1ª s; PERSECUSIONES EN INGLATERRA REINADO DE MARIA LA REINA

INTRODUCCIÓN

La prematura muerte del célebre y joven monarca Eduardo VI causó acontecimientos de lo más extraordinarios y terribles que jamás hubieran tenido lugar desde los tiempos de la encarnación de nuestro bendito Señor y Salvador en forma humana. Este triste acontecimiento se convirtió pronto en un tema de general lamentación.
La sucesión al trono británico llegó pronto a ser objeto de disputa, y las escenas que se sucedieron fueron una demostración de la seria aflicción en la que estaba envuelto el reino. Conforme fueron desarrollándose más y más las consecuencias de esta pérdida para la nación, el recuerdo de su gobierno vino a ser más y más un motivo de gratitud generalizada. La terrible perspectiva que pronto se presentó a los amigos de la administración de Eduardo, bajo la dirección de sus consejeros y siervos, vino a ser algo que las mentes reflexivas se vieron obligadas a contemplar con la más alarmada aprensión. La rápida aproximación que se hizo a una total inversión de las actuaciones del reinado del joven rey mostraba los avances que de esta manera iban a una resolución total en la dirección de las cuestiones públicas tanto en la Iglesia como en el estado.
Alarmados por la condición en la que probablemente se iba a encontrar involucrado el reino por la muerte del rey, el intento por impedir las consecuencias, que se veían sobrevenir con mucha claridad, produjo los más serios y fatales efectos. El rey, en su larga y prolongada enfermedad, fue inducido a hacer testamento, en el que otorgaba la corona inglesa a Lady Jane, hija del duque de Suftolk, que se había casado con Lord Guilford, hijo del duque de Northumberland, y que era nieta de la segunda hermana del rey Enrique, casada con Carlos, duque de Suffolk.
Por este testamento se pasó por alto la sucesión de María y Elizabeth, sus dos hermanas, por el temor a la vuelta al sistema del papado; y el consejo del rey, con los jefes de la nobleza, el alcalde mayor de la ciudad de Londres, y casi todos los jueces y los principales legisladores del reino, firmaron sus nombres a este documento, como sanción a esta medida. El Lord principal de la Justicia, aunque verdadero protestante y recto juez, fue el único en negarse a poner su nombre en favor de Lady Jane, porque ya había expresado su opinión de que María tenía derecho a tomar las riendas del gobierno.
Otros objetaban a que María fuera puesta en el trono, por los temores que tenían de que pudiera casarse con un extranjero, y con ello poner a la corona en considerable peligro. También la parcialidad que ella mostraba en favor del papismo dejaba bien pocas dudas en las mentes de muchos de que sería inducida a avivar los intereses del Papa y a cambiar la religión que había sido usada tanto en los días de su padre, el Rey Enrique, como en los de su hermano Eduardo; porque durante toda este tiempo había ella manifestado una gran terquedad e inflexibilidad, como ha de ser evidente en base de la carta que envió a los lores del consejo, por la que presentó sus derechos a la corona a la muerte de su hermano.
Cuando ésta tuvo lugar, los nobles, que se habían asociado para impedir la sucesión de María, y que habían sido instrumentos en promover y quizá aconsejar las medidas de Eduardo, pasaron rápidamente a proclamar a Lady Jane Gray como reina de Inglaterra, en la ciudad de Londres y en varias otras ciudades populosas del reino. Aunque era joven, poseía talentos de naturaleza superior, y su aprovechamiento bajo un muy excelente tutor le había dado grandes ventajas.
Su reinado sólo duró cinco días, porque María, consiguiendo la corona por medio de falsas promesas, emprendió rápidamente la ejecución de sus expresas intenciones de extirpar y quemar a cada protestante. Fue coronada en Westminster de la manera usual, y su accesión fue la señal para el inicio de la sangrienta persecución que tuvo lugar.
Habiendo obtenido la espada de la autoridad, no fue remisa en emplearla. Los partidarios de Lady Jane Gray estaban destinados a sentir su fuerza. El duque de Northumberland fue el primero en experimentar su salvaje resentimiento. Después de un mes de encierro en la Torre fue condenado, y llevado al cadalso para sufrir como traidor. Debido a la variedad de sus crímenes debidos a una sórdida y desmesurada ambición, murió sin que nadie se compadeciera de él ni lo lamentara.
Los cambios que se sucedieron con toda celeridad declararon de manera inequívoca que la reina era desafecta al actual estado de la religión. El doctor Poynet fue desplazado para dejar sitio a Gardiner como obispo de Winchester, el cual recibió también el importante puesto de Lord Canciller. El doctor Ridley fue echado de la sede de Londres, y Bonne puesto en su lugar. J. Story fue echado del obispado de Chichester, para poner allí al doctor Day. J. Hooper fue enviado preso a Fleet, y el doctor Heath instalado en la sede de Worcester. Miles Coverdale fue también echado de Exeter, y el doctor Vesie tomó su lugar en aquella diócesis. El doctor Tonstail fue también ascendido a la sede de Durham.
Al observarse y señalarse estas cosas, fueron oprimiéndose y turbándose más y más los corazones de los buenos hombres; pero los malvados se regocijaban. A los embusteros tanto les daba como fuera la cuestión; pero aquellos cuyas conciencias estaban ligadas a la verdad percibieron como se encendían las hogueras que después deberían servir para destrucción de tantos verdaderos cristianos.

LAS PALABRAS Y LA CONDUCTA DE LADY JANE GRAY EN EL CADALSO

La siguiente víctima fue la gentil Lady Jane Gray, que, por su aceptación de la corona ante las insistentes peticiones de sus amigos, incurrió en el implacable resentimiento de María. Al subir al cadalso, se dirigió con estas palabras a los espectadores: «Buena gente, he venido aquí a morir, y por una ley he sido condenada a ello.
El hecho contra la majestad de la reina era ilegitimo, y que yo accediera a ello; pero acerca de la toma de decisión y el deseo de lo mismo por mi parte o en mi favor, me lavó este día las manos en mi inocencia delante de Dios y delante de vosotros, buena gente cristiana.» E hizo entonces el movimiento de fregarse las manos, en las que tenía su libro. Luego les dijo: «Os pido a todos buena gente cristiana, que me seáis testigos de que muero como buena cristiana, y que espero ser salva sólo por la misericordia de Dios en la sangre de Su único Hijo Jesucristo, y no por otro medio alguno: y confieso que cuando conocí la Palabra de Dios, la descuidé, amándome a mi misma y al mundo, y por ello felizmente y con merecimiento me ha sobrevenido esta plaga y castigo; pero doy gracias a Dios que en Su bondad me ha dado de esta manera tiempo y descanso para arrepentirme.
Y ahora, buena gente, mientras estoy viva, os ruego que me auxiliéis con vuestras oraciones.» Luego, arrodillándose, se dirigió a Feckenham, diciéndole: «¿Diré este Salmo?» y él le dijo: «SI. » Entonces pronunció el Salmo Miserere mei Deus, en inglés, de la forma más devota hasta el final; luego se levantó, y le dio a su dama, la señora Ellen, sus guantes y su pañuelo, y su libro al señor Bruges; luego se desató su vestido, y el verdugo se acercó para ayudarla a sacárselo; pero ella, pidiéndole que la dejara sola, se volvió hacia sus dos damas, que la ayudaron a quitárselo, y también le dieron un hermoso pañuelo con el que vendarse los ojos.
Luego el verdugo se arrodilló, y le pidió perdón, dándoselo ella muy bien dispuesta. Luego le pidió que se pusiera de pie sobre la paja, y al hacerlo vio el tajo. Entonces le dijo: «Te ruego que acabes conmigo rápidamente.» Luego se arrodilló, diciendo: «¿Me descabezarás antes que le estire?» Y el verdugo le dijo: «No, señora.» Entonces se vendó los ojos, y buscando el tajo a tientas, dijo: «¿Qué voy a hacer? ¿Dónde está, dónde está?» Uno de los que estaban allí la condujo, y ella puso la cabeza sobre el tajo, y luego dijo: «Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Así acabo su vida, el año de nuestro Señor de 1554, el doce de febrero, teniendo alrededor de diecisiete años.
Así murió Lady Jane; y aquel mismo día fue decapitado Lord Guilford, su marido, uno de los hijos del duque de Nonhumberland; eran dos inocentes en comparación con aquellos que estaban sobre ellos. Porque eran muy jóvenes, y aceptaron ignorantemente aquello que otros habían tramado, consintiendo que por proclamación pública fuera arrebatado a otros para que les fuera dado a ellos.
Acerca de la condenación de esta piadosa dama, se debe recordar que el Juez Morgan, que pronunció la sentencia contra ella, cayó loco poco después de haberla condenado, y en sus delirios clamaba continuamente que le quitaran a Lady Jane de delante de él, y así acabo su vida.
El veintiuno del mismo mes, Enrique duque de Suffolk fue decapitado en la Torre, el cuarto día después de su condena; en aquel mismo tiempo muchos caballeros e hidalgos fueron condenados, de los que algunos fueron ejecutados en Londres, y otros en otros condados. Entre ellos se encontraba Lord Thomas Gray, hermano del duque de Suffolk, que fue apresado no mucho tiempo después en el norte de Gales, y ejecutado por la misma causa. Sir Nicholas Throgmorton escapó muy apuradamente.

JOHN ROGERS, VICARIO DEL SANTO SEPULCRO, Y LECTOR DE SAN PABLO EN LONDRES

John Rogers se educó en Cambridge, y fue después muchos años capellán de los mercaderes desplazados a Amberes, en Brabante. Allí conoció al célebre mártir William Tyndale, y a Miles Coverdale, ambos voluntariamente exiliados de su país por su aversión a la superstición e idolatría papal. Ellos fueron los instrumentos de su conversión, y se unió con ellos en la producción de aquella traducción de la Biblia al inglés conocida como «Traducción de Thomas Mathew.»
Por las Escrituras supo que los votos ilegítimos podían ser legítimamente quebrantados; por ello contrajo matrimonio y se dirigió a Wittenberg, en Sajonia, para aumentar sus conocimientos; allí aprendió la lengua alemana, y recibió el encargo de una congregación, cargo que desempeñó fielmente durante muchos años. Al acceder el Rey Eduardo al trono, se fue de Sajonia para impulsar la obra de la Reforma en Inglaterra. Tras un tiempo, Nicholas Ridley, que era entonces obispo de Londres, le hizo canónigo de la Catedral de San Pablo, y el deán y el capítulo lo designaron lector allí de la lección de teología. Allí continuó hasta la accesión al trono de la Reina María, cuando fueron desterrados el Evangelio y la verdadera religión, e introducidos el Anticristo de Roma, con su superstición e idolatría.
La circunstancia de que el señor Rogers predicó en Paul's Cross, después que la Reina María llegara a la Torre, ya ha sido relatada. Confirmó él en sus sermones la doctrina enseñada en la época del Rey Eduardo, exhortando al pueblo a guardarse de la abominación del papismo, de la idolatría y de la superstición. Por esta razón fue llamado a dar cuenta, pero se defendió de manera tan capaz que fue por el momento libertado.
Pero la proclamación de la reina prohibiendo la verdadera predicación dio a sus enemigos un nuevo asidero contra él. Por ello, fue llamado de nuevo ante el consejo, y se le ordenó el arresto domiciliario. Se quedó entonces en su casa, aunque hubiera podido escapar y fue cuando vio que el estado de la verdadera religión era desesperado. Sabía que no le faltaría un sueldo en Alemania; y no podía olvidar a su mujer y a sus diez hijos, ni dejar de tratar obtener los medios para suplir a sus necesidades. Pero todas estas cosas fueron insuficientes para inducirle a irse, y, cuando fue llamado a responder de la causa de Cristo, la defendió firmemente, y puso su vida en peligro por esta causa.
Después de un largo encarcelamiento en su propia casa, el agitado Bonner, obispo de Londres, lo hizo encerrar en Newgate, echándolo en compañía de ladrones y asesinos.
Después que el señor Rogers hubiera sufrido un estricto encarcelamiento durante largo tiempo, entre ladrones, y habiendo sufrido muchos interrogatorios y un trato muy poco caritativo, fue finalmente condenado de la manera más injusta y cruel por Stephen Gardiner, obispo de Winchester, el cuatro de febrero del año 1555 de nuestro Señor. Un lunes por la mañana, fue repentinamente advertido por el guarda de Newgate que se preparara para la hoguera. Estaba profundamente dormido, y les costó mucho despertarlo.
Al final, despierto y levantado, al ser apremiado a que se apresurara, dijo: «Si es así, no hay necesidad de atarme las lazadas.» Así lo llevaron, primero al obispo Bonner, para que lo degradara. Hecho esto, le hizo un solo ruego al obispo Bonner, y Bonner le preguntó qué era. El señor Rogers le pidió poder hablar un breve tiempo con su mujer antes de ser quemado; pero el obispo se negó.
Cuando llegó el momento de ser llevado de Newgate a Smithfield, donde iba a ser ejecutado, un alguacil llamado Woodroofe se acercó al señor Rogers, y le preguntó si quería retractarse de su abominable doctrina y de la mala opinión acerca del Sacramento del altar. El señor Rogers respondió; «Lo que he predicado lo sellaré con mi sangre.» Entonces Woodroofe le dijo: «Eres un hereje.» «Esto se sabrá,» replicó el señor Rogers, «en el Día del Juicio.» «Bien,» le dijo Woodroofe, «nunca oraré por ti.» «Pero yo si oraré por ti,» le dijo el señor Rogers; así fue sacado aquel mismo día, el cuatro de febrero, y llevado por los alguaciles hacia Smitlhlield, diciendo por el camino el Salmo Miserere, y dejando al pueblo asombrado con su entereza, dando a Dios alabanzas y gratitud por ello.
Allí, en presencia del señor Rochester, controlador de la casa de la Reina, de Sir Richard Southwell, ambos alguaciles y una gran multitud, fue reducido a cenizas, lavándose las manos en la llama mientras ardía. Poco antes de ser quemado le trajeron el indulto si se retractaba; pero rehusó de manera total. El fue el primer mártir de toda la bendita compañía que sufrió en tiempos de la Reina María que ardió en el fuego. Su mujer e hijos, once en total, diez que podían caminar, y un bebé de pecho, lo fueron a ver por el camino cuando se dirigía a Smithfield. El triste espectáculo de ver a su propia carne y sangre no le movió sin embargo a debilidad, sino que aceptó su muerte con constancia y ánimo, en defensa y en la batalla del Evangelio de Cristo.»

