizabeth
gritó, diciendo: «¡Padre querido! ¡Madre, madre, allí se están llevado a mi
padre!» Entonces la mujer gritó: Rowland, Rowland, ¿dónde estás?, porque era
una mañana sumamente oscura, y no podían verse bien unos a otros. El doctor
Taylor contestó: «Querida esposa, estoy aquí», y se detuvo. Los hombres del
alguacil lo habían empujado para hacerle proseguir el camino, pero el alguacil
dijo: «Deteneos un poco, señores, os ruego, y dejadle hablar con su mujer»;
entonces se detuvieron.
Entonces
ella se acercó a él, y él tomó a su hija María en sus brazos; y él, su mujer y Elizabeth
se arrodillaron y oraron la Oración del Señor, ante lo que el alguacil lloró
abiertamente, como también varios otros de la compañía. Después de haber orado,
se levantó y besó a su mujer, y le dio la mano, diciéndole: «Adiós, mi querida
esposa; aliéntate, porque tengo la conciencia en paz. Dios suscitará un padre
para mis hijas.»
A
todo lo largo del camino, el doctor Taylor estuvo gozoso y feliz, como
disponiéndose a ir al banquete o fiesta de bodas más esplendorosa. Les dijo
cosas muy notables al alguacil y a los caballeros de la guardia que le
llevaban, y a menudo los movió a lágrimas, con sus fervientes llamamientos al
arrepentimiento y a enmendar sus vidas malas y perversas. Otras varias veces
los hizo asombrar y gozarse, al verlo tan constante y firme, carente de temor,
gozoso de corazón, y feliz de morir.
Cuando
llegó a Aldham Common, el lugar donde debía sufrir, al ver tanta multitud
reunida, preguntó: «¿Cuál es este lugar, y para qué se ha reunido tanta gente
aquí?» Le respondieron: «Este lugar se llama Aldham Common, el lugar donde
debes sufrir; y esta gente ha venido a contemplarte” Entonces él dijo:
«¡Gracias a Dios, ya casi estoy en casa», y desmontó de su caballo, y con ambas
manos se arrancó el capuchón de la cabeza.
Su
cabello había sido rapado y recortado como se cortaba el cabello a los locos, y
el costo de esto lo había sufragado el buen obispo Bonner de su propio
bolsillo. Pero cuando el pueblo vio su reverendo y anciano rostro, con una
larga barba blanca, prorrumpieron todos en lágrimas, llorando y clamando:
«¡Dios te salve, buen doctor Taylor! ¡Que Jesucristo te fortalezca y te ayude!
¡Que el Espíritu Santo te conforte!», y otros buenos deseos parecidos.
Cuando
hubo orado, fue a la estaca y la besó, y entró en un barril de brea que habían
puesto para que se metiera en él, y se puso de pie dándole la espalda a la
estaca, con las manos plegadas juntas, y los ojos al cielo, y orando de
continuo.
Luego
le ataron con las cadenas, y habiendo puesto la leña, uno llamado Warwick le
echó cruelmente una gavilla de leña encima que le golpeó en la cabeza y le
cortó el rostro, de manera que le manó la sangre. Entonces le dijo el doctor
Taylor: «Amigo, ya tengo suficiente daño; ¿para qué esto?»
Sir
John Shelton estaba cerca mientras el doctor Taylor hablaba, y al decir el
Salmo Miserere en latín, le golpeó en los labios: «Granuja,» le dijo, «habla en
latín: te obligaré.» Al final encendieron el fuego, y el doctor Taylor,
levantando ambas manos, clamando a Dios, dijo: «¡Misericordioso Padre del
cielo! ¡Por causa de Jesucristo, mi Salvador, recibe mi alma en tus manos!» Así
se quedó entonces sin gritar ni moverse, con las manos juntas, hasta que Soyce
le hirió en la cabeza con una alabarda hasta que se derramaron sus sesos y el
cadáver cayó dentro del luego.
Así
entregó este hombre de Dios su bendita alma en manos de su misericordioso
Padre, y a su amadísimo Salvador Jesucristo, a quien amó tan enteramente, y
había predicado tan fiel y fervorosamente, siguiéndole obedientemente en su
vida, y glorificándole constantemente en su muerte.
EL MARTIRIO DE WILLIAM HUNTER
William
Hunter había sido instruido en las doctrinas de la Reforma desde su más tierna
infancia, descendiendo de padres religiosos que le instruyeron solícitamente en
los principios de la verdadera religión.
Hunter,
que tenía entonces diecinueve años, rehusó recibir la comunión en la Misa, y
fue amenazado con ser llevado delante del obispo, ante quien este valiente
joven mártir fue llevado por un policía.
Bonner
hizo llevar a William a una sala, y allí comenzó a razonar con él,
prometiéndole seguridad y perdón si se retractaba. Incluso se habría contentado
con que fuera sólo a recibir la comunión y a la confesión, pero William no
estaba dispuesto a ello ni por todo el mundo.
Por
esto, el obispo ordenó a sus hombres que pusieran a William en el cepo en su
casa en la puerta, donde quedó dos días y dos noches, con sólo una corteza de
pan negro y un vaso de agua, que él ni tocó.
Al
final de los dos días, el obispo fue a él, y hallándolo firme en su fe, lo
envió a la cárcel de convictos, ordenando al carcelero que le cargara de tantas
cadenas como pudiera llevar. Quedó en la prisión por nueve meses, durante los
que compareció cinco veces ante el obispo, además de la ocasión en que fue
condenado en el consistorio en San Pablo, el 9 de febrero, ocasión en la que
estuvo presente su hermano Robert Hunter.
Entonces
el obispo llamó a William, y le preguntó si estaba dispuesto a retractarse, y
al ver que permanecía inamovible, pronunció sentencia contra él de que debía ir
desde aquel lugar a Newgate por un tiempo, y luego a Brentwood, para ser
quemado allí.
Al
cabo de un mes, William fue enviado a Brentwood, donde iba a ser ejecutado. Al
llegar a la estaca, se arrodilló y leyó el Salmo Cincuenta y Uno, hasta que
llegó a estas palabras: «Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado:
Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.» Firme en rehusar
el perdón de la reina si apostataba, finalmente un alguacil llamado Richard
Ponde acudió y le apretó una cadena alrededor de él.
William
echó ahora su salterio en manos de su hermano, que le dijo: «William, medita en
la santa pasión de Cristo, y no temas a la muerte.» «He aquí,» respondió
William, «no tengo miedo.» Luego levantó sus manos al cielo, y dijo: «Señor,
Señor, Señor, recibe mi espíritu», e inclinando la cabeza hacia el asfixiante
humo, entregó su vida por la verdad, sellándola con su sangre para alabanza de
Dios.
EL DOCTOR ROBERT FARRAR
Este
digno y erudito prelado, obispo de St. David's en Gales, se había mostrado muy
celoso en el anterior reino, como también desde la accesión de María, en
impulsar las doctrinas reformadas y en denunciar los errores de la idolatría
papista, y fue llamado, entre otros, para comparecer ante el perseguidor obispo
de Winchester y otros comisionados designados para esta abominable obra de
devastación y matanza.
Sus
principales acusadores y perseguidores, sobre una acusación de traición a la
corona durante el reinado de Eduardo VI, fueron su criado George Constantine
Walter; Thomas Young, chantre de la catedral y después obispo de Bangor, etc.
el doctor Farrar respondió capazmente a las copias de la denuncia que le
dieron, consistente en cincuenta y seis artículos. Todo el proceso judicial fue
largo y tedioso.
Hubo
retraso tras retraso, y después que el doctor Farrar hubiera estado
injustamente detenido en custodia, bajo el reinado del Rey Eduardo, porque
había sido ascendido por el duque de Somerset, por lo que después de su caída
encontró menos amigos para apoyarle en contra de los que querían su obispado al
llegar la Reina María, fue acusado e interrogado no por cuestión alguna de
traición, sino por su fe y doctrina; por este motivo fue hecho comparecer ante
el obispo de Winchester con el Obispo Hooper, y los señores Rogers, Bradford,
Saunders, y otros el 4 de febrero de 1555; aquel mismo día también habría sido
condenado con ellos, pero su condena fue aplazada, y fue enviado de nuevo a la
cárcel, donde continuó hasta el 14 de febrero, siendo después enviado a Gales a
recibir la sentencia.
Fue
seis veces hecho comparecer delante de Henry Morgan, obispo de St. David's, que
le pidió que abjurara; esto lo rechazó lleno de celo, apelando al cardenal
Pole; a pesar de esto, el obispo, lleno de ira, lo declaró hereje incomunicado,
y lo entregó al brazo secular.
El
doctor Farrar, condenado y degradado, fue no mucho tiempo después llevado al
lugar de ejecución en la ciudad de Carmathen, en cuyo mercado, al sur de la
cruz del mercado, sufrió con gran entereza los tormentos del fuego el 30 de
marzo de 1555, que era el sábado antes del Domingo de Pasión.
Acerca
de su constancia, se dice que un tal Richard Jones, hijo de un caballero del
rey, se acercó al doctor Farrar poco antes de su muerte, pareciendo lamentar el
dolor de la muerte que iba a sufrir; el obispo le respondió que si le veía una
vez agitarse en los dolores de su suplicio, podría entonces no dar crédito a su
doctrina; y lo que dijo lo mantuvo, quedándose imperturbable, hasta que un tal
Richard Graveil lo abatió con un garrote.
EL MARTIRIO DE RAWLINS WHITE
Rawlins
White era pescador de vocación y ocupación, y vivió y se mantuvo de esta
profesión por espacio de veinte años al menos, en la ciudad de Cardiff, donde
tenía buena reputación entre sus vecinos.
Aunque
este buen hombre carecía de instrucción, y era además muy sencillo, le plugo a
Dios quitarlo del error de la idolatría y llevarlo al conocimiento de la
verdad, por medio de la bendita Reforma en el reinado de Eduardo. Hizo que
enseñaran a su hijo a leer el Inglés, y después que el pequeño pudo leer
bastante bien, su padre le hacía leer cada día una porción de las Sagradas
Escrituras, y de vez en cuando alguna parte de un buen libro.
Tras
haberse mantenido en esta confesión por cinco años, murió el Rey Eduardo, y a
su muerte accedió la Reina María, y con ella se introdujeron toda clase de
supersticiones. White fue apresado por los oficiales de la ciudad como
sospechoso de herejía, llevado ante el obispo Llandaff, y encarcelado en
Chepstow, y al final llevado al castillo de Cardiff, donde estuvo por espacio
de un año entero. Llevado ante el obispo en su capilla, le aconsejó a que se
retractara, combinando promesas y amenazas. Pero como Rawlins no estaba
dispuesto a retractarse de sus creencias, el obispo le dijo llanamente que
debería proceder contra él por ley, y condenarlo como hereje.
Antes
de pasar a esta extremidad, el obispo propuso que se hiciera oración por su
conversión. «Esta es,» dijo White, «una actuación digna de un obispo digno, y
si vuestra petición es piadosa y recta, y oráis como debéis, es indudable que Dios
os oirá; orad, pues, a vuestro Dios, y yo oraré a mi Dios.» Cuando el obispo y
su grupo terminaron sus oraciones, le preguntó ahora a Rawlins si estaba
dispuesto a retractarse. «Veréis,» dijo él, «que vuestra oración no os ha sido
concedida, porque yo permanezco igual que antes; y Dios me fortalecerá en apoyo
de Su verdad.» Después el obispo probo cómo iría diciendo Misa, pero Rawlins
llamó a toda la gente como testigos de que él no se inclinaba ante la hostia.
Terminada
la Misa, Rawlins fue llamado de nuevo, y el obispo empleó muchas persuasiones,
pero el bienaventurado hombre se mantuvo tan firme en su anterior confesión que
de nada sirvieron los razonamientos del obispo. Entonces el obispo hizo que se
leyera su sentencia definitiva, y al acabarse la lectura Rawlins fue llevado de
nuevo a Cardiff, a una abominable cárcel de la ciudad llamada Cockmarel, donde
pasó el tiempo en oración y cantando salmos. Al cabo de unas tres semanas llegó
la orden desde la ciudad para que fuera ejecutado.