EL REV. LAWRENCE SAUNDERS

El señor Saunders, después de pasar algún tiempo en la escuela de Eaton, fue escogido para ir a King's College, en Cambridge, donde estuvo durante tres años, creciendo en conocimientos y aprendiendo mucho por aquel breve espacio de tiempo. Poco después se fue de la universidad y volvió a casa de sus padres, pero pronto volvió a Cambridge para seguir estudiando, y comenzó a añadir al conocimiento del latín el estudio de las lenguas griegas y hebrea, y se dio al estudio de las Sagradas Escrituras, para capacitarse mejor para el oficio de predicador.
Al comienzo del reinado de Eduardo, cuando fue introducida la verdadera religión de Dios, después de obtener licencia comenzó a predicar, y fue tan del agrado de los que entonces tenían autoridad, que lo designaron para leer una conferencia de teología en el College de Fothringham. Al disolverse el College de Fothringham, fue designado como lector de la catedral en Litchfield. Después de un cierto tiempo, se fue de Litchfield a una prebenda en Leicestershire llamada Church-langton, donde tuvo residencia, enseñó con diligencia, y mantuvo casa abierta.
De allí fue llamado a tomar una prebenda en la ciudad de Londres llamada Todos Santos, en Bread Street. Después de esto predicó en Northampton, nunca mezclándose con el estado, sino pronunciando abiertamente su conciencia contra las doctrinas papistas que podían pronto volver a levantar cabeza en Inglaterra, como una justa peste por el poco amor que mostraba la nación inglesa entonces por la bendita Palabra de Dios, que les había sido ofrecida de manera tan abundante.
El partido de la reina se encontraba allí, y al oírle se sintieron ofendidos por su sermón, y por ello lo tomaron preso. Pero en parte por amor a sus hermanos y amigos, que eran los principales agentes de la reina entre ellos, y en parte porque no había quebrantado ley alguna con su predicación, lo dejaron ir.
Algunos de sus amigos, al ver aquellas terribles amenazas, le aconsejaron que huyera del reino, lo que él rehusó hacer. Pero al ver que se le iba a privar por medios violentos hacer el bien en aquel lugar, volvió a Londres a visitar su grey.
En la tarde del domingo 15 de octubre de 1554, mientras leía en su iglesia para exhortar a su pueblo, el obispo de Londres le interrumpió, enviando a un alguacil para llevárselo.
Le dijo el obispo que en su caridad se complacía en dejar pasar su traición y sedición por entonces, pero que estaba dispuesto a demostrarlo hereje a él y a todos los que enseñaban que la administración de los Sacramentos y todos los órdenes de la Iglesia son más puros cuanto más se aproximen al orden de la Iglesia primitiva.
Después de una larga conversación acerca de esta cuestión, el obispo le pidió que escribiera lo que creía acerca de la transubstanciación. Lawrence Saunders lo hizo, diciendo: «Mi señor, vos buscáis mi sangre, y la tendréis; ruego a Dios que seáis bautizado en ella de tal manera que desde entonces abominéis el derramamiento de sangre y os volváis un hombre mejor.» Acusado de contumacia, las severas réplicas del señor Saunders al obispo (que en tiempos pasados, para obtener el favor de Enrique VIII había escrito y hecho imprimir un libro de verdadera obediencia, en el que había declarado abiertamente que María era una bastarda) lo irritaron de tal manera que exclamó: «Llevaos a este frenético insensato a la prisión.»
Después que este bueno y fiel mártir hubo estado encarcelado un año y tres meses, los obispos finalmente lo llamaron, a él y a sus compañeros de prisión, para ser interrogados ante el consejo de la reina.
Acabado su interrogatorio, los oficiales lo sacaron del lugar, y se quedaron fuera hasta que el resto de sus compañeros fueran igualmente interrogados, para llevarlos todos juntos de nuevo a la cárcel.
Después de su excomunión y entrega al brazo secular, fue llevado por el alguacil de Londres al Competer, una cárcel en su propia parroquia de Bread Street, con lo que se regocijó grandemente, porque allí encontró a un compañero de cárcel, el señor Cardmaker, con quien tuvo muchas consoladoras conversaciones cristianas; y porque cuando saliera de aquella cárcel, como antes en su púlpito, podría tener la oportunidad de predicar a sus fieles. El cuatro de febrero, Bonner, obispo de Londres, acudió a la cárcel para degradarlo; al día siguiente, por la mañana, el alguacil de Londres lo entregó a ciertos miembros de la guardia de la reina, que tenían orden de llevarlo a la ciudad de Coventry, para ser allí quemado.
Cuando hubieron llegado a Coventry, un pobre zapatero, que solía servirle con zapatos, acudió a él, y le dijo: «Oh mi buen señor, que Dios le fortaleza y consuele.» «Buen zapatero,» le contestó el señor Saunders, «te pido que ores por mí, porque soy el hombre más inapropiado que jamás haya sido designado para esta elevada misión; pero mi Dios y Padre amante y lleno de gracia es suficiente para hacerme tan fuerte como sea necesario. » Al día siguiente, el ocho de febrero de 1555, fue llevado al lugar de la ejecución, en el parque a las afueras de la ciudad. Fue en una vieja túnica y camisa, descalzo, y a menudo se postraba en tierra para orar.
Cuando llegaron cerca del lugar, el oficial designado para cuidarse de la ejecución le dijo al señor Saunders que él era uno de los que hacían mal al reino de la reina, pero que si se retractaba habría perdón para él. «No seré yo,» respondió el santo mártir, «sino vosotros los que hacéis daño al reino. Lo que yo sostengo es el bendito Evangelio de Cristo; lo creo, lo he enseñado, y jamás lo revocaré.» Luego el señor Saunders se dirigió lentamente hacia el fuego, se puso de rodillas en tierra y oró. Luego se levantó, abrazó la estaca, y dijo varias veces: «¡Bienvenida, cruz de Cristo! ¡Bienvenida, vida eterna!» Aplicaron entonces fuego a la pira, y él, abrumado por las terribles llamas, cayó dormido en brazos del Señor Jesús.
La historia, el encarcelamiento e interrogatorio del señor John Hooper, obispo de Worcester y Gloucester.
John Hooper, estudiante y graduado de la Universidad de Oxford, se sintió tan movido con tan ferviente deseo a amar y conocer las Escrituras que se vio obligado a irse de allí, y quedó en casa de Sir Thomas Arundel como mayordomo, hasta que Sir Thomas se enteró de sus opiniones y religión, que él no favorecía en manera alguna, aunque favorecía cordialmente su persona y condición y anhelaba ser su amigo.
El señor Hooper tuvo ahora la prudencia de abandonar la casa de Sir Thomas y se fue a París, pero poco tiempo después volvió a Inglaterra, y fue acogido por el señor Sentlow, hasta el momento en que de nuevo fue hostigado y perseguido, con lo que volvió a pasar a Francia, y hacia las tierras altas de Alemania; allí, entrando en contacto con hombres eruditos, recibió de ellos libre y afectuosa hospitalidad, tanto en Basilea como especialmente en Zurich por el señor Bullinger, que fue especialmente amigo suyo; allí también contrajo matrimonio con su mujer, que era de Borgoña, y se aplicó diligentemente al estudio de la lengua hebrea.
Al final, cuando Dios tuvo el beneplácito de dar fin al sangriento tiempo de los seis artículos y darnos al Rey Eduardo para reinar sobre este reino, con alguna paz y reposo para la Iglesia, entre los muchos otros exiliados que volvieron a la patria se encontraba también el señor Hooper, que volvió conscientemente, no para ausentarse de nuevo, sino buscando el momento y la oportunidad, ofreciéndose para impulsar la obra del Señor hasta los límites de su capacidad.
Cuando el señor Hooper se hubo despedido del señor Bullinger y de sus amigos en Zurich, se dirigió de vuelta a Inglaterra en el reinado del Rey Eduardo VI, y llegando a Londres, empezó a predicar, la mayoría de los días dos veces, o al menos una vez al día.
En sus sermones, conforme a su costumbre, corregía el pecado y hablaba severamente contra la iniquidad del mundo y los abusos corrompidos de la Iglesia. El pueblo iba en grandes multitudes y grupos a oír su voz a diario, como si fuera el sonido más melodioso y la música del arpa de Orfeo, de modo que a veces, cuando predicaba, la iglesia estaba tan llena que no cabía ni una aguja. Era ferviente en su enseñanza, elocuente en su palabra, perfecto en las Escrituras, infatigable en su tarea, ejemplar en su vida.
Habiendo predicado ante la majestad real, pronto fue designado obispo de Gloucester. Prosiguió dos años en aquel cargo, y se comportó tan bien que sus enemigos no pudieron hallar ocasión contra él, y después fue hecho obispo de Worcester.
El doctor Hooper cumplió la función del más solicito y vigilante pastor por espacio de dos años y algo más, mientras el estado de la religión, en el reinado del Rey Eduardo, fue sano y floreciente.
Después de haber sido citado a comparecer ante Bonner y el doctor Heath, fue llevado al Consejo, acusado en falso de deber dinero a la reina, y en el año siguiente, 1554, escribió un relato de los duros tratos recibidos durante un confinamiento de dieciocho meses en el Fleet, y después de su tercer interrogatorio, el 28 de enero de 1555, en St. Mary Overy's, él, y el Rev. señor Rogers, fueron llevados al Competer en Southwark, donde fueron dejados hasta el día siguiente a las nueve de la mañana, para ver si se retractaban. «Venga, hermano Rogers,» le dijo el doctor Hooper, «¿tenemos que tomar esta cuestión por nosotros, y comenzar a ser asados en estas piras?» «Si, doctor.» dijo el señor Rogers, «por la gracia de Dios.» «No tengas duda alguna,» contestó el doctor Hooper, «de que Dios nos dará fuerzas; » y el pueblo aplaudía tanto su tenacidad que apenas si podían pasar.
El 29 de enero, el obispo Hooper fue degradado y condenado, y el Rev. Señor Rogers fue tratado de manera igual. Al oscurecer, el doctor Hooper fue llevado a Newgate por medio de la ciudad; a pesar de este sigilo, mucha gente salió a sus puertas con luces, saludándole y dando gracias a Dios por su constancia. Durante los pocos días que estuvo en Newgate fue frecuentemente visitado por Bonner y otros, pero sin éxito alguno. Tal como Cristo fue tentado, así le tentaron a él, y luego informaron maliciosamente que se había retractado. El lugar de su martirio fue fijado en Gloucester, con lo que se regocijó mucho, levantando los ojos al cielo, y alabando a Dios que lo mandaba entre aquella gente de la que era pastor, para confirmar allí con su muerte la verdad que antes les había enseñado.
El 7 de febrero llegó a Gloucester, alrededor de las cinco de la tarde, y se alojó en la casa de uno llamado Ingram. Después de dormir algo, se mantuvo en oración hasta la mañana; y todo el día lo dedicó asimismo a la oración, excepto un poco de tiempo en las comidas y cuando conversaba con aquellos que el guarda gentilmente le permitía.
Sir Anthony Kingston, que antes había sido un buen amigo del doctor Hooper, fue designado por una carta de la reina para que presidiera la ejecución. Tan pronto como vio al obispo prorrumpió en lágrimas. Con entrañables ruegos le exhortó a vivir. «Cierto es que la muerte es amarga, y que la vida es dulce,» le dijo el obispo, «pero, ¡ay!, considera que la muerte venidera es más amarga, y que la vida venidera es más dulce.»
Aquel mismo día un chico ciego recibió permiso para ser llevado a la presencia del doctor Hooper. Aquel mismo chico había sufrido prisión en Gloucester, no hacía mucho, por confesar la verdad. « ¡Ah, pobre chico!», le dijo el obispo: «aunque Dios te haya quitado la vista externa, por la razón que Él sabrá mejor, sin embargo ha dotado tu alma con la visión del conocimiento y de la fe. Que Dios te dé gracia para que ores a Él continuadamente, para que no pierdas la vista, porque entonces serías ciertamente ciego de cuerpo y alma.»
Mientras el alcalde esperaba que se preparara para la ejecución, él expresó su total obediencia, y sólo pidió que fuera un fuego rápido que diera fin a sus tormentos. Después de levantarse por la mañana, pidió que no dejaran entrar a nadie en la cámara, para poder estar a solas hasta la hora de la ejecución.
Hacia las ocho de la mañana del 9 de febrero de 1555 fue sacado, y había miles de personas congregadas, porque era día de mercado. A todo lo largo del camino, teniendo órdenes estrictas de no hablar, y viendo al pueblo, que se lamentaba amargamente por él, levantaba a veces los ojos al cielo, y miraba alegremente a los que conocía; nunca le habían visto, durante todo el tiempo que había estado entre ellos antes, con un semblante tan alegre e iluminado como en aquella ocasión. Cuando llegó al lugar designado para le ejecución, contempló sonriente la estaca y los preparativos hechos para él, cerca del gran olmo delante del colegio de sacerdotes, donde solía predicar antes.
Ahora, después de haber entrado en oración, trajeron una caja, y la pusieron sobre un taburete. En la caja había el perdón de la reina si se retractaba. Al verla, clamó: «¡Si amáis mi alma, quitad esto de ahí!» Al ser quitada la caja, dijo Lord Chandois: «Ya veis que no hay remedio; terminad con él rápidamente.»
Ahora dieron orden para que se encendiera el fuego. Pero debido a que no había más leña verde que la que podían traer dos caballos, no se encendió rápidamente, y también pasó bastante tiempo antes que prendieran las cañas sobre la leña. Al final se prendió el fuego a su alrededor, pero habiendo mucho viento en aquel lugar, y siendo una mañana glacial, apartaba la llama de su alrededor, por lo que quedó poco más que tocado por el fuego.
Al cabo de un rato se trajo leña seca, y se encendió un nuevo fuego con ascuas (porque no había más cañas), y sólo se quemó la parte de abajo, pero no tenía mucha llama por arriba, debido al viento, aunque le quemó el cabello y le abrasó un poco la piel. Durante el tiempo de este fuego, ya desde la primera llama, oró, diciendo mansamente, y no muy fuerte, como alguien sin dolor: «¡Oh Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí y recibe mi alma» Cuando se hubo apagado el segundo fuego, se frotó ambos ojos con las manos, y mirando a la gente, les dijo con voz calmada y fuerte: «Por amor de Dios, buena gente, poned más fuego!»; mientras tanto sus miembros inferiores ardían, pero las ascuas eran tan pocas que la llama sólo chamuscaba sus partes superiores.
Encendieron el tercer fuego al cabo de un rato, que era más intenso que los otros dos. En este fuego él oró con voz alta: «¡Señor Jesús, ten misericordia de mí! ¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!» Y estas fueron las últimas voces que se le oyeron. Pero cuando tenía la boca ennegrecida y su lengua estaba tan hinchada que no podía hablar, sin embargo se movieron sus labios hasta que quedaron encogidos sobre las encías, y se golpeaba el pecho con sus manos hasta que uno de sus brazos se desprendió, y luego siguió golpeando con la otra, mientras que salía la grasa, agua y sangre de los extremos de sus dedos; finalmente, al renovarse el fuego, desaparecieron sus energías, y su mano se quedó fija tras golpear la cadena sobre su pecho. Luego, inclinándose hacia adelante, entregó su espíritu.
Así estuvo tres cuartos de hora o más en el fuego. Como un cordero, paciente, soportó esta atroz tortura, ni moviéndose adelante ni atrás ni a ningún lado, sino que murió tan apaciblemente como un niño en su cama. Y ahora reina, no tengo duda alguna, como bendito mártir en los gozos del cielo, preparados para los fieles en Cristo desde antes de la fundación del mundo, y por la constancia de los cuales todos los cristianos deben alabar a Dios.