Cuando
llegó al lugar, donde su pobre mujer e hijos estaban de pie llorando, la súbita
contemplación de ellos traspasó de tal manera su corazón que las lágrimas
bañaron su rostro. Llegando al altar de su sacrificio, yendo hacia la estaca se
arrodilló, y besó la tierra; levantándose de nuevo le había quedado algo de
tierra pegada a la cara, y dijo estas palabras: «Tierra a la tierra, y polvo al
polvo; tú eres mi madre, y a ti volveré.»
Cuando
todas las cosas estuvieron dispuestas levantaron una tarima frente a Rawlins White,
directamente delante de la estaca, a la que subió un sacerdote, que se dirigió
al pueblo, pero, mientras hablaba de la doctrina romanista de los Sacramentos,
Rawlins gritó: «¡Ah, hipócrita blanqueado! ¿Presumes tú de demostrar tu falsa
doctrina por la Escritura? Mira lo que dice el texto que sigue: ¿Acaso no dijo
Cristo, «Haced esto en memoria de mí»?»
Entonces
algunos de los que estaban junto a él gritaron: « ¡Prended el fuego, prended el
fuego!» Hecho esto, la paja y las cañas dieron una grande y súbita llamarada.
En esta llama este buen hombre bañó durante largo tiempo su mano, hasta que los
tendones se encogieron y la grasa se deshizo, excepto por un momento en que
hizo como si se enjugara la cara con una de ellas. Todo este tiempo, que se
prolongó bastante, clamó con fuerte voz: «¡Oh Señor, recibe mi espíritu!» hasta
que ya no pudo abrir la boca. Finalmente, la violencia del fuego fue tal contra
sus piernas que quedaron consumidas casi antes que el resto de su cuerpo fuera
dañado, lo que hizo que todo el cuerpo cayera sobre las cadenas al fuego antes
de lo que hubiera sido normal. Así murió este buen hombre por su testimonio de
la verdad de Dios, y ahora está indudablemente recompensado con la corona de la
vida eterna.
EL REV. GEORGE MARSH
George
Marsh nació en la parroquia de Deane, en el condado de Lancaster, recibiendo
una buena educación y oficio de sus padres; a los veinticinco años contrajo
matrimonio, y vivió en su granja, con la bendición de varios hijos, hasta que
su mujer murió. Luego fue a estudiar a Cambridge, y vino a ser capellán del
Rev. Lawrence Saunders, y en este puesto expuso de manera constante y llena de
celo la verdad de la Palabra de Dios y las falsas doctrinas del moderno
Anticristo.
Encerrado
por el doctor Coles, obispo de Chester, bajo arresto domiciliario, quedó
impedido de la relación con sus amigos durante cuatro meses. Sus amigos y su
madre le rogaban insistentemente que huyera «de la ira venidera»; pero el señor
Marsh pensaba que un pasó así no sería coherente con la profesión de fe que
había mantenido abiertamente durante nueve años. Sin embargo, al final huyó
ocultándose, pero tuvo muchas luchas, y en oración secreta rogó que Dios lo
condujera, por medio del consejo de sus mejores amigos, para Su propia gloria y
para hacer lo que mejor fuera.
Al
final, decidido, por una carta que había recibido, a confesar abiertamente la
fe de Cristo, se despidió de su suegra y otros amigos, encomendando sus hijos a
los cuidados de ellos, y se dirigió a Smethehills, desde donde fue llevado,
junto con otros, a Latbum, para sufrir interrogatorio ante el conde de Derby,
Sir William Nores, el señor Sherbum, el párroco de Grapnal y otros. Contestó
con buena conciencia las varias preguntas que le hicieron, pero cuando el señor
Sherburn le interrogó acerca de su creencia en el Sacramento del altar, el
señor Marsh respondió como un verdadero protestante que la esencia del pan y
del vino no cambiaba en absoluto; así, después de recibir terribles amenazas de
parte de unos y buenas palabras de parte de otros por sus opiniones, fue
llevado bajo custodia, durmiendo dos noches sin cama alguna.
El
Domingo de Ramos sufrió un segundo interrogatorio, y el señor Marsh lamentó
mucho que su temor le hubiera inducido a prevaricar y a buscar su seguridad
mientras no negara abiertamente a Cristo; y otra vez clamó con más fervor a
Dios pidiéndole fuerzas para no ser abrumado por las sutilezas de aquellos que
trataban de derribar la pureza de su fe. Sufrió tres interrogatorios delante
del doctor Coles, quien, hallándolo firme en la fe protestante, comenzó a leer
su sentencia; pero éste fue interrumpido por el canciller, que le rogó al
obispo que se detuviera antes que fuera demasiado tarde. El sacerdote oró
entonces por el señor Marsh, pero éste, al pedírsele otra vez que se
retractara, dijo que no osaba negar a su Salvador Cristo, para no perder Su
misericordia eterna y sufrir así la muerte sempiterna. Entonces el obispo pasó
a leer la sentencia.
Fue
enviado a una tenebrosa mazmorra, y se vio privado de toda consolación (porque
todos temían aliviarlo o comunicarse con él) hasta el día señalado en el que
debía sufrir. Los alguaciles de la ciudad, Amry y Couper, con sus oficiales,
acudieron a la puerta del norte, y se llevaron al señor George Marsh, que
anduvo todo el camino con el Libro en su mano, mirando al mismo, por lo que la
gente decía: «Este hombre no va a su muerte corno ladrón, ni como alguien que
merezca morir.»
Cuando
llegó al lugar de la ejecución fuera de la ciudad, cerca de SpittalBoughton, el
señor Cawdry, chambelán diputado de Chester, le mostró al señor Marsh un
escrito bajo un gran sello, diciéndole que era un perdón para él si se
retractaba. Él respondió que lo aceptaría gustoso si no era su intención apartarlo
de Dios.
Después
de esto comenzó a hablar a la gente, mostrando cuál era la causa de su muerte,
y hubiera querido exhortar a la gente a adherirse a Cristo, pero uno de los
alguaciles se lo impidió. Arrodillándose entonces, dijo sus oraciones, se quitó
la ropa hasta quedar en la camisa, y fue encadenado al poste, teniendo varios
haces de leña bajo él, y algo hecho a modo de un barrilete, con brea y
alquitrán, para echar sobre su cabeza. Al haberse preparado mal la hoguera, y
barriéndolo el aire en círculos, sufrió atrozmente, pero lo soportó con
entereza cristiana.
Después
de haber estado largo tiempo atormentado en el fuego sin moverse, con su carne
tan asada e hinchada que los que estaban delante de él no podían ver la cadena
con que había sido atado, suponiendo por ello que ya estaba muerto, de repente
extendió sus brazos, diciendo: «¡Padre celestial, ten misericordia de mí! » y
así entregó su espíritu en manos del Señor. Con esto, muchos de entre la gente
decían que era un mártir y que había muerto con una gloriosa paciencia. Esto
llevó poco después al obispo a dar un sermón en la catedral, en el que afirmaba
que el dicho «Marsh era un hereje, quemado como tal, y es un ascua en el
infierno.» El señor Marsh sufrió el 24 de abril de 1555.
WILLIAM FLOWER
William
Flower, también conocido como Branch, nació en Snow-hill, en el condado de
Cambridge, donde fue a la escuela durante algunos años, y luego fue a la abadía
de Ely. Después de haber permanecido allí un tiempo, profesó como monje, fue
hecho sacerdote en la misma casa, y allí celebró y cantó la Misa. Después de
ello, por acción de una visitación, y por ciertas órdenes emanadas de la
autoridad de Enrique VIII, adoptó el hábito de un sacerdote secular, y volvió a
Snow-hill, donde había nacido, y enseñó a niños durante medio año.
Luego
se fue a Ludgate, en Suffolk, donde sirvió como sacerdote secular durante unos
tres meses; de allí se dirigió a Stoniland, luego a Tewksbury, donde contrajo
matrimonio, continuando luego siempre de manera fiel y honesta con aquella
mujer. Después de casarse permaneció en Tewksbury unos dos años, y de allí se
fue a Brosley, donde practicó la medicina y la cirugía; pero apartándose de
aquellos lugares se fue a Londres, y finalmente se instaló en Lambeth, donde él
y su mujer convivieron.
Sin
embargo, estaba generalmente fuera, excepto una o dos veces al mes para visitar
y ver a su mujer. Estando en su casa un domingo de pascua por la mañana, pasó
el río desde Lambeth a la Iglesia de St. Margaret en Westminster; al ver allí a
un sacerdote llamado John Celtham que administraba y daba el Sacramento del
altar al pueblo, y sintiéndose grandemente ofendido en su conciencia contra el
sacerdote por aquello, lo golpeó e hirió en la cabeza, y también en el brazo y
en la mano, con su cuchillo para madera, teniendo en aquel momento el sacerdote
un cáliz con la hostia consagrada en él, que quedó rociada con sangre.
Por
su atolondrado celo, el señor Flower fue pesadamente encadenado y puesto en la
casa de la puerta de Westminster, y luego hecho comparecer ante el obispo
Bonner y su ordinario; el obispo, tras haberle juramentado sobre un Libro, lo
sometió a acusaciones e interrogatorio.
Después
del interrogatorio, el obispo comenzó a exhortarle a volver a la unidad de su
madre la Iglesia Católica, con muchas buenas promesas. Pero al rechazarlas
firmemente el señor Flower, el obispo le ordenó que compareciera en aquel mismo
lugar por la tarde, y que entre tanto meditara bien su anterior respuesta; pero
al no excusarse él por haber golpeado al sacerdote ni vacilar en su fe, el
obispo le asignó el día siguiente, 20 de abril, para recibirla sentencia, si no
se retractaba. A la mañana siguiente, el obispo pasó entonces a leerle la
sentencia, condenándolo y excomulgándolo como hereje, y después de pronunciarlo
degradado, lo entregó al brazo secular.
El
24 de abril, en la víspera de San Marcos, fue llevado al lugar de su martirio,
en el patio de la iglesia de St. Margaret, en Westminster, donde había sido
cometido el hecho; llegando a la estaca, oró al Dios Omnipotente, hizo confesión
de su fe, y perdonó a todo el mundo.
Hecho
esto, sostuvieron su mano contra la estaca, y fue cortada de un golpe, y le
ataron la mano izquierda detrás. Luego le prendieron fuego, y quemándose en él,
clamó con voz fuerte: «¡Oh, Tú, Hijo de Dios, recibe mi alma!» tres veces.
Quedando sin voz, dejó de hablar, pero levantó su brazo mutilado con el otro
todo el tiempo que pudo.
Así
soportó el tormento del fuego, siendo cruelmente torturado, porque habían
puesto pocos haces, y siendo insuficientes para quemarlo, tuvieron que abatirlo
tendiéndolo en el fuego, donde, echado sobre tierra, su parte inferior fue
consumida en el fuego, mientras que su parte superior quedaba poco dañada, y su
lengua se movió en su boca durante un tiempo considerable.
EL REV. JOHN CARDMAKER Y JOHN WARNE
El
30 de mayo de 1555, el Rev. John Cardmaker, también llamado Taylor, prebendado
de la Iglesia de Wells, y John Warne, tapicero, de St. John's, Walbrook,
padecieron juntos en Smithfield. El señor Cardmaker, que fue primero un fraile
observante antes de la disolución de las abadías, fue después un ministro
casado, y en el tiempo del Rey Eduardo fue designado lector en San Pablo;
prendido a comienzos del reinado de la Reina María, junto con el doctor Barlow,
obispo de Bath, fue llevado a Londres y echado a la cárcel de Fleet, estando
todavía en vigor las leyes del Rey Eduardo. En el reinado de María, cuando fue
hecho comparecer ante el obispo de Winchester, éste le ofreció la misericordia
de la reina si se retractaba.
Habiéndose
presentado artículos de acusación contra el señor John Warne, fue interrogado
por Bonner, que le exhortó ardientemente a que se retractara de sus opiniones,
pero éste le respondió: «Estoy persuadido de que estoy en la recta opinión, y
no veo causa alguna para retractarme; porque toda la inmundicia e idolatría se
encuentran en la Iglesia de Roma.»
Entonces,
el obispo, al ver que no podía prevalecer con todas sus buenas promesas y sus
terribles amenazas, pronunció la sentencia definitiva de condenación, y ordenó
el 30 de mayo de 1555 para la ejecución de John Cardmaker y John Wame, que
fueron llevados por los alguaciles a Smithtield. Llegados a la estaca, los
alguaciles llamaron aparte al señor Cardmaker, y hablaron con él en secreto,
mientras el señor Wame oró, fue encadenado a la estaca, y le pusieron leña y
cañas alrededor de él.
Los
espectadores estaban muy afligidos pensando que el señor Cardmaker se
retractaría ante la quema del señor Warne. Al final, el señor Cardmaker se
apartó de los alguaciles, se dirigió a la estaca, se arrodilló, e hizo larga
oración en silencio. Luego se levantó, se quitó las ropas hasta la camisa, y
fue con valentía a la estaca, besándola; y tomando de la mano al señor Warne,
lo consoló cordialmente, y fue atado a la estaca, regocijándose. La gente, al
ver como esto sucedía tan rápidamente y en contra de las anteriores
expectativas, clamó: «¡Dios sea alabado! ¡Dios te fortalezca, Cardmaker! ¡Que
el Señor Jesús reciba tu espíritu!»
Y
esto prosiguió mientras el verdugo les prendía fuego y hasta que ambos pasaron
a través del fuego a su bendito repeso y paz entre los santos y mártires de
Dios, para gozar de la corona del triunfo y de la victoria preparada para los
soldados y guerreros escogidos de Cristo Jesús en Su bendito reino, a quien sea
la gloria y la majestad para siempre. Amén.
JOHN SIMPSON Y JOHN ARDELEY
John
Simpson y John Ardeley fueron condenados el mismo día que el señor Cardmaker y
John Warne, que era el veinticinco de mayo. Fueron poco después enviados desde
Londres a Essex, donde fueron quemados el mismo día, John Simpson en Rochford,
y John Ardeley en Railey, glorificando a Dios en Su amado Hijo, y regocijándose
de que eran considerados dignos de padecer por El.
THOMAS HAUKES, THOMAS WATTS Y ANNE ASKEW
Thomas
Haukes fue condenado, junto con otros seis, el nueve de febrero de 1555. Era
erudito en su educación, y apuesto de presencia personal, y alto; en sus
maneras era un caballero, y un cristiano sincero. Poco antes de su muerte,
varios de los amigos del señor Hauke, aterrorizados ante la dureza del castigo
que debía sufrir, pidieron en privado que en medio de las llamas les mostrara
de alguna manera si los dolores del fuego eran demasiado grandes que uno no
pudiera sufrirlos con compostura. Esto se lo prometió, y se acordó que si la
atrocidad del dolor podía ser sufrido, que levantara las manos sobre su cabeza
hacia el cielo, antes de expirar.
No
mucho después, el señor Haukes fue conducido al lugar señalado para su muerte
por el lord Rich, y llegando a la estaca, se preparó mansa y Pacientemente para
el fuego; le pusieron una pesada cadena por la cintura, rodeándole una multitud
de espectadores, y después de haberles hablado largamente, y derramado su alma
a Dios, se encendió el fuego.
Cuando
hubo estado mucho tiempo en el fuego, y se quedó sin poder hablar, con la piel
encogida y los dedos consumidos por el fuego, de manera que se pensaba que ya
había muerto, súbitamente y en contra de todas las expectativas, este buen
hombre, recordando su promesa, alzó sus manos, que estaban quemando en las
llamas, y las levantó hacia el Dios viviente, y con gran regocijo, por lo que
parece, las golpeó o palmeó tres veces seguidas. Siguió un gran clamor ante
esta maravillosa circunstancia, y luego este bendito mártir de Cristo, cayendo
sobre el fuego, entregó su espíritu, el 10 de junio de 1555.
Thomas
Watts, de Billericay, en Essex, de la diócesis de Londres, era un tejedor de
lino. Esperaba a diario ser tomado por los adversarios de Dios, y esto le
sucedió el cinco de abril de 1555, cuando fue llevado delante del Lord Rich, y
los otros comisionados de Chelmsford, acusado de no acudir a la iglesia.
Entregado
al sanguinario adversario, que le llamó a varios interrogatorios, y, como era
usual, muchos argumentos, con muchos ruegos de que se hiciera discípulo del
Anticristo, pero sus prédicas de nada le sirvieron, y recurrió entonces a su
última venganza, la de la condenación.
En
la estaca, tras haberla besado, habló al Lord Rich, exhortándole a que se
arrepintiera, porque el Señor vengaría su muerte. Así ofreció este buen mártir
su cuerpo al fuego, en defensa del verdadero Evangelio del Salvador.
Thomas
Osmond, William Bamford y Nicholas Chamberlain, todos de la ciudad de Coxhall,
fueron mandados a un interrogatorio, y Bonner, tras varias audiencias, los
declaró herejes obstinados, y los entregó a los alguaciles, permaneciendo en
custodia de ellos hasta que fueron entregados al alguacil del condado de Essex,
siendo ejecutados por él; Chamberlain en Colchester, el catorce de junio;
Thomas Osmond en Maningtree, y William Bamford, alias Buller, en Harwich, el
quince de junio de 1555; todos ellos murieron plenos de la esperanza gloriosa
de la inmortalidad.
Luego
Wriotheseley, Lord Canciller, le ofreció a Anne Askew el perdón del rey si se
retractaba; ella le dio esta respuesta: que no había ido allá a negar a su
Señor y Maestro. Y así la buena Anne Askew, rodeada de llamas como bendito
sacrificio para Dios, durmió en el Señor el 1546 d.C., dejando tras sí un
singular ejemplo de constancia cristiana para seguimiento de todos los hombres.
REV. JOHN BRADFORD Y JOHN LEAF, UN APRENDIZ
El
Rev. John Bradford nació en Manchester, Lancashire; llegó a ser un gran erudito
en latín, y después vino a ser siervo de Sir John Harrington, caballero del
rey.
Continuó
por varios años de una manera honrada y provechosa, pero el Señor lo había
escogido para mejores funciones. Por ello, se apartó de su patrón, abandonando
el Templo, en Londres, dirigiéndose a la Universidad de Cambridge, para
aprender, mediante la Ley de Dios, cómo impulsar la edificación del templo del
Señor. Pocos años después, la universidad le concedió el grado de maestro en
artes, y fue elegido compañero de Pembroke Hall.
Martín
Bucero le apremió a que predicara, y cuando con modestia puso en duda su
capacidad, Bucero Te replicó: «Si no tienes un fino pan de harina de trigo,
dale entonces a los pobres pan de cebada, o lo que el Señor te haya
encomendado.» El doctor Ridley, aquel digno obispo de Londres y glorioso mártir
de Cristo, lo llamó primero para darle el grado de diácono y una prebenda en su
iglesia catedral de San Pablo.
En
este oficio de predicación, el señor Bradford se dedicó a una diligente
actividad por espacio de tres años. Reprendió severamente el pecado, predicó
dulcemente a Cristo crucificado, refutó con gran capacidad los errores y las
herejías, persuadiendo fervorosamente a vivir piadosamente. Después de la
muerte del bienaventurado Rey Eduardo VI, el señor Bradford siguió predicando
diligentemente, hasta que fue suprimido por la Reina María.
Siguió
ahora una acción de la más negra ingratitud, ante el que se sonrojaría un
pagano. Se ha dicho que el señor Bourne (entonces obispo de Bath) suscitó un
tumulto predicando en St. Paul's Cross; la indignación de la gente puso su vida
en inminente peligro; incluso le lanzaron una daga. En esta situación, le rogó
al señor Bradford, que estaba detrás de él, para que hablara en su lugar y
apaciguara los ánimos. La gente acogió bien al señor Bradford, y éste se
mantuvo desde entonces cerca de Boume, para con su presencia impedir que el
populacho renovara sus ataques.
El
mismo domingo, por la tarde, el señor Bradford predicaba en la Iglesia de Bow
en Cheapside, y reprobó duramente al pueblo por su conducta sediciosa A pesar
de su conducta, al cabo de tres días fue enviado a la Torre de Londres, donde
estaba entonces la reina, para comparecer ante el Consejo. Allí fue acusado por
este acto de salvar al señor Boume, que fue considerado como sedicioso, y
también objetaron contra él por su predicación. Fue entonces enviado primero a
la Torre, luego a otras cárceles, y, después de su condena, a Poultry Competer,
donde predicó dos veces al día de manera continua, hasta que se lo impidió una
enfermedad. Tal era su crédito para con el guarda de la cárcel real que le
permitió una noche visitar a una persona pobre y enferma cerca del depósito de
acero, bajo su promesa de volver a tiempo; y en esto jamás fallo.
La
noche antes de ser enviado a Newgate, se vio turbado en su descanso por sueños
presagiadores, en el sentido de que al siguiente lunes iba a ser quemado en
Smitlfield. Por la tarde, la mujer del guarda fue a verlo, y le anunció la
terrible noticia, pero en él sólo suscitó agradecimiento a Dios. Por la noche
fueron a visitarlo media docena de amigos, con los que pasó toda la víspera en
oración y piadosas actividades.
Cuando
fue llevado a Newgate, le acompañó una multitud que lloraba, y habiéndose
extendido un rumor de que iba a sufrir el suplicio a las cuatro del siguiente
día, apareció una inmensa multitud. A las nueve de la mañana el señor Bradford
fue llevado a Smithfield. La crueldad del alguacil merece ser destacada; porque
el cuñado del señor Bradford, Roger Beswick, le dio la mano al pasar, y
Woodroffe, el alguacil, le abrió la cabeza con su garrote.
Habiendo
llegado el señor Bradford al lugar, cayó postrado en el suelo. Luego,
quitándose la ropa hasta quedar en mangas de camisa, fue a la estaca, y allí
padeció junto a un joven de veinte años de edad, llamado John Leaf un aprendiz
del señor Humphrey Gaudy, un velero de Christ-church, en Londres. Había sido
apresado el viernes antes del Domingo de Ramos, y encerrado en Competer en
Bread Street, y luego interrogado y condenado por el sanguinario obispo.
Se
informa acerca de él que cuando se le leyó el acta de confesión, en lugar de
una pluma, tomó una aguja, y pinchándose en la mano, roció su sangre sobre la
dicha acta, diciéndole al lector de la misma que le mostrara al obispo que ya
había sellado el acta con su sangre.
Ambos
terminaron esta vida mortal el 12 de julio de 1555 como dos corderos, sin
alteración alguna en sus rostros, esperando obtener aquel premio por el que
habían corrido tanto tiempo ¡Quiera conducirnos al mismo el Dios Omnipotente,
por los méritos de Cristo nuestro Salvador!
Concluiremos
este artículo mencionando que el señor alguacil Woodroffe cayó al cabo de medio
año paralítico del lado derecho, y que por espacio de ocho años después (hasta
el día de su muerte) no pudo volverse en la cama por sí mismo; así llegó a ser
al final un espectáculo terrible.
El
día después que el señor Bradford y John Leaf sufrieron en Smithfield, William
Minge, un sacerdote, murió en la cárcel en Maidstone. Con una constancia y
valor igual de grande entregó su vida en la cárcel, como si le hubiera placido
a Dios llamarlo a sufrir en el fuego, como otros buenos hombres habían sufrido
antes en la estaca, y como él mismo estaba dispuesto a sufrir, si Dios hubiera
querido llamarlo a esta prueba.
EL REV. JOHN BLAND, EL REV. JOHN FRANKESH, NICHOLAS SHETTERDEN, Y
HUMPHREY MIDDLETON
Estos
cristianos fueron todos quemados en Canterbury por la misma causa. Frankesh y
Bland eran ministros y predicadores de la Palabra de Dios, siendo uno párroco
de Adesham, y el otro vicario de Rolvenden. El señor Bland fue citado a
responder por su oposición al anticristianismo, y sufrió varios interrogatorios
ante el doctor Harpsfield, arcediano de Canterbury, y finalmente fue condenado
el veinticinco de junio de 1555, por oponerse al poder del Papa, y entregado al
brazo secular. El mismo día fueron condenados John Frankesh, Nicholas
Shetterden, Humphrey Middleton, Thacker y Crocker, de los que sólo Thacker se
retractó.