LA VIDA Y CONDUCTA DEL DOCTOR ROWLAND TAYLOR DE HADLEY

El doctor Rowland Taylor, vicario de Hadley, en Suffolk, era hombre de eminente erudición, y había sido admitido al grado de doctor de ley civil y canónica.
Su adhesión a los principios puros e in corrompidos del cristianismo lo recomendaron al favor y a la amistad del doctor Cranmer, arzobispo de Canterbury, con quien vivió mucho tiempo, hasta que por medio de su interés obtuvo la vicaría de Hadley.
No sólo su palabra les predicaba, sino que toda su vida y conversación era un ejemplo de vida cristiana no fingida y de verdadera santidad. Estaba exento de soberbia; era humilde y gentil como un niño, de modo que nadie era tan pobre que no pudiera recurrir a él como a un padre, con toda libertad; y su humildad no era infantil o cobarde, sino que, cuando la ocasión lo demandaba y el lugar lo precisaba, era firme en reprender el pecado y a los pecadores. Nadie era demasiado rico para que él no fuera a reprende ríes claramente por sus faltas, con reprensiones tan solemnes y graves como convenían a un buen cura y pastor. Era un hombre muy gentil, sin rencor ni resentimientos ni mala voluntad hacia nadie; estaba siempre dispuesto a hacer el bien a todos; perdonaba bien dispuesto a sus enemigos, y nunca intentó hacer a nadie daño alguno.
Era, para los pobres que eran ciegos, cojos, que estaban enfermos, echados en el lecho de dolor, o que tenían muchos hijos, un verdadero padre, un protector solícito, y un proveedor diligente, de manera que hizo que los fieles hicieran un fondo general para ellos; y él mismo (además del alivio continuo que siempre encontraban en su casa) daba una porción digna cada año al cepillo de las ofrendas comunes. Su mujer era también una matrona honrada, discreta y sobria, y sus hijos estaban bien educados, criados en el temor de Dios y en una buena instrucción.
Era buena sal de la tierra, con un sano mordiente para las formas corrompidas de los malvados; luz en la casa de Dios, puesta en un candelero para que lo imitaran y siguieran todos los hombres buenos.
Así continuó este buen pastor entre su grey, gobernándolos y conduciéndolos a través del desierto de este malvado mundo, todos los días de aquel santo e inocente rey de bendita memoria, Eduardo VI. Pero a su muerte, y a la accesión de la Reina María al trono, no escapó a la negra nube que se abatió también sobre tantos; porque dos miembros de su parroquia, un abogado llamado Foster, y un comerciante llamado Claik, guiados por un ciego celo, decidieron que se celebrara la Misa, con todas sus formas de superstición, en la iglesia parroquial de Hadley, el lunes antes de la Pascua.
El doctor Taylor, entrando en la iglesia, lo prohibió estrictamente; pero Clark echó al Doctor fuera de la iglesia, celebró la Misa e inmediatamente informó al Lord Canciller, obispo de Winchester, de su conducta, el cual lo llamó a comparecer y a dar respuesta a las acusaciones que se hacían contra él.
El doctor, al recibir el llamamiento, se preparó bien dispuesto para obedecerlo, rechazando el consejo de sus amigos para que huyera al otro lado del mar. Cuando Gardiner vio al doctor Taylor, lo injurió, según era su hábito. El doctor Taylor escuchó los insultos con paciencia, y cuando el obispo le dijo: «¿Cómo te atreves a mirarme a la cara? ¿No sabes quién soy yo?», el doctor Taylor le contestó: «Sois Stephen Gardiner, obispo de Winchester, y Lord Canciller, pero sois sólo un hombre mortal. Pero si yo hubiera de temer vuestra señorial apariencia, ¿por qué no teméis vosotros a Dios, el Señor de todos nosotros? ¿Con qué rostro apareceréis ante el tribunal de Cristo, y responderéis del juramento que hicisteis primero al Rey Enrique VIII, y después a su hijo el Rey Eduardo VI?»
Siguió una larga conversación, en la que el doctor Taylor habló tan mesurada y severamente a su antagonista que éste exclamó: «¡Eres un blasfemo hereje! ¡En verdad blasfemas contra el bendito Sacramento (y aquí se quitó el capelo) y hablas en contra de la santa Misa, que es constituida sacrificio por los vivos y los muertos!» después, el obispo lo entregó al tribunal real.
Cuando el doctor Taylor llegó allí, encontró al virtuoso y diligente predicador de la Palabra de Dios que era el señor Bradford, el cual igualmente dio gracias a Dios por darle tal buen compañero de prisión; y ambos juntos alabaron a Dios, y persistieron en oración, en la lectura, y en exhortarse mutuamente.
Después que el doctor Taylor estuvo un tiempo en la cárcel, fue citado para comparecer bajo las arcadas de la iglesia de Bow.
Condenado, el doctor Taylor fue enviado a Clink, y los guardas de aquella cárcel recibieron orden de tratarlo mal. Por la noche fue llevado a Poultry Competer.
Cuando el doctor Taylor hubo permanecido en Competer alrededor de una semana, el cuatro de febrero llegó Bonner para degradarlo, llevando consigo ornamentos pertenecientes a la comedia de la misa; pero el Doctor rehusó aquellos disfraces, que finalmente le fueron puestos a la fuerza.
La noche después de ser degradado, su mujer lo visitó con su siervo John Hull y con su hijo Thomas, y por la bondad de los carceleros pudieron cenar con él.
Después de cenar, andando arriba y abajo, dio gracias a Dios por Su gracia, que le había dado fortaleza para mantenerse en Su santa Palabra. Con lágrimas oraron juntos, y se besaron. A su hijo Thomas le dio un libro latino que contenía los dichos notables de los antiguos mártires, y al final del mismo escribió su testamento: «Digo a mi esposa y a mis hijos: El Señor me dio a vosotros, y el Señor me ha quitado de vosotros y a vosotros de mí: ¡Bendito sea el nombre del Señor! Creo que son bienaventurados los que mueren en el Señor. Dios se cuida de los pajarillos, y cuenta los cabellos de nuestras cabezas.
Le he encontrado a Él más fiel y favorable que pueda serlo ningún padre o marido. Por ello, confiad en Él por medio de los méritos de nuestro amado Salvador Cristo; creed en El, amadle, temedle y obedecedle. Orad a Él, porque Él ha prometido ayudar. No me consideréis muerto, porque ciertamente viviré y nunca moriré. Voy delante, y vosotros me seguiréis después, a nuestro eterno hogar.»
Por la mañana, el alguacil de Londres y sus oficiales fue a Competer a las dos de la madrugada, y se llevó al doctor Taylor, y sin luz alguna lo llevó a Woolsack, un mesón fuera de las murallas cerca de Aldgate. La mujer del doctor Taylor, que sospechaba que aquella noche se llevarían a su marido, había estado vigilando en el porche de la iglesia de St. Botolph, junto a Aldgate, teniendo a sus dos hijas consigo, una, Elizabeth, que tenía trece años (la cual, dejada huérfana de padre y madre, la había adoptado el doctor Taylor desde los tres años de edad), y la otra, María, hija camal del doctor Taylor.
Ahora, cuando el alguacil y su grupo llegaron frente a la iglesia de St. Botolph, Elizabeth gritó, diciendo: «¡Padre querido! ¡Madre, madre, allí se están llevado a mi padre!» Entonces la mujer gritó: Rowland, Rowland, ¿dónde estás?, porque era una mañana sumamente oscura, y no podían verse bien unos a otros. El doctor Taylor contestó: «Querida esposa, estoy aquí», y se detuvo. Los hombres del alguacil lo habían empujado para hacerle proseguir el camino, pero el alguacil dijo: «Deteneos un poco, señores, os ruego, y dejadle hablar con su mujer»; entonces se detuvieron.
Entonces ella se acercó a él, y él tomó a su hija María en sus brazos; y él, su mujer y Elizabeth se arrodillaron y oraron la Oración del Señor, ante lo que el alguacil lloró abiertamente, como también varios otros de la compañía. Después de haber orado, se levantó y besó a su mujer, y le dio la mano, diciéndole: «Adiós, mi querida esposa; aliéntate, porque tengo la conciencia en paz. Dios suscitará un padre para mis hijas.»
A todo lo largo del camino, el doctor Taylor estuvo gozoso y feliz, como disponiéndose a ir al banquete o fiesta de bodas más esplendorosa. Les dijo cosas muy notables al alguacil y a los caballeros de la guardia que le llevaban, y a menudo los movió a lágrimas, con sus fervientes llamamientos al arrepentimiento y a enmendar sus vidas malas y perversas. Otras varias veces los hizo asombrar y gozarse, al verlo tan constante y firme, carente de temor, gozoso de corazón, y feliz de morir.
Cuando llegó a Aldham Common, el lugar donde debía sufrir, al ver tanta multitud reunida, preguntó: «¿Cuál es este lugar, y para qué se ha reunido tanta gente aquí?» Le respondieron: «Este lugar se llama Aldham Common, el lugar donde debes sufrir; y esta gente ha venido a contemplarte” Entonces él dijo: «¡Gracias a Dios, ya casi estoy en casa», y desmontó de su caballo, y con ambas manos se arrancó el capuchón de la cabeza.
Su cabello había sido rapado y recortado como se cortaba el cabello a los locos, y el costo de esto lo había sufragado el buen obispo Bonner de su propio bolsillo. Pero cuando el pueblo vio su reverendo y anciano rostro, con una larga barba blanca, prorrumpieron todos en lágrimas, llorando y clamando: «¡Dios te salve, buen doctor Taylor! ¡Que Jesucristo te fortalezca y te ayude! ¡Que el Espíritu Santo te conforte!», y otros buenos deseos parecidos.
Cuando hubo orado, fue a la estaca y la besó, y entró en un barril de brea que habían puesto para que se metiera en él, y se puso de pie dándole la espalda a la estaca, con las manos plegadas juntas, y los ojos al cielo, y orando de continuo.
Luego le ataron con las cadenas, y habiendo puesto la leña, uno llamado Warwick le echó cruelmente una gavilla de leña encima que le golpeó en la cabeza y le cortó el rostro, de manera que le manó la sangre. Entonces le dijo el doctor Taylor: «Amigo, ya tengo suficiente daño; ¿para qué esto?»
Sir John Shelton estaba cerca mientras el doctor Taylor hablaba, y al decir el Salmo Miserere en latín, le golpeó en los labios: «Granuja,» le dijo, «habla en latín: te obligaré.» Al final encendieron el fuego, y el doctor Taylor, levantando ambas manos, clamando a Dios, dijo: «¡Misericordioso Padre del cielo! ¡Por causa de Jesucristo, mi Salvador, recibe mi alma en tus manos!» Así se quedó entonces sin gritar ni moverse, con las manos juntas, hasta que Soyce le hirió en la cabeza con una alabarda hasta que se derramaron sus sesos y el cadáver cayó dentro del luego.
Así entregó este hombre de Dios su bendita alma en manos de su misericordioso Padre, y a su amadísimo Salvador Jesucristo, a quien amó tan enteramente, y había predicado tan fiel y fervorosamente, siguiéndole obedientemente en su vida, y glorificándole constantemente en su muerte.

EL MARTIRIO DE WILLIAM HUNTER

William Hunter había sido instruido en las doctrinas de la Reforma desde su más tierna infancia, descendiendo de padres religiosos que le instruyeron solícitamente en los principios de la verdadera religión.
Hunter, que tenía entonces diecinueve años, rehusó recibir la comunión en la Misa, y fue amenazado con ser llevado delante del obispo, ante quien este valiente joven mártir fue llevado por un policía.
Bonner hizo llevar a William a una sala, y allí comenzó a razonar con él, prometiéndole seguridad y perdón si se retractaba. Incluso se habría contentado con que fuera sólo a recibir la comunión y a la confesión, pero William no estaba dispuesto a ello ni por todo el mundo.
Por esto, el obispo ordenó a sus hombres que pusieran a William en el cepo en su casa en la puerta, donde quedó dos días y dos noches, con sólo una corteza de pan negro y un vaso de agua, que él ni tocó.
Al final de los dos días, el obispo fue a él, y hallándolo firme en su fe, lo envió a la cárcel de convictos, ordenando al carcelero que le cargara de tantas cadenas como pudiera llevar. Quedó en la prisión por nueve meses, durante los que compareció cinco veces ante el obispo, además de la ocasión en que fue condenado en el consistorio en San Pablo, el 9 de febrero, ocasión en la que estuvo presente su hermano Robert Hunter.
Entonces el obispo llamó a William, y le preguntó si estaba dispuesto a retractarse, y al ver que permanecía inamovible, pronunció sentencia contra él de que debía ir desde aquel lugar a Newgate por un tiempo, y luego a Brentwood, para ser quemado allí.
Al cabo de un mes, William fue enviado a Brentwood, donde iba a ser ejecutado. Al llegar a la estaca, se arrodilló y leyó el Salmo Cincuenta y Uno, hasta que llegó a estas palabras: «Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.» Firme en rehusar el perdón de la reina si apostataba, finalmente un alguacil llamado Richard Ponde acudió y le apretó una cadena alrededor de él.
William echó ahora su salterio en manos de su hermano, que le dijo: «William, medita en la santa pasión de Cristo, y no temas a la muerte.» «He aquí,» respondió William, «no tengo miedo.» Luego levantó sus manos al cielo, y dijo: «Señor, Señor, Señor, recibe mi espíritu», e inclinando la cabeza hacia el asfixiante humo, entregó su vida por la verdad, sellándola con su sangre para alabanza de Dios.