Entregado
al brazo secular, el señor Bland y los tres anteriores fueron quemados en
Canterbury el 12 de julio de 1555, en dos distintas estacas, pero en un mismo
fuego, donde ellos, a la vista de Dios y de Sus ángeles, y delante de los
hombres, dieron, como verdaderos soldados de Jesucristo, un testimonio firme de
la verdad de Su santo Evangelio.
JOHN LOMAS, AGNES SNOTH, ANNE WRIGHT, JOAN SOLE Y JOAN CATMER
Estos
cinco mártires sufrieron juntos el 31 de enero de 1556. Juan Lomas era un joven
de Tenterden. Fue citado a comparecer en Canterbury, y fue interrogado el 17 de
enero. Al ser sus respuestas adversas a la idolatría papista, fue condenado al
día siguiente, y sufrió el 31 de enero.
Agnes
Snoth, viuda, de la Parroquia de Smarden, fue hecha comparecer varias veces
delante de los farisaicos católicos, y, al rechazar la absolución, las
indulgencias, la transubstanciación y la confesión auricular, fue considerada
digna de muerte, y soportó el martirio el 31 de enero, con Anne Wright y Joan
Sole, que se encontraban en las mismas circunstancias y que murieron al mismo
tiempo y con idéntica resignación. Joan Catmer, la última de esta celestial
compañía, de la Parroquia de Hithe, era mujer del mártir George Catmer.
Pocas
veces se ha dado en país alguno que por controversias políticas cuatro mujeres
hayan sido llevadas a la ejecución cuyas vidas fueran irreprochables, y a las
que la compasión de los salvajes habría perdonado. No podemos dejar de observar
aquí que cuando el poder protestante alcanzó al principio el dominio sobre la
superstición católica, y fue necesario algún grado de fuerza en las leyes para
dar imponer uniformidad, por las que algunas personas tenaces sufrieron
privaciones en sus personas y bienes, leemos de pocas quemas, crueldades
salvajes o de pobres mujeres llevadas a la estaca; pero está en la naturaleza
del error recurrir a la fuerza en lugar de a la argumentación, y silenciar la
verdad arrebatando la vida, y el caso del mismo Redentor es un ejemplo de ello.
Las
anteriores cinco personas fueron quemadas en dos estacas en una misma pira,
cantando hosannas al glorificado Salvador, hasta que quedó extinguido el
aliento de vida. Sir John Norton, que estaba presente, lloró amargamente ante
sus inmerecidos sufrimientos.
EL ARZOBISPO CRANMER
El
doctor Thomas Cranmer descendía de una antigua familia, y nació en el pueblo de
Arselacton, en el condado de Northampton. Después de la usual educación
escolar, fue enviado a Cambridge, y fue escogido compañero del Jesús College.
Allí contrajo matrimonio con la hija de un caballero, por lo que perdió su
condición de compañero, y pasó a ser lector en Buckingham College, instalando a
su mujer en Dolphin Inn, siendo la patrona una parienta de ella, de donde se
suscitó el falso rumor de que él era un mozo de cuadra.
Al
morir su mujer poco después de parto, fue escogido, para su crédito, de nuevo
como compañero del colegio antes mencionado. Pocos años después fue elevado a
Profesor de Teología, y designado como uno de los examinadores de aquellos que
estaban ya listos para ser Bachilleres o Doctores en Divinidad. Era principio
suyo juzgar de sus cualificaciones por el conocimiento que poseían de las
Escrituras, más que de los antiguos padres, y por esto muchos sacerdotes
papistas fueron rechazados, y otros tuvieron grandes ventajas.
Fue
intensamente solicitado por el doctor Capon para que fuera uno de los
compañeros en la fundación del colegio del cardenal Wolsey, en Oxford, a lo que
se aventuró a rehusar. Mientras siguió en Cambridge, se suscitó la cuestión del
divorcio de Enrique VIII de Catalina. En aquel tiempo, por causa de la peste,
el doctor Cranmer se fue a vivir a la casa de un tal señor Cressy, en Waltham
Abbey, cuyos dos hijos fueron entonces educados bajo su supervisión. La
cuestión del divorcio, en contra de la aprobación del rey, había quedado
indecisa por más de dos o tres años, debido a las intrigas de los canónigos y
civiles, y aunque los cardenales Campeius y Wolsey fueron comisionados por Roma
para decidir acerca de esta cuestión, retardaron la sentencia a propósito.
Sucedió
que el doctor Gardiner (secretario) y el doctor Fox, defensores del rey en este
pleito, fueron a la casa del señor Cressy para alojarse allí, mientras el rey
se alojaba en Greenwich. Durante la cena, se entabló una conversación con el
doctor Cranmer, que sugirió que la cuestión de si un hombre podía casarse con
la mujer de su hermano o no podía resolverse de manera rápida recurriendo a la
Palabra de Dios, y esto tanto en los tribunales ingleses como en los de
cualquier nación extranjera. El rey, inquieto ante la tardanza, envió a buscar
al doctor Gardiner y al doctor Fox para consultarlos, lamentando tener que
enviar otra comisión a Roma y que la cuestión siguiera así dilatada sin fin.
Al
contarle al rey la conversación tenida la noche anterior con el doctor Cranmer,
su majestad envió a buscarlo, y le comunicó sus escrúpulos de conciencia acerca
de su próximo parentesco con la reina. El doctor Cranmer aconsejó que la
cuestión fuera remitida a los más eruditos teólogos de Cambridge y Oxford, por
cuanto se sentía remiso a mezclarse con una cuestión tan importante; pero el
rey le ordenó que le diera su parecer por escrito, y dirigirse para ello al
conde de Wiltshire, que le proveería de libros y de todo lo necesario para
ello.
Esto
lo hizo el doctor Cranmer de inmediato, y en su declaración citó no sólo la
autoridad de las Escrituras, de los concilios generales y de los antiguos
escritores, sino que mantuvo que el obispo de Roma no tenía autoridad alguna
para dejar a un lado la Palabra de Dios. El rey le preguntó si se mantendría en
esta atrevida declaración, y al contestar en sentido afirmativo, fue enviado
como embajador a Roma, junto con el duque de Wiltshire, el doctor Stokesley, el
doctor Cranmer, el doctor Bennet y otros, antes de lo cual se trató acerca de
aquel matrimonio en la mayor parte de las universidades de la cristiandad y
dentro del reino.
Cuando
el Papa presentó el pulgar de su pie para ser besado, según era la costumbre,
el conde de Wiltshire y su compañía rehusaron hacerlo. Incluso se afirma que el
perro spaniel del conde, atraído por el relucir del pulgar del Papa, lo mordió,
con lo que su santidad retiró su sagrado pie, dándole una patada al ofensor con
el otro.
Al
demandar el Papa la causa de esta embajada, el conde presentó el libro del doctor
Cranmer, declarando que sus eruditos amigos habían venido a defenderlo. El Papa
trató honrosamente la embajada, y señaló un día para la discusión, que luego
retrasó, como temiendo el resultado de la investigación. El conde volvió, y el
doctor Cranmer, por deseo del rey, visitó al emperador, y logró atraérselo a su
opinión. Al volver el doctor a Inglaterra y morir el doctor Warham, arzobispo
de Canterbury, el doctor Cranmer fue merecidamente elevado, por deseo del
doctor Warham, a aquella eminente posición.
En
esta función se puede decir que cumplió diligentemente el encargo de San Pablo.
Diligente en el cumplimiento de sus deberes, se levantaba a las cinco de la
mañana y proseguía en el estudio y oración hasta las nueve; entre entonces y la
comida se dedicaba a cuestiones temporales. Después de la comida, si alguien
deseaba una audiencia, decidía sus cuestiones con tal afabilidad que incluso
los que recibían decisiones contrarias no se sentían totalmente frustrados.
Luego jugaba a ajedrez por una hora, o contemplaba como otros jugaban, y a las
cinco oía la Oración Común, y desde entonces hasta la cena se recreaba
paseando. Durante la cena su conversación era vivaz y entretenida; de nuevo
paseaba o se entretenía hasta las nueve, y luego se dirigía a su estudio.
Tuvo
la más alta estima y favor del Rey Enrique, y siempre tuvo dentro de su corazón
la pureza y los intereses de la Iglesia de Inglaterra. Su temperamento manso y
perdonador se registra con el siguiente ejemplo: Un sacerdote ignorante, en el
campo, había llamado a Cranmer mozo de cuadra, y se había referido de manera
muy despreciativa a su cultura. Al saberlo Lord Cromwell, aquel hombre fue
enviado a la cárcel de Fleet, y su caso fue presentado delante del arzobispo
por un tal señor Chertsey, un tendero, pariente del sacerdote.
Su
gracia, haciendo llamar al ofensor, razonó con él y le pidió al sacerdote que
le preguntara sobre cualquier cuestión de erudición. A esto se negó el hombre,
vencido por la cordialidad del arzobispo y sabiendo su propia y patente
incapacidad, y le pidió perdón, que le fue concedido de inmediato, con la orden
de que empleara mejor su tiempo cuando volviera a su parroquia. Cromwell se
sintió muy ofendido por la indulgencia mostrada, pero el obispo estaba más
dispuesto a recibir insultos que a vengarse de cualquier otra manera que con
buenos consejos y buenos oficios.
Para
el tiempo en que Cranmer fue ascendido a ser arzobispo era capellán del rey y
arcediano de Taunton; fue también constituido por el Papa penitenciario general
de Inglaterra. El rey consideró que Cranmer sería obsequioso, y por ello éste
casó al rey con Ana Bolena, celebró la coronación de ella, fue padrino de Elizabeth,
el primer fruto del matrimonio, y divorció al rey de Catalina. Aunque Cranmer
fue confirmado en su dignidad por el Papa, siempre protestó contra reconocer
cualquier otra autoridad que la del rey, y persistió en los mismos sentimientos
de independencia cuando fue hecho comparecer ante los comisionados de María en
1555.
Uno
de los primeros pasos tras el divorcio fue impedir la predicación en toda su
diócesis, pero esta estrecha medida tenía un fin más político que religioso,
por cuanto había muchos que denostaban la conducta del rey. En su nueva
dignidad, Cranmer suscitó la cuestión de la supremacía, y con sus argumentos
poderosos y justos indujo al parlamento a «dar a César lo que es de César.»
Durante la residencia de Cranmer en Alemania en 1531 conoció a Osiandro en
Nuremberg, y se casó con su sobrina, pero la dejó con él al volver a Inglaterra.
Después de un tiempo la hizo venir privadamente, y se quedó con él hasta el año
1539, cuando los Seis Artículos le obligaron a devolverla a sus amigos por un
tiempo.
Se
debería recordar que Osiandro, habiendo logrado la aprobación de su amigo
Cranmer, publicó la laboriosa obra de la Armonía de los Evangelios en 1537. En
1534, el arzobispo alcanzó el más querido objetivo de su corazón, la
eliminación de todos los obstáculos para la consumación de la Reforma, mediante
la suscripción por parte de los nobles y de los obispos de la sola supremacía
del rey. Sólo se opusieron el Obispo Fisher y Sir Thomas More. Cranmer estaba
dispuesto a considerar suficiente el acuerdo de ellos a no oponerse a la
sucesión, pero el monarca quería una concesión total.
No
mucho tiempo después, Gardiner, en una conversación privada con el rey, habló
mal de Cranmer (a quien odiaba malignamente) por haber aceptado el título de
primado de toda Inglaterra, como despreciativo de la supremacía del rey. Esto
suscitó fuertes celos contra Cranmer, y su traducción de la Biblia fue
fuertemente opuesta por Stokesley, obispo de Londres. Se dice que al ser
despedida la Reina Catalina que su sucesora Ana Bolena se gozó. Esto es una
lección de cuán superficial es el juicio humano, por cuanto la ejecución de
esta ultima tuvo lugar en la primavera del año siguiente, y el rey, al día
siguiente de la decapitación de esta dama sacrificada, se casó con la hermosa
Jane Seymour, dama de honor de la difunta reina. Cranmer fue siempre amigo de
Ana Bolena, pero era peligroso oponerse a la voluntad de aquel tiránico y camal
monarca.