EL DOCTOR ROBERT FARRAR

Este digno y erudito prelado, obispo de St. David's en Gales, se había mostrado muy celoso en el anterior reino, como también desde la accesión de María, en impulsar las doctrinas reformadas y en denunciar los errores de la idolatría papista, y fue llamado, entre otros, para comparecer ante el perseguidor obispo de Winchester y otros comisionados designados para esta abominable obra de devastación y matanza.
Sus principales acusadores y perseguidores, sobre una acusación de traición a la corona durante el reinado de Eduardo VI, fueron su criado George Constantine Walter; Thomas Young, chantre de la catedral y después obispo de Bangor, etc. el doctor Farrar respondió capazmente a las copias de la denuncia que le dieron, consistente en cincuenta y seis artículos. Todo el proceso judicial fue largo y tedioso.
Hubo retraso tras retraso, y después que el doctor Farrar hubiera estado injustamente detenido en custodia, bajo el reinado del Rey Eduardo, porque había sido ascendido por el duque de Somerset, por lo que después de su caída encontró menos amigos para apoyarle en contra de los que querían su obispado al llegar la Reina María, fue acusado e interrogado no por cuestión alguna de traición, sino por su fe y doctrina; por este motivo fue hecho comparecer ante el obispo de Winchester con el Obispo Hooper, y los señores Rogers, Bradford, Saunders, y otros el 4 de febrero de 1555; aquel mismo día también habría sido condenado con ellos, pero su condena fue aplazada, y fue enviado de nuevo a la cárcel, donde continuó hasta el 14 de febrero, siendo después enviado a Gales a recibir la sentencia.
Fue seis veces hecho comparecer delante de Henry Morgan, obispo de St. David's, que le pidió que abjurara; esto lo rechazó lleno de celo, apelando al cardenal Pole; a pesar de esto, el obispo, lleno de ira, lo declaró hereje incomunicado, y lo entregó al brazo secular.
El doctor Farrar, condenado y degradado, fue no mucho tiempo después llevado al lugar de ejecución en la ciudad de Carmathen, en cuyo mercado, al sur de la cruz del mercado, sufrió con gran entereza los tormentos del fuego el 30 de marzo de 1555, que era el sábado antes del Domingo de Pasión.
Acerca de su constancia, se dice que un tal Richard Jones, hijo de un caballero del rey, se acercó al doctor Farrar poco antes de su muerte, pareciendo lamentar el dolor de la muerte que iba a sufrir; el obispo le respondió que si le veía una vez agitarse en los dolores de su suplicio, podría entonces no dar crédito a su doctrina; y lo que dijo lo mantuvo, quedándose imperturbable, hasta que un tal Richard Graveil lo abatió con un garrote.

EL MARTIRIO DE RAWLINS WHITE

Rawlins White era pescador de vocación y ocupación, y vivió y se mantuvo de esta profesión por espacio de veinte años al menos, en la ciudad de Cardiff, donde tenía buena reputación entre sus vecinos.
Aunque este buen hombre carecía de instrucción, y era además muy sencillo, le plugo a Dios quitarlo del error de la idolatría y llevarlo al conocimiento de la verdad, por medio de la bendita Reforma en el reinado de Eduardo. Hizo que enseñaran a su hijo a leer el Inglés, y después que el pequeño pudo leer bastante bien, su padre le hacía leer cada día una porción de las Sagradas Escrituras, y de vez en cuando alguna parte de un buen libro.
Tras haberse mantenido en esta confesión por cinco años, murió el Rey Eduardo, y a su muerte accedió la Reina María, y con ella se introdujeron toda clase de supersticiones. White fue apresado por los oficiales de la ciudad como sospechoso de herejía, llevado ante el obispo Llandaff, y encarcelado en Chepstow, y al final llevado al castillo de Cardiff, donde estuvo por espacio de un año entero. Llevado ante el obispo en su capilla, le aconsejó a que se retractara, combinando promesas y amenazas. Pero como Rawlins no estaba dispuesto a retractarse de sus creencias, el obispo le dijo llanamente que debería proceder contra él por ley, y condenarlo como hereje.
Antes de pasar a esta extremidad, el obispo propuso que se hiciera oración por su conversión. «Esta es,» dijo White, «una actuación digna de un obispo digno, y si vuestra petición es piadosa y recta, y oráis como debéis, es indudable que Dios os oirá; orad, pues, a vuestro Dios, y yo oraré a mi Dios.» Cuando el obispo y su grupo terminaron sus oraciones, le preguntó ahora a Rawlins si estaba dispuesto a retractarse. «Veréis,» dijo él, «que vuestra oración no os ha sido concedida, porque yo permanezco igual que antes; y Dios me fortalecerá en apoyo de Su verdad.» Después el obispo probo cómo iría diciendo Misa, pero Rawlins llamó a toda la gente como testigos de que él no se inclinaba ante la hostia.
Terminada la Misa, Rawlins fue llamado de nuevo, y el obispo empleó muchas persuasiones, pero el bienaventurado hombre se mantuvo tan firme en su anterior confesión que de nada sirvieron los razonamientos del obispo. Entonces el obispo hizo que se leyera su sentencia definitiva, y al acabarse la lectura Rawlins fue llevado de nuevo a Cardiff, a una abominable cárcel de la ciudad llamada Cockmarel, donde pasó el tiempo en oración y cantando salmos. Al cabo de unas tres semanas llegó la orden desde la ciudad para que fuera ejecutado.
Cuando llegó al lugar, donde su pobre mujer e hijos estaban de pie llorando, la súbita contemplación de ellos traspasó de tal manera su corazón que las lágrimas bañaron su rostro. Llegando al altar de su sacrificio, yendo hacia la estaca se arrodilló, y besó la tierra; levantándose de nuevo le había quedado algo de tierra pegada a la cara, y dijo estas palabras: «Tierra a la tierra, y polvo al polvo; tú eres mi madre, y a ti volveré.»
Cuando todas las cosas estuvieron dispuestas levantaron una tarima frente a Rawlins White, directamente delante de la estaca, a la que subió un sacerdote, que se dirigió al pueblo, pero, mientras hablaba de la doctrina romanista de los Sacramentos, Rawlins gritó: «¡Ah, hipócrita blanqueado! ¿Presumes tú de demostrar tu falsa doctrina por la Escritura? Mira lo que dice el texto que sigue: ¿Acaso no dijo Cristo, «Haced esto en memoria de mí»?»
Entonces algunos de los que estaban junto a él gritaron: « ¡Prended el fuego, prended el fuego!» Hecho esto, la paja y las cañas dieron una grande y súbita llamarada. En esta llama este buen hombre bañó durante largo tiempo su mano, hasta que los tendones se encogieron y la grasa se deshizo, excepto por un momento en que hizo como si se enjugara la cara con una de ellas. Todo este tiempo, que se prolongó bastante, clamó con fuerte voz: «¡Oh Señor, recibe mi espíritu!» hasta que ya no pudo abrir la boca. Finalmente, la violencia del fuego fue tal contra sus piernas que quedaron consumidas casi antes que el resto de su cuerpo fuera dañado, lo que hizo que todo el cuerpo cayera sobre las cadenas al fuego antes de lo que hubiera sido normal. Así murió este buen hombre por su testimonio de la verdad de Dios, y ahora está indudablemente recompensado con la corona de la vida eterna.

EL REV. GEORGE MARSH

George Marsh nació en la parroquia de Deane, en el condado de Lancaster, recibiendo una buena educación y oficio de sus padres; a los veinticinco años contrajo matrimonio, y vivió en su granja, con la bendición de varios hijos, hasta que su mujer murió. Luego fue a estudiar a Cambridge, y vino a ser capellán del Rev. Lawrence Saunders, y en este puesto expuso de manera constante y llena de celo la verdad de la Palabra de Dios y las falsas doctrinas del moderno Anticristo.
Encerrado por el doctor Coles, obispo de Chester, bajo arresto domiciliario, quedó impedido de la relación con sus amigos durante cuatro meses. Sus amigos y su madre le rogaban insistentemente que huyera «de la ira venidera»; pero el señor Marsh pensaba que un pasó así no sería coherente con la profesión de fe que había mantenido abiertamente durante nueve años. Sin embargo, al final huyó ocultándose, pero tuvo muchas luchas, y en oración secreta rogó que Dios lo condujera, por medio del consejo de sus mejores amigos, para Su propia gloria y para hacer lo que mejor fuera.
Al final, decidido, por una carta que había recibido, a confesar abiertamente la fe de Cristo, se despidió de su suegra y otros amigos, encomendando sus hijos a los cuidados de ellos, y se dirigió a Smethehills, desde donde fue llevado, junto con otros, a Latbum, para sufrir interrogatorio ante el conde de Derby, Sir William Nores, el señor Sherbum, el párroco de Grapnal y otros. Contestó con buena conciencia las varias preguntas que le hicieron, pero cuando el señor Sherburn le interrogó acerca de su creencia en el Sacramento del altar, el señor Marsh respondió como un verdadero protestante que la esencia del pan y del vino no cambiaba en absoluto; así, después de recibir terribles amenazas de parte de unos y buenas palabras de parte de otros por sus opiniones, fue llevado bajo custodia, durmiendo dos noches sin cama alguna.
El Domingo de Ramos sufrió un segundo interrogatorio, y el señor Marsh lamentó mucho que su temor le hubiera inducido a prevaricar y a buscar su seguridad mientras no negara abiertamente a Cristo; y otra vez clamó con más fervor a Dios pidiéndole fuerzas para no ser abrumado por las sutilezas de aquellos que trataban de derribar la pureza de su fe. Sufrió tres interrogatorios delante del doctor Coles, quien, hallándolo firme en la fe protestante, comenzó a leer su sentencia; pero éste fue interrumpido por el canciller, que le rogó al obispo que se detuviera antes que fuera demasiado tarde. El sacerdote oró entonces por el señor Marsh, pero éste, al pedírsele otra vez que se retractara, dijo que no osaba negar a su Salvador Cristo, para no perder Su misericordia eterna y sufrir así la muerte sempiterna. Entonces el obispo pasó a leer la sentencia.
Fue enviado a una tenebrosa mazmorra, y se vio privado de toda consolación (porque todos temían aliviarlo o comunicarse con él) hasta el día señalado en el que debía sufrir. Los alguaciles de la ciudad, Amry y Couper, con sus oficiales, acudieron a la puerta del norte, y se llevaron al señor George Marsh, que anduvo todo el camino con el Libro en su mano, mirando al mismo, por lo que la gente decía: «Este hombre no va a su muerte corno ladrón, ni como alguien que merezca morir.»
Cuando llegó al lugar de la ejecución fuera de la ciudad, cerca de SpittalBoughton, el señor Cawdry, chambelán diputado de Chester, le mostró al señor Marsh un escrito bajo un gran sello, diciéndole que era un perdón para él si se retractaba. Él respondió que lo aceptaría gustoso si no era su intención apartarlo de Dios.
Después de esto comenzó a hablar a la gente, mostrando cuál era la causa de su muerte, y hubiera querido exhortar a la gente a adherirse a Cristo, pero uno de los alguaciles se lo impidió. Arrodillándose entonces, dijo sus oraciones, se quitó la ropa hasta quedar en la camisa, y fue encadenado al poste, teniendo varios haces de leña bajo él, y algo hecho a modo de un barrilete, con brea y alquitrán, para echar sobre su cabeza. Al haberse preparado mal la hoguera, y barriéndolo el aire en círculos, sufrió atrozmente, pero lo soportó con entereza cristiana.
Después de haber estado largo tiempo atormentado en el fuego sin moverse, con su carne tan asada e hinchada que los que estaban delante de él no podían ver la cadena con que había sido atado, suponiendo por ello que ya estaba muerto, de repente extendió sus brazos, diciendo: «¡Padre celestial, ten misericordia de mí! » y así entregó su espíritu en manos del Señor. Con esto, muchos de entre la gente decían que era un mártir y que había muerto con una gloriosa paciencia. Esto llevó poco después al obispo a dar un sermón en la catedral, en el que afirmaba que el dicho «Marsh era un hereje, quemado como tal, y es un ascua en el infierno.» El señor Marsh sufrió el 24 de abril de 1555.

WILLIAM FLOWER

William Flower, también conocido como Branch, nació en Snow-hill, en el condado de Cambridge, donde fue a la escuela durante algunos años, y luego fue a la abadía de Ely. Después de haber permanecido allí un tiempo, profesó como monje, fue hecho sacerdote en la misma casa, y allí celebró y cantó la Misa. Después de ello, por acción de una visitación, y por ciertas órdenes emanadas de la autoridad de Enrique VIII, adoptó el hábito de un sacerdote secular, y volvió a Snow-hill, donde había nacido, y enseñó a niños durante medio año.
Luego se fue a Ludgate, en Suffolk, donde sirvió como sacerdote secular durante unos tres meses; de allí se dirigió a Stoniland, luego a Tewksbury, donde contrajo matrimonio, continuando luego siempre de manera fiel y honesta con aquella mujer. Después de casarse permaneció en Tewksbury unos dos años, y de allí se fue a Brosley, donde practicó la medicina y la cirugía; pero apartándose de aquellos lugares se fue a Londres, y finalmente se instaló en Lambeth, donde él y su mujer convivieron.
Sin embargo, estaba generalmente fuera, excepto una o dos veces al mes para visitar y ver a su mujer. Estando en su casa un domingo de pascua por la mañana, pasó el río desde Lambeth a la Iglesia de St. Margaret en Westminster; al ver allí a un sacerdote llamado John Celtham que administraba y daba el Sacramento del altar al pueblo, y sintiéndose grandemente ofendido en su conciencia contra el sacerdote por aquello, lo golpeó e hirió en la cabeza, y también en el brazo y en la mano, con su cuchillo para madera, teniendo en aquel momento el sacerdote un cáliz con la hostia consagrada en él, que quedó rociada con sangre.
Por su atolondrado celo, el señor Flower fue pesadamente encadenado y puesto en la casa de la puerta de Westminster, y luego hecho comparecer ante el obispo Bonner y su ordinario; el obispo, tras haberle juramentado sobre un Libro, lo sometió a acusaciones e interrogatorio.
Después del interrogatorio, el obispo comenzó a exhortarle a volver a la unidad de su madre la Iglesia Católica, con muchas buenas promesas. Pero al rechazarlas firmemente el señor Flower, el obispo le ordenó que compareciera en aquel mismo lugar por la tarde, y que entre tanto meditara bien su anterior respuesta; pero al no excusarse él por haber golpeado al sacerdote ni vacilar en su fe, el obispo le asignó el día siguiente, 20 de abril, para recibirla sentencia, si no se retractaba. A la mañana siguiente, el obispo pasó entonces a leerle la sentencia, condenándolo y excomulgándolo como hereje, y después de pronunciarlo degradado, lo entregó al brazo secular.
El 24 de abril, en la víspera de San Marcos, fue llevado al lugar de su martirio, en el patio de la iglesia de St. Margaret, en Westminster, donde había sido cometido el hecho; llegando a la estaca, oró al Dios Omnipotente, hizo confesión de su fe, y perdonó a todo el mundo.
Hecho esto, sostuvieron su mano contra la estaca, y fue cortada de un golpe, y le ataron la mano izquierda detrás. Luego le prendieron fuego, y quemándose en él, clamó con voz fuerte: «¡Oh, Tú, Hijo de Dios, recibe mi alma!» tres veces. Quedando sin voz, dejó de hablar, pero levantó su brazo mutilado con el otro todo el tiempo que pudo.
Así soportó el tormento del fuego, siendo cruelmente torturado, porque habían puesto pocos haces, y siendo insuficientes para quemarlo, tuvieron que abatirlo tendiéndolo en el fuego, donde, echado sobre tierra, su parte inferior fue consumida en el fuego, mientras que su parte superior quedaba poco dañada, y su lengua se movió en su boca durante un tiempo considerable.

EL REV. JOHN CARDMAKER Y JOHN WARNE

El 30 de mayo de 1555, el Rev. John Cardmaker, también llamado Taylor, prebendado de la Iglesia de Wells, y John Warne, tapicero, de St. John's, Walbrook, padecieron juntos en Smithfield. El señor Cardmaker, que fue primero un fraile observante antes de la disolución de las abadías, fue después un ministro casado, y en el tiempo del Rey Eduardo fue designado lector en San Pablo; prendido a comienzos del reinado de la Reina María, junto con el doctor Barlow, obispo de Bath, fue llevado a Londres y echado a la cárcel de Fleet, estando todavía en vigor las leyes del Rey Eduardo. En el reinado de María, cuando fue hecho comparecer ante el obispo de Winchester, éste le ofreció la misericordia de la reina si se retractaba.
Habiéndose presentado artículos de acusación contra el señor John Warne, fue interrogado por Bonner, que le exhortó ardientemente a que se retractara de sus opiniones, pero éste le respondió: «Estoy persuadido de que estoy en la recta opinión, y no veo causa alguna para retractarme; porque toda la inmundicia e idolatría se encuentran en la Iglesia de Roma.»
Entonces, el obispo, al ver que no podía prevalecer con todas sus buenas promesas y sus terribles amenazas, pronunció la sentencia definitiva de condenación, y ordenó el 30 de mayo de 1555 para la ejecución de John Cardmaker y John Wame, que fueron llevados por los alguaciles a Smithtield. Llegados a la estaca, los alguaciles llamaron aparte al señor Cardmaker, y hablaron con él en secreto, mientras el señor Wame oró, fue encadenado a la estaca, y le pusieron leña y cañas alrededor de él.
Los espectadores estaban muy afligidos pensando que el señor Cardmaker se retractaría ante la quema del señor Warne. Al final, el señor Cardmaker se apartó de los alguaciles, se dirigió a la estaca, se arrodilló, e hizo larga oración en silencio. Luego se levantó, se quitó las ropas hasta la camisa, y fue con valentía a la estaca, besándola; y tomando de la mano al señor Warne, lo consoló cordialmente, y fue atado a la estaca, regocijándose. La gente, al ver como esto sucedía tan rápidamente y en contra de las anteriores expectativas, clamó: «¡Dios sea alabado! ¡Dios te fortalezca, Cardmaker! ¡Que el Señor Jesús reciba tu espíritu!»
Y esto prosiguió mientras el verdugo les prendía fuego y hasta que ambos pasaron a través del fuego a su bendito repeso y paz entre los santos y mártires de Dios, para gozar de la corona del triunfo y de la victoria preparada para los soldados y guerreros escogidos de Cristo Jesús en Su bendito reino, a quien sea la gloria y la majestad para siempre. Amén.

JOHN SIMPSON Y JOHN ARDELEY

John Simpson y John Ardeley fueron condenados el mismo día que el señor Cardmaker y John Warne, que era el veinticinco de mayo. Fueron poco después enviados desde Londres a Essex, donde fueron quemados el mismo día, John Simpson en Rochford, y John Ardeley en Railey, glorificando a Dios en Su amado Hijo, y regocijándose de que eran considerados dignos de padecer por El.

THOMAS HAUKES, THOMAS WATTS Y ANNE ASKEW

Thomas Haukes fue condenado, junto con otros seis, el nueve de febrero de 1555. Era erudito en su educación, y apuesto de presencia personal, y alto; en sus maneras era un caballero, y un cristiano sincero. Poco antes de su muerte, varios de los amigos del señor Hauke, aterrorizados ante la dureza del castigo que debía sufrir, pidieron en privado que en medio de las llamas les mostrara de alguna manera si los dolores del fuego eran demasiado grandes que uno no pudiera sufrirlos con compostura. Esto se lo prometió, y se acordó que si la atrocidad del dolor podía ser sufrido, que levantara las manos sobre su cabeza hacia el cielo, antes de expirar.
No mucho después, el señor Haukes fue conducido al lugar señalado para su muerte por el lord Rich, y llegando a la estaca, se preparó mansa y Pacientemente para el fuego; le pusieron una pesada cadena por la cintura, rodeándole una multitud de espectadores, y después de haberles hablado largamente, y derramado su alma a Dios, se encendió el fuego.
Cuando hubo estado mucho tiempo en el fuego, y se quedó sin poder hablar, con la piel encogida y los dedos consumidos por el fuego, de manera que se pensaba que ya había muerto, súbitamente y en contra de todas las expectativas, este buen hombre, recordando su promesa, alzó sus manos, que estaban quemando en las llamas, y las levantó hacia el Dios viviente, y con gran regocijo, por lo que parece, las golpeó o palmeó tres veces seguidas. Siguió un gran clamor ante esta maravillosa circunstancia, y luego este bendito mártir de Cristo, cayendo sobre el fuego, entregó su espíritu, el 10 de junio de 1555.
Thomas Watts, de Billericay, en Essex, de la diócesis de Londres, era un tejedor de lino. Esperaba a diario ser tomado por los adversarios de Dios, y esto le sucedió el cinco de abril de 1555, cuando fue llevado delante del Lord Rich, y los otros comisionados de Chelmsford, acusado de no acudir a la iglesia.
Entregado al sanguinario adversario, que le llamó a varios interrogatorios, y, como era usual, muchos argumentos, con muchos ruegos de que se hiciera discípulo del Anticristo, pero sus prédicas de nada le sirvieron, y recurrió entonces a su última venganza, la de la condenación.
En la estaca, tras haberla besado, habló al Lord Rich, exhortándole a que se arrepintiera, porque el Señor vengaría su muerte. Así ofreció este buen mártir su cuerpo al fuego, en defensa del verdadero Evangelio del Salvador.
Thomas Osmond, William Bamford y Nicholas Chamberlain, todos de la ciudad de Coxhall, fueron mandados a un interrogatorio, y Bonner, tras varias audiencias, los declaró herejes obstinados, y los entregó a los alguaciles, permaneciendo en custodia de ellos hasta que fueron entregados al alguacil del condado de Essex, siendo ejecutados por él; Chamberlain en Colchester, el catorce de junio; Thomas Osmond en Maningtree, y William Bamford, alias Buller, en Harwich, el quince de junio de 1555; todos ellos murieron plenos de la esperanza gloriosa de la inmortalidad.
Luego Wriotheseley, Lord Canciller, le ofreció a Anne Askew el perdón del rey si se retractaba; ella le dio esta respuesta: que no había ido allá a negar a su Señor y Maestro. Y así la buena Anne Askew, rodeada de llamas como bendito sacrificio para Dios, durmió en el Señor el 1546 d.C., dejando tras sí un singular ejemplo de constancia cristiana para seguimiento de todos los hombres.

REV. JOHN BRADFORD Y JOHN LEAF, UN APRENDIZ

El Rev. John Bradford nació en Manchester, Lancashire; llegó a ser un gran erudito en latín, y después vino a ser siervo de Sir John Harrington, caballero del rey.
Continuó por varios años de una manera honrada y provechosa, pero el Señor lo había escogido para mejores funciones. Por ello, se apartó de su patrón, abandonando el Templo, en Londres, dirigiéndose a la Universidad de Cambridge, para aprender, mediante la Ley de Dios, cómo impulsar la edificación del templo del Señor. Pocos años después, la universidad le concedió el grado de maestro en artes, y fue elegido compañero de Pembroke Hall.
Martín Bucero le apremió a que predicara, y cuando con modestia puso en duda su capacidad, Bucero Te replicó: «Si no tienes un fino pan de harina de trigo, dale entonces a los pobres pan de cebada, o lo que el Señor te haya encomendado.» El doctor Ridley, aquel digno obispo de Londres y glorioso mártir de Cristo, lo llamó primero para darle el grado de diácono y una prebenda en su iglesia catedral de San Pablo.
En este oficio de predicación, el señor Bradford se dedicó a una diligente actividad por espacio de tres años. Reprendió severamente el pecado, predicó dulcemente a Cristo crucificado, refutó con gran capacidad los errores y las herejías, persuadiendo fervorosamente a vivir piadosamente. Después de la muerte del bienaventurado Rey Eduardo VI, el señor Bradford siguió predicando diligentemente, hasta que fue suprimido por la Reina María.
Siguió ahora una acción de la más negra ingratitud, ante el que se sonrojaría un pagano. Se ha dicho que el señor Bourne (entonces obispo de Bath) suscitó un tumulto predicando en St. Paul's Cross; la indignación de la gente puso su vida en inminente peligro; incluso le lanzaron una daga. En esta situación, le rogó al señor Bradford, que estaba detrás de él, para que hablara en su lugar y apaciguara los ánimos. La gente acogió bien al señor Bradford, y éste se mantuvo desde entonces cerca de Boume, para con su presencia impedir que el populacho renovara sus ataques.
El mismo domingo, por la tarde, el señor Bradford predicaba en la Iglesia de Bow en Cheapside, y reprobó duramente al pueblo por su conducta sediciosa A pesar de su conducta, al cabo de tres días fue enviado a la Torre de Londres, donde estaba entonces la reina, para comparecer ante el Consejo. Allí fue acusado por este acto de salvar al señor Boume, que fue considerado como sedicioso, y también objetaron contra él por su predicación. Fue entonces enviado primero a la Torre, luego a otras cárceles, y, después de su condena, a Poultry Competer, donde predicó dos veces al día de manera continua, hasta que se lo impidió una enfermedad. Tal era su crédito para con el guarda de la cárcel real que le permitió una noche visitar a una persona pobre y enferma cerca del depósito de acero, bajo su promesa de volver a tiempo; y en esto jamás fallo.
La noche antes de ser enviado a Newgate, se vio turbado en su descanso por sueños presagiadores, en el sentido de que al siguiente lunes iba a ser quemado en Smitlfield. Por la tarde, la mujer del guarda fue a verlo, y le anunció la terrible noticia, pero en él sólo suscitó agradecimiento a Dios. Por la noche fueron a visitarlo media docena de amigos, con los que pasó toda la víspera en oración y piadosas actividades.
Cuando fue llevado a Newgate, le acompañó una multitud que lloraba, y habiéndose extendido un rumor de que iba a sufrir el suplicio a las cuatro del siguiente día, apareció una inmensa multitud. A las nueve de la mañana el señor Bradford fue llevado a Smithfield. La crueldad del alguacil merece ser destacada; porque el cuñado del señor Bradford, Roger Beswick, le dio la mano al pasar, y Woodroffe, el alguacil, le abrió la cabeza con su garrote.
Habiendo llegado el señor Bradford al lugar, cayó postrado en el suelo. Luego, quitándose la ropa hasta quedar en mangas de camisa, fue a la estaca, y allí padeció junto a un joven de veinte años de edad, llamado John Leaf un aprendiz del señor Humphrey Gaudy, un velero de Christ-church, en Londres. Había sido apresado el viernes antes del Domingo de Ramos, y encerrado en Competer en Bread Street, y luego interrogado y condenado por el sanguinario obispo.
Se informa acerca de él que cuando se le leyó el acta de confesión, en lugar de una pluma, tomó una aguja, y pinchándose en la mano, roció su sangre sobre la dicha acta, diciéndole al lector de la misma que le mostrara al obispo que ya había sellado el acta con su sangre.
Ambos terminaron esta vida mortal el 12 de julio de 1555 como dos corderos, sin alteración alguna en sus rostros, esperando obtener aquel premio por el que habían corrido tanto tiempo ¡Quiera conducirnos al mismo el Dios Omnipotente, por los méritos de Cristo nuestro Salvador!
Concluiremos este artículo mencionando que el señor alguacil Woodroffe cayó al cabo de medio año paralítico del lado derecho, y que por espacio de ocho años después (hasta el día de su muerte) no pudo volverse en la cama por sí mismo; así llegó a ser al final un espectáculo terrible.
El día después que el señor Bradford y John Leaf sufrieron en Smithfield, William Minge, un sacerdote, murió en la cárcel en Maidstone. Con una constancia y valor igual de grande entregó su vida en la cárcel, como si le hubiera placido a Dios llamarlo a sufrir en el fuego, como otros buenos hombres habían sufrido antes en la estaca, y como él mismo estaba dispuesto a sufrir, si Dios hubiera querido llamarlo a esta prueba.

EL REV. JOHN BLAND, EL REV. JOHN FRANKESH, NICHOLAS SHETTERDEN, Y HUMPHREY MIDDLETON

Estos cristianos fueron todos quemados en Canterbury por la misma causa. Frankesh y Bland eran ministros y predicadores de la Palabra de Dios, siendo uno párroco de Adesham, y el otro vicario de Rolvenden. El señor Bland fue citado a responder por su oposición al anticristianismo, y sufrió varios interrogatorios ante el doctor Harpsfield, arcediano de Canterbury, y finalmente fue condenado el veinticinco de junio de 1555, por oponerse al poder del Papa, y entregado al brazo secular. El mismo día fueron condenados John Frankesh, Nicholas Shetterden, Humphrey Middleton, Thacker y Crocker, de los que sólo Thacker se retractó.
Entregado al brazo secular, el señor Bland y los tres anteriores fueron quemados en Canterbury el 12 de julio de 1555, en dos distintas estacas, pero en un mismo fuego, donde ellos, a la vista de Dios y de Sus ángeles, y delante de los hombres, dieron, como verdaderos soldados de Jesucristo, un testimonio firme de la verdad de Su santo Evangelio.