En
1538 se expusieron públicamente las Sagradas Escrituras para la venta, y los
lugares de culto se llenaban de multitudes para escuchar la exposición de sus
santas doctrinas. Al pasar el rey como ley los famosos Seis Artículos, que
volvían de nuevo casi a establecer los artículos esenciales del credo
romanista, Cranmer resplandeció con todo el brillo de un patriota cristiano,
resistiendo las doctrinas contenidas en ellos, en lo que fue apoyado por los
obispos de Sarum, Woreester, Ely y Rochester, dimitiendo los dos primeros de
sus obispados.
El
rey, aunque ahora opuesto a Cranmer, seguía reverenciando la sinceridad que
marcaba su conducta. La muerte del buen amigo de Cranmer, Lord Cromwell, en la
Torre en 1540, fue un fuerte golpe para la vacilante causa protestante, pero
incluso ahora, aunque viendo la marea contraria totalmente a la causa de la
verdad, Cranmer se presentó personalmente ante el rey, y logró, con sus
varoniles y cordiales argumentos, que el Libro de los Artículos fuera puesto de
su lado, para confusión de sus enemigos, que habían considerado su caída como
inevitable.
Cranmer
vivió ahora de una manera tan oscura como le fue posible, hasta que el rencor
de Winchester le llevó a la presentación de unas denuncias contra él, con
respecto a las peligrosas opiniones enseñadas en su familia, junto con otras
acusaciones de traición. Estas las presentó el mismo rey a Cranmer, y creyendo
firmemente en la fidelidad y en las protestas de inocencia del acusado prelado,
hizo investigar a fondo la cuestión, y se descubrió que Winchester, el doctor
Lenden, junto con Thomton y Barber, de los domésticos del obispo, resultaron
por papeles obtenidos ser los verdaderos conspiradores.
El
gentil y perdonador Cranmer hubiera querido interceder por toda remisión de
castigo si Enrique, complacido con el subsidio votado por el Parlamento, no los
hubiera dejado libres. Pero estos nefastos hombres volvieron a iniciar sus
tramas contra Cranmer, cayeron víctimas del resentimiento del rey, y Gardiner
perdió para siempre su confianza. Sir G. Gostwick presentó poco después
acusaciones contra el arzobispo, que Enrique aplastó, y que el primado estuvo
dispuesto a perdonar.
En
1544 fue quemado el palacio arzobispal de Canterbury, y su cuñado y otros
murieron en el incendio. Estas varias aflicciones pueden servimos para
reconciliamos con un humilde estado, porque ¿de qué dicha podía jactarse este
hombre, por cuanto su vida estaba siendo constantemente cargada, bien por
cruces políticas, religiosas o naturales? Otra vez el implacable Gardiner
presentó graves acusaciones contra el manso arzobispo, y hubiera querido
mandarlo, a la Torre; pero el rey era su amigo, le dio su sello para
defenderse, y en el Consejo no sólo declaró al obispo uno de los hombres de
mejor carácter del reino, sino que reprendió acerbamente a los acusadores por
su calumnia.
Habiéndose
firmado una paz, Enrique y el rey francés Enrique el Grande mostraron
unanimidad en la abolición de la Misa en sus reinos, y Cranmer se lanzó a esta
gran tarea; pero la muerte del monarca inglés en 1546 llevó a la suspensión de
esta acción, y el Rey Eduardo VI, el sucesor, confirmó a Cranmer en las mismas
funciones; en su coronación le encomendó una tarea que siempre honrará su
memoria, por su pureza, libertad y verdad. Durante este reinado siguió
efectuando la gloriosa Reforma con un celo incansable, hasta en el años 1552,
cuando se vio azotado por unas severas fiebres, aflicción de la que le plugo a
Dios restaurarlo, para que pudiera testificar con su muerte de la verdad de
aquella semilla que había sembrado tan diligentemente.
La
muerte de Eduardo, en 1553, expuso a Cranmer a toda la furia de sus enemigos.
Aunque el arzobispo estaba entre los que habían apoyado la accesión de María,
fue arrestado al reunirse el parlamento, y en noviembre fue declarado culpable
de alta traición en Guildhall, y degradado de sus dignidades. Envió una humilde
carta a María, explicando la causa de su firma del testamento en favor de
Eduardo, y en 1554 escribió al Consejo, a quienes apremió a pedir el perdón de
la reina, mediante una carta entregada al doctor Weston,, pero que éste abrió
y, al leer su contenido, cometió la bajeza de devolver.
La
traición era una acusación totalmente inaplicable contra Cranmer, que había
apoyado el derecho de la reina, mientras que otros, que habían favorecido a
Lady Jane fueron liberados mediante el pago de una pequeña multa. Ahora se
esparció contra Cranmer una calumnia de que había accedido a ciertas ceremonias
papistas para congraciarse con la reina, lo que osó rechazar en público,
justificando sus artículos de fe. La activa parte que el prelado había tenido
en el divorcio de la madre de María siempre había estado profundamente clavada
en el corazón de la reina, y la venganza fue un rasgo destacado en la muerte de
Cranmer.
En
esta obra hemos mencionado las disputas públicas en Oxford, en las que los
talentos de Cranmer, Ridley y Latimer se mostraron de manera tan patente, y que
llevaron a su condena. La primera sentencia fue ilegal, por cuanto el poder
usurpado del Papa no había sido restablecido de manera legal.
Dejados
en la cárcel hasta que esto último tuvo lugar, se envió una comisión desde
Roma, designando al doctor Brooks como representante de Su Santidad, y a los
doctores Story y Martin como los de la reina. Cranmer estaba dispuesto a
someterse a la autoridad de los doctores Story y Martin, pero objetó a la del
doctor Brooks. Tales fueron las observaciones y contestaciones de Cranmer, tras
un largo interrogatorio, que el doctor Brooks comentó: «Venimos a interrogaros
a vos, y parece que vos nos interrogáis a nosotros.»
Enviado
de nuevo a su encierro, recibió una citación para comparecer en Roma al cabo de
dieciocho días; pero esto era imposible, por cuanto estaba encarcelado en
Inglaterra, y, como dijo, incluso si hubiera estado libre era demasiado pobre
para pagar a un abogado. Por absurdo que parezca, Cranmer fue condenado en
Roma, y el 14 de febrero de 1556 se designó una nueva comisión por la que
fueron establecidos Thirlby, obispo de Ely, y Bonner, de Londres, para actuar
en juicio en Christ-church, Oxford.
En
virtud de este tribunal, Cranmer fue degradado gradualmente, poniéndole unos
meros harapos para representar las vestiduras de un arzobispo. Quitándole luego
este atuendo, le sacaron su propia toga, y le pusieron encima una de vieja;
esto lo soportó imperturbable, y sus enemigos, al ver que la severidad sólo lo
hacía más decidido, intentaron el camino opuesto, y lo alojaron en la casa del
arcediano de Clrrist-church, donde fue tratado con todos los miramientos.
Esto
constituyó tal contraste con los tres años de duro encierro que había sufrido
que le hizo bajar la guardia. Su naturaleza abierta y generosa era más
susceptible de ser seducida por una conducta liberal que por amenazas y
cadenas. Cuando Satanás ve a un cristiano a prueba contra un modo de ataque,
intenta otro. ¿Y qué manera hay más seductora que las sonrisas, las recompensas
y el poder, después de un encarcelamiento largo y penoso? Así le sucedió a
Cranmer; sus enemigos le prometieron su anterior grandeza si se retractaba, y
también el favor de la reina, y esto cuando ya sabían que su muerte había sido
decidida en el Consejo.
Para
suavizar el camino hacia la apostasía, el primer documento que le presentaron
para firmar estaba redactado en términos generales; una vez firmado, otros
cinco le fueron sucesivamente presentados como explicativos del primero, hasta
que al final firmó el siguiente detestable documento: «Yo, Thomas Cranmer,
anterior arzobispo de Canterbury, renuncio, aborrezco y detesto toda forma de
herejías y errores de Lutero y Zuinglio, y todas las otras enseñanzas
contrarias a la sana y verdadera doctrina. Y creo con toda constancia en mi
corazón, y confeso con mi boca una iglesia santa y Católica visible, fuera de
la cual no hay salvación; y por ello reconozco al Obispo de Roma como el
supremo cabeza en la tierra, a quien reconozco como el más alto obispo y Papa,
y vicario de Cristo, a quién debieran sujetarse todas las personas cristianas.»
Por
lo que respecta a los sacramentos, reo y adoro en el sacramento del altar el
cuerpo y la sangre de Cristo, contenidos bien verdaderamente bajo las formas de
pan y vino; siendo el pan, por el infinito poder de Dios, transformado en el
cuerpo de nuestro Salvador Jesucristo, y el vino en su sangre.»
Y
en los otros seis sacramentos también (como en éste) creo y mantengo como lo
mantiene la Iglesia universal, y como lo juzga y determina la Iglesia de Roma.
Creo
además que hay un lugar de purgación, donde las almas de los difuntos son
desterradas por un tiempo, por las cuales la Iglesia ora piadosa y sanamente,
como también honra a los santos y hace oraciones a los mismos.
Finalmente,
en todas las cosas profeso que no creo de otra manera que lo que mantiene y
enseña la Iglesia Católica y la Iglesia de Roma. Siento haber jamás mantenido o
pensado cosa diferente. Y ruego al Dios Omnipotente que en Su misericordia me
otorgue el perdón por todo lo que he ofendido contra Dios o Su Iglesia, y
también deseo y ruego a todos los cristianos que oren por mí.
Y
que todos los que han sido engañados ya por mi ejemplo, ya por mi doctrina, les
demando por la sangre de Jesucristo que vuelvan a la unidad de la Iglesia, para
que todos seamos de un pensar, sin cismas ni divisiones.
Y
para concluir, tal como me someto a la Católica Iglesia de Cristo, y a su
suprema cabeza, del mismo modo me someto a sus más excelentes majestades Felipe
y María, rey y reina de este reino de Inglaterra, etc., y a todas sus otras
leyes y decretos, estando siempre como fiel súbdito listo a obedecerles. Y Dios
es testigo que he hecho esto no por el favor o temor de nadie, sino
voluntariamente y por mi propia conciencia, en cuanto a instrucciones de
otros.»
«El
que piensa estar firme, mire que no caiga» dijo el apóstol, ¡y ésta fue
ciertamente una caída! Los papistas habían ahora triunfado a su vez, obteniendo
de él todo lo que querían aparte de su vida. Su retractación fue inmediatamente
impresa y dispersada, para que surtiera su efecto sobre los atónitos
protestantes. Pero Dios predominó sobre todos los designios de los católicos
por la saña con la que llevaron a cabo implacables la persecución de su presa.
Es indudable que el amor a la vida es lo que indujo a Cranmer a firmar la
anterior declaración; pero se puede decir que la muerte hubiera sido preferible
para él que la vida, estando bajo el aguijón de una conciencia violada y del
menosprecio de cada cristiano evangélico; y esta acción la sintió con toda su
fuerza y angustia.
La
venganza de la reina sólo podía quedar satisfecha con la sangre de Cranmer, y
por ello ella escribió una orden al doctor Pole para que preparara un sermón
que debía ser predicado el 21 de marzo, directamente antes del martirio, en St.
Mary's, Oxford. El doctor Pole le visitó el día antes, y le indujo a creer que
proclamaría públicamente sus creencias como confirmación de los artículos que
había firmado. Hacia las nueve de la mañana del día de la inmolación, los
comisionados de la reina, acompañados por los magistrados, llevaron al gentil e
infortunado hombre a la Iglesia de St. Mary's. Su hábito desgarrado y sucio, el
mismo con el que le habían vestido cuando le degradaron, excitó la compasión de
la gente. En la iglesia encontró una pobre y mísera tarima, levantada justo
delante del púlpito, donde le dejaron, y allí volvió el rostro y oró
fervientemente a Dios.
La
iglesia estaba repleta de personas de ambas convicciones, esperando oír una
justificación de su reciente apostasía; los católicos regocijándose, y los
protestantes profundamente heridos en su espíritu ante el engaño del corazón
humano. El doctor Pole denunció en su sermón a Cranmer como culpable de los más
atroces crímenes; alentó al engañado sufriente a no temer la muerte, ni a dudar
del apoyo de Dios en sus tormentos, ni de que se dirían Misas por él en todas
las iglesias de Oxford por el descanso de su alma. Luego el doctor observó su conversión,
la cual adscribió a la evidente operación del poder del Omnipotente, y a fin de
que la gente se convenciera de su realidad, pidió al preso que les diera una
señal. Y Cranmer lo hizo, rogando a la congregación que oraran por él, porque
había cometido muchos y graves pecados; pero de todos ellos había uno que
gravitaba pesadamente sobre él, del que les hablaría en breve.