JOHN LOMAS, AGNES SNOTH, ANNE WRIGHT, JOAN SOLE Y JOAN CATMER

Estos cinco mártires sufrieron juntos el 31 de enero de 1556. Juan Lomas era un joven de Tenterden. Fue citado a comparecer en Canterbury, y fue interrogado el 17 de enero. Al ser sus respuestas adversas a la idolatría papista, fue condenado al día siguiente, y sufrió el 31 de enero.
Agnes Snoth, viuda, de la Parroquia de Smarden, fue hecha comparecer varias veces delante de los farisaicos católicos, y, al rechazar la absolución, las indulgencias, la transubstanciación y la confesión auricular, fue considerada digna de muerte, y soportó el martirio el 31 de enero, con Anne Wright y Joan Sole, que se encontraban en las mismas circunstancias y que murieron al mismo tiempo y con idéntica resignación. Joan Catmer, la última de esta celestial compañía, de la Parroquia de Hithe, era mujer del mártir George Catmer.
Pocas veces se ha dado en país alguno que por controversias políticas cuatro mujeres hayan sido llevadas a la ejecución cuyas vidas fueran irreprochables, y a las que la compasión de los salvajes habría perdonado. No podemos dejar de observar aquí que cuando el poder protestante alcanzó al principio el dominio sobre la superstición católica, y fue necesario algún grado de fuerza en las leyes para dar imponer uniformidad, por las que algunas personas tenaces sufrieron privaciones en sus personas y bienes, leemos de pocas quemas, crueldades salvajes o de pobres mujeres llevadas a la estaca; pero está en la naturaleza del error recurrir a la fuerza en lugar de a la argumentación, y silenciar la verdad arrebatando la vida, y el caso del mismo Redentor es un ejemplo de ello.
Las anteriores cinco personas fueron quemadas en dos estacas en una misma pira, cantando hosannas al glorificado Salvador, hasta que quedó extinguido el aliento de vida. Sir John Norton, que estaba presente, lloró amargamente ante sus inmerecidos sufrimientos.

EL ARZOBISPO CRANMER

El doctor Thomas Cranmer descendía de una antigua familia, y nació en el pueblo de Arselacton, en el condado de Northampton. Después de la usual educación escolar, fue enviado a Cambridge, y fue escogido compañero del Jesús College. Allí contrajo matrimonio con la hija de un caballero, por lo que perdió su condición de compañero, y pasó a ser lector en Buckingham College, instalando a su mujer en Dolphin Inn, siendo la patrona una parienta de ella, de donde se suscitó el falso rumor de que él era un mozo de cuadra.
Al morir su mujer poco después de parto, fue escogido, para su crédito, de nuevo como compañero del colegio antes mencionado. Pocos años después fue elevado a Profesor de Teología, y designado como uno de los examinadores de aquellos que estaban ya listos para ser Bachilleres o Doctores en Divinidad. Era principio suyo juzgar de sus cualificaciones por el conocimiento que poseían de las Escrituras, más que de los antiguos padres, y por esto muchos sacerdotes papistas fueron rechazados, y otros tuvieron grandes ventajas.
Fue intensamente solicitado por el doctor Capon para que fuera uno de los compañeros en la fundación del colegio del cardenal Wolsey, en Oxford, a lo que se aventuró a rehusar. Mientras siguió en Cambridge, se suscitó la cuestión del divorcio de Enrique VIII de Catalina. En aquel tiempo, por causa de la peste, el doctor Cranmer se fue a vivir a la casa de un tal señor Cressy, en Waltham Abbey, cuyos dos hijos fueron entonces educados bajo su supervisión. La cuestión del divorcio, en contra de la aprobación del rey, había quedado indecisa por más de dos o tres años, debido a las intrigas de los canónigos y civiles, y aunque los cardenales Campeius y Wolsey fueron comisionados por Roma para decidir acerca de esta cuestión, retardaron la sentencia a propósito.
Sucedió que el doctor Gardiner (secretario) y el doctor Fox, defensores del rey en este pleito, fueron a la casa del señor Cressy para alojarse allí, mientras el rey se alojaba en Greenwich. Durante la cena, se entabló una conversación con el doctor Cranmer, que sugirió que la cuestión de si un hombre podía casarse con la mujer de su hermano o no podía resolverse de manera rápida recurriendo a la Palabra de Dios, y esto tanto en los tribunales ingleses como en los de cualquier nación extranjera. El rey, inquieto ante la tardanza, envió a buscar al doctor Gardiner y al doctor Fox para consultarlos, lamentando tener que enviar otra comisión a Roma y que la cuestión siguiera así dilatada sin fin.
Al contarle al rey la conversación tenida la noche anterior con el doctor Cranmer, su majestad envió a buscarlo, y le comunicó sus escrúpulos de conciencia acerca de su próximo parentesco con la reina. El doctor Cranmer aconsejó que la cuestión fuera remitida a los más eruditos teólogos de Cambridge y Oxford, por cuanto se sentía remiso a mezclarse con una cuestión tan importante; pero el rey le ordenó que le diera su parecer por escrito, y dirigirse para ello al conde de Wiltshire, que le proveería de libros y de todo lo necesario para ello.
Esto lo hizo el doctor Cranmer de inmediato, y en su declaración citó no sólo la autoridad de las Escrituras, de los concilios generales y de los antiguos escritores, sino que mantuvo que el obispo de Roma no tenía autoridad alguna para dejar a un lado la Palabra de Dios. El rey le preguntó si se mantendría en esta atrevida declaración, y al contestar en sentido afirmativo, fue enviado como embajador a Roma, junto con el duque de Wiltshire, el doctor Stokesley, el doctor Cranmer, el doctor Bennet y otros, antes de lo cual se trató acerca de aquel matrimonio en la mayor parte de las universidades de la cristiandad y dentro del reino.
Cuando el Papa presentó el pulgar de su pie para ser besado, según era la costumbre, el conde de Wiltshire y su compañía rehusaron hacerlo. Incluso se afirma que el perro spaniel del conde, atraído por el relucir del pulgar del Papa, lo mordió, con lo que su santidad retiró su sagrado pie, dándole una patada al ofensor con el otro.
Al demandar el Papa la causa de esta embajada, el conde presentó el libro del doctor Cranmer, declarando que sus eruditos amigos habían venido a defenderlo. El Papa trató honrosamente la embajada, y señaló un día para la discusión, que luego retrasó, como temiendo el resultado de la investigación. El conde volvió, y el doctor Cranmer, por deseo del rey, visitó al emperador, y logró atraérselo a su opinión. Al volver el doctor a Inglaterra y morir el doctor Warham, arzobispo de Canterbury, el doctor Cranmer fue merecidamente elevado, por deseo del doctor Warham, a aquella eminente posición.
En esta función se puede decir que cumplió diligentemente el encargo de San Pablo. Diligente en el cumplimiento de sus deberes, se levantaba a las cinco de la mañana y proseguía en el estudio y oración hasta las nueve; entre entonces y la comida se dedicaba a cuestiones temporales. Después de la comida, si alguien deseaba una audiencia, decidía sus cuestiones con tal afabilidad que incluso los que recibían decisiones contrarias no se sentían totalmente frustrados. Luego jugaba a ajedrez por una hora, o contemplaba como otros jugaban, y a las cinco oía la Oración Común, y desde entonces hasta la cena se recreaba paseando. Durante la cena su conversación era vivaz y entretenida; de nuevo paseaba o se entretenía hasta las nueve, y luego se dirigía a su estudio.
Tuvo la más alta estima y favor del Rey Enrique, y siempre tuvo dentro de su corazón la pureza y los intereses de la Iglesia de Inglaterra. Su temperamento manso y perdonador se registra con el siguiente ejemplo: Un sacerdote ignorante, en el campo, había llamado a Cranmer mozo de cuadra, y se había referido de manera muy despreciativa a su cultura. Al saberlo Lord Cromwell, aquel hombre fue enviado a la cárcel de Fleet, y su caso fue presentado delante del arzobispo por un tal señor Chertsey, un tendero, pariente del sacerdote.
Su gracia, haciendo llamar al ofensor, razonó con él y le pidió al sacerdote que le preguntara sobre cualquier cuestión de erudición. A esto se negó el hombre, vencido por la cordialidad del arzobispo y sabiendo su propia y patente incapacidad, y le pidió perdón, que le fue concedido de inmediato, con la orden de que empleara mejor su tiempo cuando volviera a su parroquia. Cromwell se sintió muy ofendido por la indulgencia mostrada, pero el obispo estaba más dispuesto a recibir insultos que a vengarse de cualquier otra manera que con buenos consejos y buenos oficios.
Para el tiempo en que Cranmer fue ascendido a ser arzobispo era capellán del rey y arcediano de Taunton; fue también constituido por el Papa penitenciario general de Inglaterra. El rey consideró que Cranmer sería obsequioso, y por ello éste casó al rey con Ana Bolena, celebró la coronación de ella, fue padrino de Elizabeth, el primer fruto del matrimonio, y divorció al rey de Catalina. Aunque Cranmer fue confirmado en su dignidad por el Papa, siempre protestó contra reconocer cualquier otra autoridad que la del rey, y persistió en los mismos sentimientos de independencia cuando fue hecho comparecer ante los comisionados de María en 1555.
Uno de los primeros pasos tras el divorcio fue impedir la predicación en toda su diócesis, pero esta estrecha medida tenía un fin más político que religioso, por cuanto había muchos que denostaban la conducta del rey. En su nueva dignidad, Cranmer suscitó la cuestión de la supremacía, y con sus argumentos poderosos y justos indujo al parlamento a «dar a César lo que es de César.» Durante la residencia de Cranmer en Alemania en 1531 conoció a Osiandro en Nuremberg, y se casó con su sobrina, pero la dejó con él al volver a Inglaterra. Después de un tiempo la hizo venir privadamente, y se quedó con él hasta el año 1539, cuando los Seis Artículos le obligaron a devolverla a sus amigos por un tiempo.
Se debería recordar que Osiandro, habiendo logrado la aprobación de su amigo Cranmer, publicó la laboriosa obra de la Armonía de los Evangelios en 1537. En 1534, el arzobispo alcanzó el más querido objetivo de su corazón, la eliminación de todos los obstáculos para la consumación de la Reforma, mediante la suscripción por parte de los nobles y de los obispos de la sola supremacía del rey. Sólo se opusieron el Obispo Fisher y Sir Thomas More. Cranmer estaba dispuesto a considerar suficiente el acuerdo de ellos a no oponerse a la sucesión, pero el monarca quería una concesión total.
No mucho tiempo después, Gardiner, en una conversación privada con el rey, habló mal de Cranmer (a quien odiaba malignamente) por haber aceptado el título de primado de toda Inglaterra, como despreciativo de la supremacía del rey. Esto suscitó fuertes celos contra Cranmer, y su traducción de la Biblia fue fuertemente opuesta por Stokesley, obispo de Londres. Se dice que al ser despedida la Reina Catalina que su sucesora Ana Bolena se gozó. Esto es una lección de cuán superficial es el juicio humano, por cuanto la ejecución de esta ultima tuvo lugar en la primavera del año siguiente, y el rey, al día siguiente de la decapitación de esta dama sacrificada, se casó con la hermosa Jane Seymour, dama de honor de la difunta reina. Cranmer fue siempre amigo de Ana Bolena, pero era peligroso oponerse a la voluntad de aquel tiránico y camal monarca.
En 1538 se expusieron públicamente las Sagradas Escrituras para la venta, y los lugares de culto se llenaban de multitudes para escuchar la exposición de sus santas doctrinas. Al pasar el rey como ley los famosos Seis Artículos, que volvían de nuevo casi a establecer los artículos esenciales del credo romanista, Cranmer resplandeció con todo el brillo de un patriota cristiano, resistiendo las doctrinas contenidas en ellos, en lo que fue apoyado por los obispos de Sarum, Woreester, Ely y Rochester, dimitiendo los dos primeros de sus obispados.
El rey, aunque ahora opuesto a Cranmer, seguía reverenciando la sinceridad que marcaba su conducta. La muerte del buen amigo de Cranmer, Lord Cromwell, en la Torre en 1540, fue un fuerte golpe para la vacilante causa protestante, pero incluso ahora, aunque viendo la marea contraria totalmente a la causa de la verdad, Cranmer se presentó personalmente ante el rey, y logró, con sus varoniles y cordiales argumentos, que el Libro de los Artículos fuera puesto de su lado, para confusión de sus enemigos, que habían considerado su caída como inevitable.
Cranmer vivió ahora de una manera tan oscura como le fue posible, hasta que el rencor de Winchester le llevó a la presentación de unas denuncias contra él, con respecto a las peligrosas opiniones enseñadas en su familia, junto con otras acusaciones de traición. Estas las presentó el mismo rey a Cranmer, y creyendo firmemente en la fidelidad y en las protestas de inocencia del acusado prelado, hizo investigar a fondo la cuestión, y se descubrió que Winchester, el doctor Lenden, junto con Thomton y Barber, de los domésticos del obispo, resultaron por papeles obtenidos ser los verdaderos conspiradores.
El gentil y perdonador Cranmer hubiera querido interceder por toda remisión de castigo si Enrique, complacido con el subsidio votado por el Parlamento, no los hubiera dejado libres. Pero estos nefastos hombres volvieron a iniciar sus tramas contra Cranmer, cayeron víctimas del resentimiento del rey, y Gardiner perdió para siempre su confianza. Sir G. Gostwick presentó poco después acusaciones contra el arzobispo, que Enrique aplastó, y que el primado estuvo dispuesto a perdonar.
En 1544 fue quemado el palacio arzobispal de Canterbury, y su cuñado y otros murieron en el incendio. Estas varias aflicciones pueden servimos para reconciliamos con un humilde estado, porque ¿de qué dicha podía jactarse este hombre, por cuanto su vida estaba siendo constantemente cargada, bien por cruces políticas, religiosas o naturales? Otra vez el implacable Gardiner presentó graves acusaciones contra el manso arzobispo, y hubiera querido mandarlo, a la Torre; pero el rey era su amigo, le dio su sello para defenderse, y en el Consejo no sólo declaró al obispo uno de los hombres de mejor carácter del reino, sino que reprendió acerbamente a los acusadores por su calumnia.
Habiéndose firmado una paz, Enrique y el rey francés Enrique el Grande mostraron unanimidad en la abolición de la Misa en sus reinos, y Cranmer se lanzó a esta gran tarea; pero la muerte del monarca inglés en 1546 llevó a la suspensión de esta acción, y el Rey Eduardo VI, el sucesor, confirmó a Cranmer en las mismas funciones; en su coronación le encomendó una tarea que siempre honrará su memoria, por su pureza, libertad y verdad. Durante este reinado siguió efectuando la gloriosa Reforma con un celo incansable, hasta en el años 1552, cuando se vio azotado por unas severas fiebres, aflicción de la que le plugo a Dios restaurarlo, para que pudiera testificar con su muerte de la verdad de aquella semilla que había sembrado tan diligentemente.
La muerte de Eduardo, en 1553, expuso a Cranmer a toda la furia de sus enemigos. Aunque el arzobispo estaba entre los que habían apoyado la accesión de María, fue arrestado al reunirse el parlamento, y en noviembre fue declarado culpable de alta traición en Guildhall, y degradado de sus dignidades. Envió una humilde carta a María, explicando la causa de su firma del testamento en favor de Eduardo, y en 1554 escribió al Consejo, a quienes apremió a pedir el perdón de la reina, mediante una carta entregada al doctor Weston,, pero que éste abrió y, al leer su contenido, cometió la bajeza de devolver.
La traición era una acusación totalmente inaplicable contra Cranmer, que había apoyado el derecho de la reina, mientras que otros, que habían favorecido a Lady Jane fueron liberados mediante el pago de una pequeña multa. Ahora se esparció contra Cranmer una calumnia de que había accedido a ciertas ceremonias papistas para congraciarse con la reina, lo que osó rechazar en público, justificando sus artículos de fe. La activa parte que el prelado había tenido en el divorcio de la madre de María siempre había estado profundamente clavada en el corazón de la reina, y la venganza fue un rasgo destacado en la muerte de Cranmer.
En esta obra hemos mencionado las disputas públicas en Oxford, en las que los talentos de Cranmer, Ridley y Latimer se mostraron de manera tan patente, y que llevaron a su condena. La primera sentencia fue ilegal, por cuanto el poder usurpado del Papa no había sido restablecido de manera legal.
Dejados en la cárcel hasta que esto último tuvo lugar, se envió una comisión desde Roma, designando al doctor Brooks como representante de Su Santidad, y a los doctores Story y Martin como los de la reina. Cranmer estaba dispuesto a someterse a la autoridad de los doctores Story y Martin, pero objetó a la del doctor Brooks. Tales fueron las observaciones y contestaciones de Cranmer, tras un largo interrogatorio, que el doctor Brooks comentó: «Venimos a interrogaros a vos, y parece que vos nos interrogáis a nosotros.»
Enviado de nuevo a su encierro, recibió una citación para comparecer en Roma al cabo de dieciocho días; pero esto era imposible, por cuanto estaba encarcelado en Inglaterra, y, como dijo, incluso si hubiera estado libre era demasiado pobre para pagar a un abogado. Por absurdo que parezca, Cranmer fue condenado en Roma, y el 14 de febrero de 1556 se designó una nueva comisión por la que fueron establecidos Thirlby, obispo de Ely, y Bonner, de Londres, para actuar en juicio en Christ-church, Oxford.
En virtud de este tribunal, Cranmer fue degradado gradualmente, poniéndole unos meros harapos para representar las vestiduras de un arzobispo. Quitándole luego este atuendo, le sacaron su propia toga, y le pusieron encima una de vieja; esto lo soportó imperturbable, y sus enemigos, al ver que la severidad sólo lo hacía más decidido, intentaron el camino opuesto, y lo alojaron en la casa del arcediano de Clrrist-church, donde fue tratado con todos los miramientos.
Esto constituyó tal contraste con los tres años de duro encierro que había sufrido que le hizo bajar la guardia. Su naturaleza abierta y generosa era más susceptible de ser seducida por una conducta liberal que por amenazas y cadenas. Cuando Satanás ve a un cristiano a prueba contra un modo de ataque, intenta otro. ¿Y qué manera hay más seductora que las sonrisas, las recompensas y el poder, después de un encarcelamiento largo y penoso? Así le sucedió a Cranmer; sus enemigos le prometieron su anterior grandeza si se retractaba, y también el favor de la reina, y esto cuando ya sabían que su muerte había sido decidida en el Consejo.
Para suavizar el camino hacia la apostasía, el primer documento que le presentaron para firmar estaba redactado en términos generales; una vez firmado, otros cinco le fueron sucesivamente presentados como explicativos del primero, hasta que al final firmó el siguiente detestable documento: «Yo, Thomas Cranmer, anterior arzobispo de Canterbury, renuncio, aborrezco y detesto toda forma de herejías y errores de Lutero y Zuinglio, y todas las otras enseñanzas contrarias a la sana y verdadera doctrina. Y creo con toda constancia en mi corazón, y confeso con mi boca una iglesia santa y Católica visible, fuera de la cual no hay salvación; y por ello reconozco al Obispo de Roma como el supremo cabeza en la tierra, a quien reconozco como el más alto obispo y Papa, y vicario de Cristo, a quién debieran sujetarse todas las personas cristianas.»
Por lo que respecta a los sacramentos, reo y adoro en el sacramento del altar el cuerpo y la sangre de Cristo, contenidos bien verdaderamente bajo las formas de pan y vino; siendo el pan, por el infinito poder de Dios, transformado en el cuerpo de nuestro Salvador Jesucristo, y el vino en su sangre.»
Y en los otros seis sacramentos también (como en éste) creo y mantengo como lo mantiene la Iglesia universal, y como lo juzga y determina la Iglesia de Roma.
Creo además que hay un lugar de purgación, donde las almas de los difuntos son desterradas por un tiempo, por las cuales la Iglesia ora piadosa y sanamente, como también honra a los santos y hace oraciones a los mismos.
Finalmente, en todas las cosas profeso que no creo de otra manera que lo que mantiene y enseña la Iglesia Católica y la Iglesia de Roma. Siento haber jamás mantenido o pensado cosa diferente. Y ruego al Dios Omnipotente que en Su misericordia me otorgue el perdón por todo lo que he ofendido contra Dios o Su Iglesia, y también deseo y ruego a todos los cristianos que oren por mí.
Y que todos los que han sido engañados ya por mi ejemplo, ya por mi doctrina, les demando por la sangre de Jesucristo que vuelvan a la unidad de la Iglesia, para que todos seamos de un pensar, sin cismas ni divisiones.
Y para concluir, tal como me someto a la Católica Iglesia de Cristo, y a su suprema cabeza, del mismo modo me someto a sus más excelentes majestades Felipe y María, rey y reina de este reino de Inglaterra, etc., y a todas sus otras leyes y decretos, estando siempre como fiel súbdito listo a obedecerles. Y Dios es testigo que he hecho esto no por el favor o temor de nadie, sino voluntariamente y por mi propia conciencia, en cuanto a instrucciones de otros.»
«El que piensa estar firme, mire que no caiga» dijo el apóstol, ¡y ésta fue ciertamente una caída! Los papistas habían ahora triunfado a su vez, obteniendo de él todo lo que querían aparte de su vida. Su retractación fue inmediatamente impresa y dispersada, para que surtiera su efecto sobre los atónitos protestantes. Pero Dios predominó sobre todos los designios de los católicos por la saña con la que llevaron a cabo implacables la persecución de su presa. Es indudable que el amor a la vida es lo que indujo a Cranmer a firmar la anterior declaración; pero se puede decir que la muerte hubiera sido preferible para él que la vida, estando bajo el aguijón de una conciencia violada y del menosprecio de cada cristiano evangélico; y esta acción la sintió con toda su fuerza y angustia.
La venganza de la reina sólo podía quedar satisfecha con la sangre de Cranmer, y por ello ella escribió una orden al doctor Pole para que preparara un sermón que debía ser predicado el 21 de marzo, directamente antes del martirio, en St. Mary's, Oxford. El doctor Pole le visitó el día antes, y le indujo a creer que proclamaría públicamente sus creencias como confirmación de los artículos que había firmado. Hacia las nueve de la mañana del día de la inmolación, los comisionados de la reina, acompañados por los magistrados, llevaron al gentil e infortunado hombre a la Iglesia de St. Mary's. Su hábito desgarrado y sucio, el mismo con el que le habían vestido cuando le degradaron, excitó la compasión de la gente. En la iglesia encontró una pobre y mísera tarima, levantada justo delante del púlpito, donde le dejaron, y allí volvió el rostro y oró fervientemente a Dios.
La iglesia estaba repleta de personas de ambas convicciones, esperando oír una justificación de su reciente apostasía; los católicos regocijándose, y los protestantes profundamente heridos en su espíritu ante el engaño del corazón humano. El doctor Pole denunció en su sermón a Cranmer como culpable de los más atroces crímenes; alentó al engañado sufriente a no temer la muerte, ni a dudar del apoyo de Dios en sus tormentos, ni de que se dirían Misas por él en todas las iglesias de Oxford por el descanso de su alma. Luego el doctor observó su conversión, la cual adscribió a la evidente operación del poder del Omnipotente, y a fin de que la gente se convenciera de su realidad, pidió al preso que les diera una señal. Y Cranmer lo hizo, rogando a la congregación que oraran por él, porque había cometido muchos y graves pecados; pero de todos ellos había uno que gravitaba pesadamente sobre él, del que les hablaría en breve.
Durante el sermón, Cranmer lloró amargas lágrimas: levantando las manos y la mirada al cielo, y dejándolas caer, como si indigno de vivir; su dolor encontró ahora su alivio en las palabras; antes de su confesión cayó de rodillas, y con las siguientes palabras desveló la profunda convicción y agitación que movían su alma.
«¡Oh Padre del cielo! ¡Oh Hijo de Dios, Redentor del mundo! ¡Oh Espíritu Santo, tres personas en un Dios! Ten misericordia de mí, el más miserable de los cobardes y pecadores. He pecado tanto contra el cielo como contra la tierra, más de lo que mi lengua pueda expresarlo. ¿Adónde puedo ir, o dónde puedo escapar? Al cielo puedo estar avergonzado de levantar mis ojos, y en la tierra no encuentro lugar donde refugiarme ni quien me socorra. A ti, pues, corro, Señor; ante ti me humillo, diciendo, oh Señor, mi Dios, mis pecados son grandes, pero ten misericordia Tú de mí por tu gran misericordia.
El gran misterio de que Dios se hiciera hombre no tuvo lugar por pequeñas o pocas ofensas. Tú no diste a tu Hijo, o Padre Celestial, a la muerte sólo por pequeños pecados, sino por los más grandes pecados del mundo, para que el pecador pueda volver a ti de todo corazón, como yo lo hago ahora. Por ello, ten misericordia de mí, oh Dios, cuya cualidad es siempre tener misericordia, ten misericordia de mí, oh Señor, por tu gran misericordia. Nada anhelo por mis propios méritos, sino por causa de tu nombre, para que sea por ello santificado, y por causa de tu amado Hijo, Jesucristo. Y ahora, pues, Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre», etc.
Luego, levantándose, dijo que deseaba antes de su muerte hacerles algunas piadosas observaciones por las que Dios pudiera ser glorificado, y ellos mismos edificados. Luego hablo acerca del peligro del amor por el mundo, del deber de la obediencia a sus majestades, del amor unos por otros, y de la necesidad de que los ricos ministraran a las necesidades de los pobres. Citó los tres versículos del quinto capítulo de Santiago, y luego prosiguió: «Que los ricos ponderen bien estas tres sentencias: porque si jamás tuvieron ocasión de mostrar su caridad, la tienen ahora en este tiempo presente, habiendo tantos pobres, y siendo tan caros los alimentos.
Y ahora, por cuanto he llegado al fin de mi vida, en el que pende toda mi vida pasada y mi vida venidera, bien para vivir con mi Señor Cristo para siempre con gozo, o bien estar en penas sempiternas con los malvados en el infierno, y veo ahora con mis ojos en este momento o bien al cielo listo para recibirme, o bien al infierno dispuesto para tragarme; por ello os expondré mi propia fe que creo, sin coloración ni engaño alguno; porque no es ahora el momento de engañar, sea lo que sea que haya escrito en tiempos pasados.
Primero, creo en Dios el Padre Omnipotente, Hacedor de los cielos y de la tierra, etc. Y creo cada uno de los artículos de la fe católica, cada palabra y frase enseñada por nuestro Salvador Jesucristo, Sus apóstoles y profetas, en el Nuevo y Antiguo Testamento.
Y ahora llego a lo que tanto perturba mi conciencia, más que nada de lo que haya hecho o dicho en toda mi vida, y es la difusión de un escrito contrario a la verdad que aquí ahora renuncio y rehúso como cosas escritas por mi mano en contra de la verdad que pensaba en mi corazón, y escritas por temor a la muerte, y para salvar mi vida si ello era posible; y se trata de todos aquellos documentos y papeles escritos o firmados por mi mano desde mi degradación en los que he escrito muchas cosas falsas. Y por cuanto mi mano ha ofendido, escribiendo en contra de mi corazón, por ello mi mano será la primera en ser castigada; porque cuando llegue al fuego será la primero en ser quemada.
Y en cuanto al Papa, lo rechazo como enemigo de Cristo y Anticristo, con todas sus falsas doctrinas. »
Al concluir esta inesperada declaración, se respiraba asombro e indignación en todos los rincones de la iglesia. Los católicos estaban totalmente confundidos, frustrados totalmente en su intento, habiendo Cranmer, a semejanza de Sansón, causado una mayor ruina sobre sus enemigos en la hora de la muerte que en su vida.
Cranmer hubiera querido proseguir en su denuncia de las doctrinas papistas, pero los murmullos de los idólatras ahogaron su voz, y el predicador dio orden de «¡llevaos el hereje!» La salvaje orden fue obedecida directamente, y el cordero a punto de sufrir fue arrancado de su tarima para ser llevado al matadero, insultado a todo lo largo del camino, injuriado y escarnecido por aquella plaga de monjes y frailes.
Con los pensamientos centrados en un objeto mucho más elevado que las vacías amenazas de los hombres, llegó al lugar manchado con la sangre de Ridley y Latimer. Allí se arrodilló para un breve tiempo de fervorosa devoción, y luego se levantó, para quitarse la ropa y prepararse para el fuego. Dos frailes que habían participado en la operación de lograr su abjuración trataron ahora de volverlo a apartar de la verdad, pero él se mostró firme e inamovible en lo que acababa de profesar y de enseñar en público. Le pusieron una cadena para atarlo a la estaca, y después de haberle rodeado férreamente con ella, prendieron fuego a la pira, y las llamas pronto comenzaron a subir.
Entonces se hicieron manifiestos los gloriosos sentimientos del mártir: quien, extendiendo su mano derecha, la mantuvo tenazmente sobre el fuego hasta que quedó reducida a cenizas, incluso antes que su cuerpo fuera dañado, exclamando con frecuencia: «¡Esta indigna mano derecha!
Su cuerpo soportó la quema con tal firmeza que pareció no moverse más que la estaca a la que estaba atado. Sus ojos estaban fijos en el cielo, mientras repetía: «esta indigna mano derecha», mientras su voz se lo permitió; y empleando muchas veces las palabras de Esteban, «Señor Jesús, recibe mi espíritu», entregó el espíritu en medio de una gran llama.