Durante
el sermón, Cranmer lloró amargas lágrimas: levantando las manos y la mirada al
cielo, y dejándolas caer, como si indigno de vivir; su dolor encontró ahora su
alivio en las palabras; antes de su confesión cayó de rodillas, y con las
siguientes palabras desveló la profunda convicción y agitación que movían su
alma.
«¡Oh
Padre del cielo! ¡Oh Hijo de Dios, Redentor del mundo! ¡Oh Espíritu Santo, tres
personas en un Dios! Ten misericordia de mí, el más miserable de los cobardes y
pecadores. He pecado tanto contra el cielo como contra la tierra, más de lo que
mi lengua pueda expresarlo. ¿Adónde puedo ir, o dónde puedo escapar? Al cielo
puedo estar avergonzado de levantar mis ojos, y en la tierra no encuentro lugar
donde refugiarme ni quien me socorra. A ti, pues, corro, Señor; ante ti me
humillo, diciendo, oh Señor, mi Dios, mis pecados son grandes, pero ten
misericordia Tú de mí por tu gran misericordia.
El
gran misterio de que Dios se hiciera hombre no tuvo lugar por pequeñas o pocas
ofensas. Tú no diste a tu Hijo, o Padre Celestial, a la muerte sólo por
pequeños pecados, sino por los más grandes pecados del mundo, para que el pecador
pueda volver a ti de todo corazón, como yo lo hago ahora. Por ello, ten
misericordia de mí, oh Dios, cuya cualidad es siempre tener misericordia, ten
misericordia de mí, oh Señor, por tu gran misericordia. Nada anhelo por mis
propios méritos, sino por causa de tu nombre, para que sea por ello
santificado, y por causa de tu amado Hijo, Jesucristo. Y ahora, pues, Padre
nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre», etc.
Luego,
levantándose, dijo que deseaba antes de su muerte hacerles algunas piadosas
observaciones por las que Dios pudiera ser glorificado, y ellos mismos
edificados. Luego hablo acerca del peligro del amor por el mundo, del deber de
la obediencia a sus majestades, del amor unos por otros, y de la necesidad de
que los ricos ministraran a las necesidades de los pobres. Citó los tres
versículos del quinto capítulo de Santiago, y luego prosiguió: «Que los ricos
ponderen bien estas tres sentencias: porque si jamás tuvieron ocasión de
mostrar su caridad, la tienen ahora en este tiempo presente, habiendo tantos
pobres, y siendo tan caros los alimentos.
Y
ahora, por cuanto he llegado al fin de mi vida, en el que pende toda mi vida
pasada y mi vida venidera, bien para vivir con mi Señor Cristo para siempre con
gozo, o bien estar en penas sempiternas con los malvados en el infierno, y veo
ahora con mis ojos en este momento o bien al cielo listo para recibirme, o bien
al infierno dispuesto para tragarme; por ello os expondré mi propia fe que
creo, sin coloración ni engaño alguno; porque no es ahora el momento de
engañar, sea lo que sea que haya escrito en tiempos pasados.
Primero,
creo en Dios el Padre Omnipotente, Hacedor de los cielos y de la tierra, etc. Y
creo cada uno de los artículos de la fe católica, cada palabra y frase enseñada
por nuestro Salvador Jesucristo, Sus apóstoles y profetas, en el Nuevo y
Antiguo Testamento.
Y
ahora llego a lo que tanto perturba mi conciencia, más que nada de lo que haya
hecho o dicho en toda mi vida, y es la difusión de un escrito contrario a la verdad
que aquí ahora renuncio y rehúso como cosas escritas por mi mano en contra de
la verdad que pensaba en mi corazón, y escritas por temor a la muerte, y para
salvar mi vida si ello era posible; y se trata de todos aquellos documentos y
papeles escritos o firmados por mi mano desde mi degradación en los que he
escrito muchas cosas falsas. Y por cuanto mi mano ha ofendido, escribiendo en
contra de mi corazón, por ello mi mano será la primera en ser castigada; porque
cuando llegue al fuego será la primero en ser quemada.
Y
en cuanto al Papa, lo rechazo como enemigo de Cristo y Anticristo, con todas
sus falsas doctrinas. »
Al
concluir esta inesperada declaración, se respiraba asombro e indignación en
todos los rincones de la iglesia. Los católicos estaban totalmente confundidos,
frustrados totalmente en su intento, habiendo Cranmer, a semejanza de Sansón,
causado una mayor ruina sobre sus enemigos en la hora de la muerte que en su
vida.
Cranmer
hubiera querido proseguir en su denuncia de las doctrinas papistas, pero los
murmullos de los idólatras ahogaron su voz, y el predicador dio orden de
«¡llevaos el hereje!» La salvaje orden fue obedecida directamente, y el cordero
a punto de sufrir fue arrancado de su tarima para ser llevado al matadero,
insultado a todo lo largo del camino, injuriado y escarnecido por aquella plaga
de monjes y frailes.
Con
los pensamientos centrados en un objeto mucho más elevado que las vacías
amenazas de los hombres, llegó al lugar manchado con la sangre de Ridley y
Latimer. Allí se arrodilló para un breve tiempo de fervorosa devoción, y luego
se levantó, para quitarse la ropa y prepararse para el fuego. Dos frailes que
habían participado en la operación de lograr su abjuración trataron ahora de
volverlo a apartar de la verdad, pero él se mostró firme e inamovible en lo que
acababa de profesar y de enseñar en público. Le pusieron una cadena para atarlo
a la estaca, y después de haberle rodeado férreamente con ella, prendieron
fuego a la pira, y las llamas pronto comenzaron a subir.
Entonces
se hicieron manifiestos los gloriosos sentimientos del mártir: quien,
extendiendo su mano derecha, la mantuvo tenazmente sobre el fuego hasta que
quedó reducida a cenizas, incluso antes que su cuerpo fuera dañado, exclamando
con frecuencia: «¡Esta indigna mano derecha!
Su
cuerpo soportó la quema con tal firmeza que pareció no moverse más que la
estaca a la que estaba atado. Sus ojos estaban fijos en el cielo, mientras
repetía: «esta indigna mano derecha», mientras su voz se lo permitió; y empleando
muchas veces las palabras de Esteban, «Señor Jesús, recibe mi espíritu»,
entregó el espíritu en medio de una gran llama.
LA VISIÓN DE LAS TRES ESCALERAS DE MANO
Cuando
Robert Samuel fue llevado a ser quemado, varios de los que estaban cerca de él
le oyeron contar extrañas cosas que le habían sucedido durante el tiempo de su
encarcelamiento; como que después de haber estado desfallecido de hambre por
dos o tres días, cayó luego en un sueño como medio adormecido, en el que le
pareció ver a uno todo vestido de blanco delante de él, que le confortó con
estas palabras: «Samuel, Samuel, ten ánimo, y alienta tu corazón; porque
después de este día no estarás ni hambriento ni sediento.»
No
menos memorables ni menos dignos de mención son las tres escaleras que contó a
varios que vio en su sueño, que subían al cielo; una de ellas era algo más
largo que las otras dos, pero al final se transformaron en una sola, uniéndose
las tres en una.
Mientras
este piadoso mártir iba al fuego, se le acercó una cierta doncella, que lo
abrazó y lo besó; ésta, observada por los que estaban cerca, fue buscada al
siguiente día, para echarla en la cárcel y quemarla, como la misma muchacha me
informó; sin embargo, tal como Dios lo ordenó en Su bondad, ella escapó de sus
manos feroces, y se mantuvo oculta en la ciudad durante bastante tiempo
después.
Pero
así como esta muchacha, llamada Rose Nottingham, fue maravillosamente
preservada por la providencia de Dios, hubo sin embargo dos honradas mujeres
que cayeron bajo la furia desatada de aquel tiempo. La primera era la mujer de
un cervecero, y la otra la mujer de un zapatero, pero ambas estaban ahora
desposadas a un nuevo marido, a Cristo.
Con
estas dos tenía esta muchacha ya mencionada una gran amistad; al aconsejar ella
a una de las casadas, diciéndole que debía ocultarse mientras tuviera tiempo y
oportunidad, recibió esta respuesta: «Sé muy bien que para ti es legítimo huir;
éste es un remedio que puedes emplear si quieres. Pero mi caso es distinto.
Estoy ligada a mi marido, y además tengo niños pequeños en casa; por ello,
estoy decidida, por amor a Cristo, a mantenerme firme hasta el final.»
Así,
al día siguiente que padeciera Samuel, estas piadosas mujeres, una llamada Anne
Ponen, y la otra Joan Trunehíield, mujer de Michael Trunchfield, zapatero de
Ipswich, fueron encarceladas y echadas juntas en prisión. Como eran ambas, por
su sexo y constitución, más bien débiles, fueron por ello menos capaces al
principio de resistir la dureza de la prisión; y de manera especial la mujer del
cervecero se vio echada a unas agonías y angustias de mente por ello. Pero
Cristo, contemplando la debilidad de Su sierva, no dejó de ayudarla en esta
necesidad; y así las dos sufrieron después de Samuel, el 19 de febrero de 1556.
Y ellas eran indudablemente las dos escaleras que, unidas a la tercera, vio
Samuel subiendo hacia el cielo. Este bienaventurado Samuel, siervo de Cristo,
había sufrido el treinta y uno de agosto de 1555.
Se
cuenta entre los que estuvieron presentes y que le vieron ser quemado, que al
quemar su cuerpo, resplandeció en los ojos de los que estaban junto a él, tan
brillante y blanco como plata de ley.
Cuando
Agnes Bongeor se vio separada de sus compañeros de prisión se lamentó y se puso
a gemir de tal manera, le sobrevinieron tales extraños pensamientos a la
cabeza, se vio tan desasistida y desolada y se hundió en tal profundidad de
desesperación y de angustia, que fue un espectáculo lastimero y penoso; todo
ello porque ella no pudo ir con ellos a dar su vida en defensa de su Cristo;
porque la vida era lo que menos valoraba de todas las cosas de este mundo.
Ello
se debía a que aquella mañana en la que no fue llevada al quemadero se había
puesto un vestido que había preparado sólo para aquel propósito. Tenía también
un hijo pequeño, de pecho, a quien había guardado tiernamente todo el tiempo
que estaba en la cárcel, hasta aquel día en que también lo entregó a una
nodriza, preparándose ella para entregarse para el testimonio del glorioso
Evangelio de Jesucristo. Tan poco deseaba la vida, y tan grandemente obraban en
ella los dones de Dios por sobre de la naturaleza, que la muerte le parecía
mucho más bienvenida que la vida. Después de esto comenzó a estabilizarse y a
ejercitarse en la lectura y en la oración, lo que le dio no poco consuelo.
Poco
tiempo después llegó la orden de Londres para que fuera quemada, que fue
ejecutada.
HUGH LAVERICK Y JOHN APRICE
Aquí
vemos que ni la impotencia de la edad ni la aflicción de la ceguera podían
desviar las fauces asesinas de estos monstruos babilónicos. El primero de estos
desafortunados era de la parroquia de Barking, de sesenta y ocho años de edad,
pintor y paralítico. El otro era ciego, entenebrecido ciertamente en cuanto a
sus facultades visuales, pero intelectualmente iluminado con la luz del
Evangelio eterno de la verdad. Personas inofensivas que eran, fueron
denunciadas por algunos hijos del fanatismo, y arrastrados ante el sanguinario
prelado de Londres, donde sufrieron un interrogatorio, y replicaron a los
artículos que se les propusieron, como habían hecho otros mártires cristianos.
El
nueve de mayo, en el consistorio de San Pablo, se les conminó a que se
retractaran, y al rehusar fueron enviados a Fulham, donde Bonner, después de
haber comido, como postre los condenó a las agonías del fuego. Entregados al
brazo secular el 15 de mayo de 1556, fueron llevados en carro desde Newgate a
Stratford-le-Bow, donde fueron atados a la estaca. Cuando Hugh Laverick quedó
atado con la cadena, sin necesitar ya la muleta, la echó lejos de si, diciéndole
a su compañero de martirio, mientras le consolaba: «Alégrate, hermano mío,
porque el Lord de Londres es un buen médico; pronto nos curará; a ti de tu
ceguera, y a mí de mi cojera.» Y fueron pasto de las llamas, para levantarse a
la inmortalidad.
El
día después de los anteriores martirios, Catherine Hut, de Bocking, una viuda;
Joan Homs, soltera, de Billericay; Elizabeth Thackwel, soltera, de Great
Burstead, sufrieron la muerte en Smithfield.
Thomas
Dowry. Otra vez tenemos que registrar un acto de crueldad implacable, cometido
contra este muchacho, a quien el Obispo Hooper había confirmado en el Señor y
en el conocimiento de su Palabra.
No
se sabe con certeza cuánto tiempo estuvo este pobre sufriente en la cárcel. Por
el testimonio de John Paylor, actuario de Gloucester, sabemos que cuando Dowry
fue hecho comparecer ante el doctor Williams, entonces canciller de Gloucester,
le fueron presentados los artículos usuales para que los firmara; al disentir
de los mismos, y al exigirle el doctor que le dijera de quién y dónde había
aprendido sus herejías, el joven le contestó: «Señor canciller, las aprendí de
vuestra parte en aquel mismo púlpito. En tal día (mencionando el día) vos
dijisteis, al predicar sobre el Sacramento, que debía ser ejercido
espiritualmente por la fe, y no carnalmente, como lo enseñan los papistas.»
Entonces el doctor Williams le invitó a que se retractara, como él mismo lo
había hecho; pero Dowry no había aprendido las cosas de esta manera. «Aunque
vos podáis burlaros tan fácilmente de Dios, del mundo y de vuestra propia
conciencia, y no lo voy a hacer así.»
LA PRESERVACIÓN DE GEORGE CROW Y DE SU NUEVO TESTAMENTO
Este
pobre hombre, de Malden, zarpó el 26 de mayo de 1556 para cargar en Lent tierra
de batanero, pero el barco encalló en un banco de arena, se llenó de agua, y
perdió todo el cargamento; sin embargo, Crow salvó su Nuevo Testamento, y no
codiciaba nada más. Con Crow estaban un hombre y un chico, y su terrible
situación se hizo más y más alarmante con el paso de los minutos, y la embarcación
era inútil. Estaban a diez millas de tierra, esperando que la marea comenzara
pronto a subir sobre ellos.
Después
de orar a Dios, subieron al mástil, y se aferraron a él por espacio de diez
horas, hasta que el pobre muchacho, vencido por el frío y el agotamiento, cayó
y se ahogó. Al bajar la marea, Crow propuso bajar los mástiles y flotar sobre
ellos, y así lo hicieron; y a las diez de la noche se entregaron a las olas. El
miércoles por la noche, el compañero de Crow murió de fatiga y hambre, y él se
quedó sólo, clamando a Dios que le socorriera. Al final fue recogido por el
capitán Morse, rumbo a Amberes, que casi había pasado de largo, tomándolo por
una boya de pescador flotando en la mar. Tan pronto como Crow estuvo a bordo,
puso la mano en el bolsillo, y sacó su Nuevo Testamento, que estaba desde luego
mojado, pero sin mayores daños. En Amberes fue bien recibido, y el dinero que
había perdido le fue más que compensado.
EJECUCIONES EN STRATFORD-LE-BOW
En
este sacrificio que vamos a detallar, no menos de trece fueron condenados a la
hoguera.
Al
rehusar cada uno de ellos afirmar cosas contrarias a su conciencia, fueron
condenados, y el veintisiete de junio de 1556 fue señalado como el día de su
ejecución en Stratford-le-Bow. Su constancia y fe glorificaron a su Redentor,
lo mismo en vida que en muerte.
EL REV. JULIUS PALMER
La
vida de este caballero muestra un singular ejemplo de error y de conversión. En
tiempos de Eduardo fue un rígido y obstinado papista, tan adverso a la piadosa
y sincera predicación que incluso era menospreciado por su propio partido; que
su mentalidad cambiara, y sufriera persecución en tiempos de la Reina María,
constituye uno de aquellos acontecimientos de la omnipotencia ante los que nos
maravillamos y quedamos llenos de admiración.
El
señor Palmer nació en Coventry, donde su padre había sido alcalde. Al
trasladarse posteriormente a Oxford, llegó a ser, bajo el señor Hartey, de
Magdalen College, un elegante erudito de latín y griego. Le encantaban las
conversaciones interesantes, poseía un gran ingenio y una poderosa memoria.
Infatigable en el estudio privado, se levantaba a las cuatro de la mañana, y
con esta práctica se calificó para llegar a ser lector de lógica en el Magdalen
College. Pero al favorecer a la Reforma el reinado de Eduardo, se vio
frecuentemente castigado por su menosprecio a la oración y a la conducta
ordenada, y fue al final expulsado de la institución.
Después
abrazó las doctrinas de la Reforma, lo cual llevó a su arresto y final condena.
Un
cierto noble le ofreció la vida si se retractaba. «Si lo haces,» le dijo,
«vivirás conmigo. Y si piensas casarte, te conseguiré una esposa y una granja,
y os ayudaré a equiparla. ¿Qué dices a esto?»
Palmer
le dio las gracias con mucha cortesía, pero de manera muy modesta y respetuosa
le observó que ya había renunciado a vivir en dos lugares por causa de Cristo,
por lo que por la gracia de Dios estaría dispuesto también a dar su vida por la
misma causa, cuando Dios lo dispusiera.
Cuando
Sir Richard vio que su interlocutor no estaba dispuesto a ceder en absoluto, le
dijo: «Bien, Palmer, veo que uno de nosotros dos va a condenarse; porque somos
de dos fe distintas, y estoy bien seguro de que hay una sola fe que lleva a la
vida y a la salvación.»
Palmer:
«Bien, señor, yo espero que ambos nos salvemos.» Sir
Richard: «¿Y cómo podrá ser esto?»
Palmer:
«De manera muy clara. Porque a nuestro misericordioso Dios le plugo llamarme,
en conformidad a la parábola del Evangelio, en la hora tercera del día, en mi
florecimiento, a la edad de veinticuatro años, así como espero que os haya
llamado, y os llamará a vos, en la hora undécima de esta vuestra ancianidad,
para daros vida eterna como vuestra porción.»
Sir
Richard: «¿Esto dices? Bien, Palmer, bien, me gustaría tenerte un solo mes en
mi casa; no dudo de que o yo te convertiría, o que tú me convertirías.»
Entonces
dijo el Máster Winchcomb: «Apiádate de estos años dorados, y de las placenteras
flores de la frondosa juventud, antes que sea demasiado tarde.»
Palmer:
«Señor, anhelo aquellas flores primaverales que jamás se marchitarán.»
Fue
juzgado el quince de julio de 1556, junto con un compañero de prisión llamado
Thomas Askin. Askin y un tal John Guin habían sido sentenciados el día antes, y
el señor Palmer fue llevado el quince para oír su sentencia definitiva. Se
ordenó que la ejecución siguiera a la sentencia, y a las cinco de aquella misma
tarde estos mártires fueron atados a la estaca en un lugar amarrado Sand-pits.
Después de haber orado devotamente juntos, cantaron el Salmo Treinta y uno.
Cuando
fue encendido el fuego y hubo prendido en sus cuerpos, continuaron clamando,
sin dar apariencia alguna de sufrir dolor: «¡Señor Jesús, fortalécenos! ¡Señor
Jesús, recibe nuestras almas!» hasta que quedó suspendida su vida y desapareció
el sufrimiento humano. Es de destacar que cuando sus cabezas hubieron caído
juntas como en una masa por la fuerza de las llamas, y los espectadores
pensaban que Palmer estaba ya sin vida, de nuevo se movieron su lengua y
labios, y se les oyó pronunciar el nombre de Jesús, a quien sea gloria y honra
para siempre.
JOAN WASTE Y OTROS
Esta
pobre y honrada mujer, ciega de nacimiento y soltera, de veintidós años de
edad, era de la parroquia de Todos los Santos, Derby. Su padre era barbero, y
también fabricaba cuerdas para ganarse mejor la vida. En esta tarea ella le
ayudaba, y también aprendió a tejer varios artículos de vestir. Rehusando
comunicar con aquellos que mantenían doctrinas contrarias a las que ella había
aprendido en los días del piadoso Eduardo, fue hecho comparecer ante el doctor
Draicot, el canciller del obispo Blaine, y ante Peter Finch, oficial de Derby.
Intentaron
confundir a la pobre muchacha con sofismas y amenazas, pero ella ofreció ceder
a la doctrina del obispo si él estaba dispuesto a responder por como en el Día
del Juicio como lo había hecho el piadoso doctor Taylor en sus sermones) de que
su creencia en la presencia real del Sacramento era verdadera. Al principio, el
obispo contestó que lo haría, pero al recordarle el doctor Draicot que no podía
en manera ninguna responder por un hereje, retiró su confirmación de sus
propias creencias; él entonces les contestó que si sus conciencias no les
permitían responder ante el tribunal de Dios por la verdad que ellos querían
que ella aceptara, que ella no contestaría a ninguna otra de sus preguntas.
Entonces se pronunció sentencia, y el doctor Draicot fue encomendado para
predicar el sermón de la condena de la muchacha, lo que tuvo lugar el 1 de
agosto de 1556, el día de su martirio. Al terminar su fulminador discurso, la
pobre ciega fue luego llevada a un lugar llamado Windmill Pit, cerca de la
ciudad, donde por un tiempo sostuvo la mano de su hermano, y luego se preparó
para el fuego, pidiendo a la compadecida multitud que orara con ella, y a
Cristo que tuviera misericordia de ella, hasta que la gloriosa luz del eterno
Sol de justicia resplandeció sobre su espíritu fuera del cuerpo.
En
noviembre, quince mártires fueron apresados en el castillo de Canterbury, los
cuales fueron todos o quemados o dejados morir de hambre. Entre estos últimos
estaban J. Clark, D. Chittenden, W. Foster de Stonc, Mice Potkins, y J. Archer,
de Cranbrooke, tejedor. Los dos primeros no habían sido condenados, pero los
otros habían sido sentenciados al fuego. Foster, en su interrogatorio, comentó
acerca de la utilidad de llevar cirios encendidos el día de la Candelaria, que
igual valdría llevar una horca; y que un patíbulo tendría tanto efecto como una
cruz.
Hemos
ahora llevado a su fin las sanguinarias actuaciones de la inmisericorde María,
en el año 1556, cuyo número se elevó por encima de Ochenta Y Cuatro.
El
comienzo del año 1557 fue notable por la visita del Cardenal Pole a la
Universidad de Cambridge, que parecía tener gran necesidad de ser limpiada de
predicadores herejes y de doctrinas reformadas. Un objeto era también llevar a
cabo la farsa papista de juzgar a Martín Bucero y a Paulus Phagius, que habían
estado enterrados ya durante tres o cuatro años. Con este propósito, las
iglesias de Santa María y de San Miguel fueron puestas en interdicto como
lugares viles e impíos, indignos del culto de Dios, hasta que fueran perfumadas
y lavadas con el agua bendita papista, etc.
El
burdo acto de citar a comparecer a estos difuntos reformadores no tuvo el más
mínimo efecto sobre ellos, y el 26 enero se pronunció sentencia de condenación,
parte de la cual rezaba así, y puede servir como muestra de los procesos de
esta naturaleza: «Por ello pronunciamos al dicho Martín Bucero y a Paulus
Phagius excomulgado y anatematizado, tanto por las leyes comunes como por
cartas procesales; y para que su memoria sea condenada, condenamos también que
sus cuerpos y huesos (que en el malvado tiempo del cisma, y floreciendo otras
herejías en este reino, fueron precipitadamente sepultados en tierra sagrada)
sean exhumados y echados lejos de los cuerpos y huesos de los fieles, según los
santos cánones, y mandamos que ellos y sus escritos, si se encuentran aquí
cualesquiera de ellos, sean públicamente quemados; y prohibimos a todas las
personas de esta universidad, ciudad o lugares colindantes, que lean o escondan
sus heréticos libros, tanto por la ley común como por nuestras cartas
procesales.»
Después
que la sentencia fuera leída, el obispo mandó que sus cuerpos fueran exhumados
de sus sepulcros, y, degradados de sus sagrados órdenes, entregados en manos
del brazo secular; porque no les era legítimo a personas tan inocentes, y
odiando todo derramamiento de sangre y detestando todo ánimo de homicidio, dar
muerte a nadie.
El
6 de febrero, sus cuerpos, dentro de sus ataúdes, fueron llevados al medio de
la plaza del mercado de Cambridge, acompañados por una vasta multitud. Se hincó
un gran poste en el suelo, al que se ataron los ataúdes con grandes cadenas,
fijados por el centro, como si los cadáveres hubieran estado vivos. Cuando el
fuego comenzó a ascender y prendió en los ataúdes, se echaron también varios
libros condenados a las llamas, para quemarlos. Sin embargo, en el reinado de Elizabeth
se hizo justicia a la memoria de estos piadosos y eruditos hombres, cuando el
señor Ackworth, orador de la universidad, y el señor J. Pilkington, pronunciaron
discursos en honor de su memoria, y reprobando a sus perseguidores católicos.
El
Cardenal Pole infligió también su impotente furia contra el cadáver de la mujer
de Peter Martyr, que, por orden suya, fue exhumado de su sepultura, y enterrado
en un distante estercolero, en parte porque sus huesos estaban cerca de las
reliquias de San Fridewide, que había sido anteriormente muy estimado en aquel
colegio, y en parte porque quería purificar Oxford de restos heréticos, lo
mismo que a Cambridge. Pero en el reinado que siguió, sus restos fueron
restaurados a su anterior cementerio, e incluso entremezclados con los del
santo católico, para asombro y mortificación absolutos de los discípulos de Su
Santidad el Papa.
El
Cardenal Pole publicó una lista de cincuenta y cuatro artículos conteniendo
instrucciones para el clero de su diócesis de Canterbury, algunos de los cuales
son demasiado ridículos y pueriles para excitar en nuestros días otra cosa que
la risa.
PERSECUCIONES EN LA DIÓCESIS DE CANTERBURY
En
el mes de febrero fueron encerradas en prisión las siguientes personas: R.
Coleman, de Waldon, un obrero; Joan Winseley, mujer soltera de Horsley Magna;
S. Glover, de Rayley; R. Clerk, de Much Holland, marinero; W. Munt, de Much
Bendey, aserrador; Margaret Field, de Ramsey, mujer soltera; R. Bongeor,
curtidor; R. Jolley, marinero; Allen Simpson, Helen Ewire, C. Pepper, viuda;
Alice Walley (que se retractó); W. Bongeor, vidriero, todos ellos de
Colchester; R. Atkin, de Halstead, tejedor; R. Barbock, de Wilton, carpintero;
R. George, de Westbarhonlt, obrero; R. Debnam de Debenham, tejedor; C. Wanen,
de Cocksall, soltera; Agnes Whitlock, de Dover-court, soltera; Rose Allen,
soltera; y T. Feresannes, menor; ambos de Colchester.
Estas
personas fueron hechas comparecer ante Bonner, que las hubiera hecho ejecutar
inmediatamente, pero el Cardenal Pole era partidario de medidas mucho más
misericordiosas, y Bonner, en una de sus cartas al cardenal, parece estar
consciente de que le había desagradado, porque emplea esta expresión: «Pensé en
mandarlos a todos a Fulham, y pronunciar allí sentencia contra ellos; sin
embargo, dándome cuenta que en mi última actuación vuestra gracia se ofendió,
creí mi deber, antes de proseguir, informar a vuestra gracia.»
Esta
circunstancia confirma el relato de que el cardenal era una persona con
humanidad; y aunque un católico celoso, nosotros, como protestantes, estamos
dispuestos a rendirle la honra que merece su carácter misericordioso. Algunos
de los acerbos perseguidores lo denunciaron ante el Papa como favorecedor de
herejes, y fue llamado a Roma, pero la Reina María, por un ruego particular,
logró su permanencia en Inglaterra. Sin embargo, antes del fin de su vida, y
poco antes de su último viaje de Roma a Inglaterra, estuvo bajo graves
sospechas de favorecer la doctrina de Lutero.
Así
como en el último sacrificio cuatro mujeres honraron la verdad, así en el
siguiente auto da fe, tenemos un número semejante de mujeres y de varones que
sufrieron el 30 de junio de 1557 en Canterbury, y que se llamaban J. Fishcock,
F. White, N. Pardue, Barbary Final, que era viuda, la viuda de Barbridge, la
esposa de Wilson y la esposa de Benden.
De
este grupo observaremos más particularmente a Alice Benden, mujer de Edward
enden, de Staplehurst, en Kent. Había sido apresada en octubre de 1556 por no
asistencia, y liberada con estrictas órdenes de enmendar su conducta. Su marido
era un fanático católico, y al hablar en público de la contumacia de su mujer,
fue enviada al castillo de Canterbury, donde sabiendo que cuando fuera enviada
a la cárcel del obispo sería matada de hambre con una misérrima cantidad de
alimentos al día, comenzó a prepararse para este sufrimiento tomando una
pequeña cantidad de alimentos al día.
El
22 de enero de 1557, su marido escribió al obispo que si se impidiera que el
hermano de su mujer, Roger Hall, la siguiera confortando y ayudando, quizá ella
se volvería; por esto fue trasladada a la cárcel llamada Monday's Hole. Su
hermano la buscó con diligencia, y al final de cinco semanas, de manera
providencial, oyó su voz en una mazmorra, pero no pudo darle otro alivio que
poner algo de dinero en una hogaza, y pasándola por medio de un largo palo.
Debe haber sido terrible la situación de esta pobre víctima, yaciendo en paja,
entre paredes de piedra, sin cambio de vestido ni los más mínimos requisitos de
limpieza durante nueve semanas!
El
25 de marzo fue llamada delante del obispo, que le ofreció la libertad y
recompensas si volvía a casa y se sometía. Pero la señora Benden se había
habituado al sufrimiento, y mostrándole sus brazos contraídos y su semblante
famélico, rehusó apartarse de la verdad. Sin embargo, fue sacada de este negro
agujero y llevada a West Gate, de donde fue sacada al final de abril para ser
condenada y luego echada en la prisión del castillo hasta el diecinueve de
junio, el día en que debía ser quemada. En la estaca dio su pañuelo a un hombre
llamado John Banns como memoria; y de la cintura se sacó una puntilla blanca,
pidiéndole que se la diera a su hermana, diciéndole que era la última atadura
que había llevado, excepto por la cadena; y a su padre le devolvió un chelín
que le había enviado.
Estos
siete mártires se quitaron la ropa con presteza, y ya preparados se
arrodillaron, y oraron con tal fervor y espíritu cristiano que hasta los
enemigos de la cruz se sintieron afectados. Después de haber hecho una
invocación conjunta, fueron atados a la estaca, y, rodeados de implacables
llamas, entregaron sus almas en manos del Señor viviente.
Matthew
Plalse, un tejedor y cristiano sincero y agudo, fue llevado delante de Thomas,
obispo de Dover, y de otros inquisidores, a los que embromó ingeniosamente con
sus respuestas indirectas, de las que lo que sigue es una muestra:
Doctor
Harpsfield. Cristo llamó al pan Su cuerpo; ¿qué dices tú qué es?
Plaise.
Creo que es lo que les dio.
Dr.
H. ¿Y qué era?
P.
Lo que El partió.
Dr.
H. ¿Y qué partió?
P.
Lo que tomó.
Dr.
H. ¿Qué tomó?
P.
Digo yo que lo que les dio, lo que ciertamente comieron.
Dr.
H. Bien, entonces tú dices que era solamente pan lo que los discípulos
comieron.
P.
Yo digo que lo que él les dio, y que ellos verdaderamente comieron.
Siguió
una discusión muy prolongada, en la que le pidieron a Plaise que se humillara
ante el obispo; pero a esto rehusó. No se sabe si este valeroso hombre murió en
la cárcel, o si fue ejecutado o liberado.
EL REV. JOHN HULLIER
El
Rev. John Hullier se educó en Eton College, y con el tiempo vino a ser vicario
de Babram, a tres millas de Cambridge, y luego fue a Lynn, donde, al oponerse a
la superstición de los papistas, fue llevado ante el doctor Thirlby, obispo de
Ely, y enviado al castillo de Cambridge; aquí estuvo un tiempo, y luego fue
enviado a la prisión de Tolbooth, donde, después de tres meses, fue llevado a la
Iglesia de Santa María, y allí condenado por el doctor Fuller. En jueves Santo
fue llevado a la hoguera; mientras se quitaba la ropa, le dijo a la gente que
estaba a punto de sufrir por una causa justa, y los exhortó a creer que no
había otra roca que Jesucristo sobre la que edificar.
Un
sacerdote llamado Boyes le pidió entonces al alcalde que lo silenciara. Después
de orar, se fue mansamente a la pira, y atado entonces con una cadena y metido
en un barril de brea, prendieron fuego a las cañas y a la leña. Pero el viento
arrastró el fuego directamente detrás suyo, lo que le hizo orar tanto más
fervientemente bajo una severa agonía. Sus amigos pidieron al verdugo que
prendiera fuego a los haces con el viento a su cara, lo que fue hecho de
inmediato.
Echaron
ahora una cantidad de libros al fuego, uno de los cuales (el Servicio de
Comunión) atrapó él, lo abrió, y gozosamente lo estuvo leyendo, hasta que el
fuego y el humo le privaron de la visión; pero incluso entonces, en ferviente
oración, apretó el libro contra su corazón, dando gracias a Dios por darle, en
sus últimos momentos, este don tan precioso.
Siendo
cálido el día, el fuego ardió violentamente; en un momento de-terminado, cuando
los espectadores pensaban que ya había dejado de existir, exclamó repentinamente:
«Señor Jesús, recibe mi espíritu», y con mansedumbre entregó su vida. Fue
quemado en Jesús Green, no lejos de Jesús College. Le habían dado pólvora, pero
había muerto ya antes que se encendiera. Este piadoso mártir constituyó un
singular espectáculo, porque su carne quedó tan quemada desde los huesos, que
siguieron erguidos, que presentó la idea de una figura esquelética encadenada a
una estaca. Sus restos fueron anhelantemente tomados por la multitud, y
venerados por todos los que admiraban su piedad o detestaban el inhumano
fanatismo.
SIMÓN MILLER Y ELIZABETH COOPER
En
el siguiente mes de julio estos dos recibieron la corona del martirio. Miller
vivía en Lynn, y acudió a Norwich, donde, poniéndose a la puerta de una de las
iglesias, mientras la gente salía, pidió saber a dónde podría ir para recibir
la Comunión. Por esta causa, un sacerdote lo hizo llevar delante del doctor
Dunning, que lo hizo encerrar; pero luego le dejaron volver a su casa para que
arreglara sus asuntos; después de ello volvió a la casa del obispo, y a su
cárcel, donde se quedó hasta el trece de julio, el día en que fue quemado.
Elizabeth
Cooper, mujer de un peltrero, de St. Andrews, Norwich, se había retractado;
pero atormentada por lo que había hecho por el gusano que nunca muere, poco
después se dirigió voluntariamente a su iglesia parroquial durante el tiempo
del culto papista, y, puesta en pie, proclamó audiblemente que revocaba su
anterior retractación, y advirtió a la gente que evitara su indigno ejemplo.
Fue sacada de su casa por el señor Sunon, el alguacil mayor, que muy a
regañadientes cumplió la letra de la ley, por cuanto habían sido siervos y
amigos en el pasado. En la estaca, la pobre sufriente, sintiendo el fuego,
gritó: «¡Oh!», a lo cual el señor Miller, pasando la mano detrás de él hacia
ella, la animó a alentarse, «porque (le dijo) buena hermana, tendremos una
gozosa y feliz cena.» Alentada por este ejemplo y exhortación, se mantuvo
inamovible en la terrible prueba, y demostró, junto a él, el poder de la fe
sobre la carne.