LA VISIÓN DE LAS TRES ESCALERAS DE MANO

Cuando Robert Samuel fue llevado a ser quemado, varios de los que estaban cerca de él le oyeron contar extrañas cosas que le habían sucedido durante el tiempo de su encarcelamiento; como que después de haber estado desfallecido de hambre por dos o tres días, cayó luego en un sueño como medio adormecido, en el que le pareció ver a uno todo vestido de blanco delante de él, que le confortó con estas palabras: «Samuel, Samuel, ten ánimo, y alienta tu corazón; porque después de este día no estarás ni hambriento ni sediento.»
No menos memorables ni menos dignos de mención son las tres escaleras que contó a varios que vio en su sueño, que subían al cielo; una de ellas era algo más largo que las otras dos, pero al final se transformaron en una sola, uniéndose las tres en una.
Mientras este piadoso mártir iba al fuego, se le acercó una cierta doncella, que lo abrazó y lo besó; ésta, observada por los que estaban cerca, fue buscada al siguiente día, para echarla en la cárcel y quemarla, como la misma muchacha me informó; sin embargo, tal como Dios lo ordenó en Su bondad, ella escapó de sus manos feroces, y se mantuvo oculta en la ciudad durante bastante tiempo después.
Pero así como esta muchacha, llamada Rose Nottingham, fue maravillosamente preservada por la providencia de Dios, hubo sin embargo dos honradas mujeres que cayeron bajo la furia desatada de aquel tiempo. La primera era la mujer de un cervecero, y la otra la mujer de un zapatero, pero ambas estaban ahora desposadas a un nuevo marido, a Cristo.
Con estas dos tenía esta muchacha ya mencionada una gran amistad; al aconsejar ella a una de las casadas, diciéndole que debía ocultarse mientras tuviera tiempo y oportunidad, recibió esta respuesta: «Sé muy bien que para ti es legítimo huir; éste es un remedio que puedes emplear si quieres. Pero mi caso es distinto. Estoy ligada a mi marido, y además tengo niños pequeños en casa; por ello, estoy decidida, por amor a Cristo, a mantenerme firme hasta el final.»
Así, al día siguiente que padeciera Samuel, estas piadosas mujeres, una llamada Anne Ponen, y la otra Joan Trunehíield, mujer de Michael Trunchfield, zapatero de Ipswich, fueron encarceladas y echadas juntas en prisión. Como eran ambas, por su sexo y constitución, más bien débiles, fueron por ello menos capaces al principio de resistir la dureza de la prisión; y de manera especial la mujer del cervecero se vio echada a unas agonías y angustias de mente por ello. Pero Cristo, contemplando la debilidad de Su sierva, no dejó de ayudarla en esta necesidad; y así las dos sufrieron después de Samuel, el 19 de febrero de 1556. Y ellas eran indudablemente las dos escaleras que, unidas a la tercera, vio Samuel subiendo hacia el cielo. Este bienaventurado Samuel, siervo de Cristo, había sufrido el treinta y uno de agosto de 1555.
Se cuenta entre los que estuvieron presentes y que le vieron ser quemado, que al quemar su cuerpo, resplandeció en los ojos de los que estaban junto a él, tan brillante y blanco como plata de ley.
Cuando Agnes Bongeor se vio separada de sus compañeros de prisión se lamentó y se puso a gemir de tal manera, le sobrevinieron tales extraños pensamientos a la cabeza, se vio tan desasistida y desolada y se hundió en tal profundidad de desesperación y de angustia, que fue un espectáculo lastimero y penoso; todo ello porque ella no pudo ir con ellos a dar su vida en defensa de su Cristo; porque la vida era lo que menos valoraba de todas las cosas de este mundo.
Ello se debía a que aquella mañana en la que no fue llevada al quemadero se había puesto un vestido que había preparado sólo para aquel propósito. Tenía también un hijo pequeño, de pecho, a quien había guardado tiernamente todo el tiempo que estaba en la cárcel, hasta aquel día en que también lo entregó a una nodriza, preparándose ella para entregarse para el testimonio del glorioso Evangelio de Jesucristo. Tan poco deseaba la vida, y tan grandemente obraban en ella los dones de Dios por sobre de la naturaleza, que la muerte le parecía mucho más bienvenida que la vida. Después de esto comenzó a estabilizarse y a ejercitarse en la lectura y en la oración, lo que le dio no poco consuelo.
Poco tiempo después llegó la orden de Londres para que fuera quemada, que fue ejecutada.

HUGH LAVERICK Y JOHN APRICE

Aquí vemos que ni la impotencia de la edad ni la aflicción de la ceguera podían desviar las fauces asesinas de estos monstruos babilónicos. El primero de estos desafortunados era de la parroquia de Barking, de sesenta y ocho años de edad, pintor y paralítico. El otro era ciego, entenebrecido ciertamente en cuanto a sus facultades visuales, pero intelectualmente iluminado con la luz del Evangelio eterno de la verdad. Personas inofensivas que eran, fueron denunciadas por algunos hijos del fanatismo, y arrastrados ante el sanguinario prelado de Londres, donde sufrieron un interrogatorio, y replicaron a los artículos que se les propusieron, como habían hecho otros mártires cristianos.
El nueve de mayo, en el consistorio de San Pablo, se les conminó a que se retractaran, y al rehusar fueron enviados a Fulham, donde Bonner, después de haber comido, como postre los condenó a las agonías del fuego. Entregados al brazo secular el 15 de mayo de 1556, fueron llevados en carro desde Newgate a Stratford-le-Bow, donde fueron atados a la estaca. Cuando Hugh Laverick quedó atado con la cadena, sin necesitar ya la muleta, la echó lejos de si, diciéndole a su compañero de martirio, mientras le consolaba: «Alégrate, hermano mío, porque el Lord de Londres es un buen médico; pronto nos curará; a ti de tu ceguera, y a mí de mi cojera.» Y fueron pasto de las llamas, para levantarse a la inmortalidad.
El día después de los anteriores martirios, Catherine Hut, de Bocking, una viuda; Joan Homs, soltera, de Billericay; Elizabeth Thackwel, soltera, de Great Burstead, sufrieron la muerte en Smithfield.
Thomas Dowry. Otra vez tenemos que registrar un acto de crueldad implacable, cometido contra este muchacho, a quien el Obispo Hooper había confirmado en el Señor y en el conocimiento de su Palabra.
No se sabe con certeza cuánto tiempo estuvo este pobre sufriente en la cárcel. Por el testimonio de John Paylor, actuario de Gloucester, sabemos que cuando Dowry fue hecho comparecer ante el doctor Williams, entonces canciller de Gloucester, le fueron presentados los artículos usuales para que los firmara; al disentir de los mismos, y al exigirle el doctor que le dijera de quién y dónde había aprendido sus herejías, el joven le contestó: «Señor canciller, las aprendí de vuestra parte en aquel mismo púlpito. En tal día (mencionando el día) vos dijisteis, al predicar sobre el Sacramento, que debía ser ejercido espiritualmente por la fe, y no carnalmente, como lo enseñan los papistas.» Entonces el doctor Williams le invitó a que se retractara, como él mismo lo había hecho; pero Dowry no había aprendido las cosas de esta manera. «Aunque vos podáis burlaros tan fácilmente de Dios, del mundo y de vuestra propia conciencia, y no lo voy a hacer así.»

LA PRESERVACIÓN DE GEORGE CROW Y DE SU NUEVO TESTAMENTO

Este pobre hombre, de Malden, zarpó el 26 de mayo de 1556 para cargar en Lent tierra de batanero, pero el barco encalló en un banco de arena, se llenó de agua, y perdió todo el cargamento; sin embargo, Crow salvó su Nuevo Testamento, y no codiciaba nada más. Con Crow estaban un hombre y un chico, y su terrible situación se hizo más y más alarmante con el paso de los minutos, y la embarcación era inútil. Estaban a diez millas de tierra, esperando que la marea comenzara pronto a subir sobre ellos.
Después de orar a Dios, subieron al mástil, y se aferraron a él por espacio de diez horas, hasta que el pobre muchacho, vencido por el frío y el agotamiento, cayó y se ahogó. Al bajar la marea, Crow propuso bajar los mástiles y flotar sobre ellos, y así lo hicieron; y a las diez de la noche se entregaron a las olas. El miércoles por la noche, el compañero de Crow murió de fatiga y hambre, y él se quedó sólo, clamando a Dios que le socorriera. Al final fue recogido por el capitán Morse, rumbo a Amberes, que casi había pasado de largo, tomándolo por una boya de pescador flotando en la mar. Tan pronto como Crow estuvo a bordo, puso la mano en el bolsillo, y sacó su Nuevo Testamento, que estaba desde luego mojado, pero sin mayores daños. En Amberes fue bien recibido, y el dinero que había perdido le fue más que compensado.

EJECUCIONES EN STRATFORD-LE-BOW

En este sacrificio que vamos a detallar, no menos de trece fueron condenados a la hoguera.
Al rehusar cada uno de ellos afirmar cosas contrarias a su conciencia, fueron condenados, y el veintisiete de junio de 1556 fue señalado como el día de su ejecución en Stratford-le-Bow. Su constancia y fe glorificaron a su Redentor, lo mismo en vida que en muerte.

EL REV. JULIUS PALMER

La vida de este caballero muestra un singular ejemplo de error y de conversión. En tiempos de Eduardo fue un rígido y obstinado papista, tan adverso a la piadosa y sincera predicación que incluso era menospreciado por su propio partido; que su mentalidad cambiara, y sufriera persecución en tiempos de la Reina María, constituye uno de aquellos acontecimientos de la omnipotencia ante los que nos maravillamos y quedamos llenos de admiración.
El señor Palmer nació en Coventry, donde su padre había sido alcalde. Al trasladarse posteriormente a Oxford, llegó a ser, bajo el señor Hartey, de Magdalen College, un elegante erudito de latín y griego. Le encantaban las conversaciones interesantes, poseía un gran ingenio y una poderosa memoria. Infatigable en el estudio privado, se levantaba a las cuatro de la mañana, y con esta práctica se calificó para llegar a ser lector de lógica en el Magdalen College. Pero al favorecer a la Reforma el reinado de Eduardo, se vio frecuentemente castigado por su menosprecio a la oración y a la conducta ordenada, y fue al final expulsado de la institución.
Después abrazó las doctrinas de la Reforma, lo cual llevó a su arresto y final condena.
Un cierto noble le ofreció la vida si se retractaba. «Si lo haces,» le dijo, «vivirás conmigo. Y si piensas casarte, te conseguiré una esposa y una granja, y os ayudaré a equiparla. ¿Qué dices a esto?»
Palmer le dio las gracias con mucha cortesía, pero de manera muy modesta y respetuosa le observó que ya había renunciado a vivir en dos lugares por causa de Cristo, por lo que por la gracia de Dios estaría dispuesto también a dar su vida por la misma causa, cuando Dios lo dispusiera.
Cuando Sir Richard vio que su interlocutor no estaba dispuesto a ceder en absoluto, le dijo: «Bien, Palmer, veo que uno de nosotros dos va a condenarse; porque somos de dos fe distintas, y estoy bien seguro de que hay una sola fe que lleva a la vida y a la salvación.»
Palmer: «Bien, señor, yo espero que ambos nos salvemos.»  Sir Richard: «¿Y cómo podrá ser esto?»
Palmer: «De manera muy clara. Porque a nuestro misericordioso Dios le plugo llamarme, en conformidad a la parábola del Evangelio, en la hora tercera del día, en mi florecimiento, a la edad de veinticuatro años, así como espero que os haya llamado, y os llamará a vos, en la hora undécima de esta vuestra ancianidad, para daros vida eterna como vuestra porción.»
Sir Richard: «¿Esto dices? Bien, Palmer, bien, me gustaría tenerte un solo mes en mi casa; no dudo de que o yo te convertiría, o que tú me convertirías.»
Entonces dijo el Máster Winchcomb: «Apiádate de estos años dorados, y de las placenteras flores de la frondosa juventud, antes que sea demasiado tarde.»
Palmer: «Señor, anhelo aquellas flores primaverales que jamás se marchitarán.»
Fue juzgado el quince de julio de 1556, junto con un compañero de prisión llamado Thomas Askin. Askin y un tal John Guin habían sido sentenciados el día antes, y el señor Palmer fue llevado el quince para oír su sentencia definitiva. Se ordenó que la ejecución siguiera a la sentencia, y a las cinco de aquella misma tarde estos mártires fueron atados a la estaca en un lugar amarrado Sand-pits. Después de haber orado devotamente juntos, cantaron el Salmo Treinta y uno.
Cuando fue encendido el fuego y hubo prendido en sus cuerpos, continuaron clamando, sin dar apariencia alguna de sufrir dolor: «¡Señor Jesús, fortalécenos! ¡Señor Jesús, recibe nuestras almas!» hasta que quedó suspendida su vida y desapareció el sufrimiento humano. Es de destacar que cuando sus cabezas hubieron caído juntas como en una masa por la fuerza de las llamas, y los espectadores pensaban que Palmer estaba ya sin vida, de nuevo se movieron su lengua y labios, y se les oyó pronunciar el nombre de Jesús, a quien sea gloria y honra para siempre.

JOAN WASTE Y OTROS

Esta pobre y honrada mujer, ciega de nacimiento y soltera, de veintidós años de edad, era de la parroquia de Todos los Santos, Derby. Su padre era barbero, y también fabricaba cuerdas para ganarse mejor la vida. En esta tarea ella le ayudaba, y también aprendió a tejer varios artículos de vestir. Rehusando comunicar con aquellos que mantenían doctrinas contrarias a las que ella había aprendido en los días del piadoso Eduardo, fue hecho comparecer ante el doctor Draicot, el canciller del obispo Blaine, y ante Peter Finch, oficial de Derby.
Intentaron confundir a la pobre muchacha con sofismas y amenazas, pero ella ofreció ceder a la doctrina del obispo si él estaba dispuesto a responder por como en el Día del Juicio como lo había hecho el piadoso doctor Taylor en sus sermones) de que su creencia en la presencia real del Sacramento era verdadera. Al principio, el obispo contestó que lo haría, pero al recordarle el doctor Draicot que no podía en manera ninguna responder por un hereje, retiró su confirmación de sus propias creencias; él entonces les contestó que si sus conciencias no les permitían responder ante el tribunal de Dios por la verdad que ellos querían que ella aceptara, que ella no contestaría a ninguna otra de sus preguntas. Entonces se pronunció sentencia, y el doctor Draicot fue encomendado para predicar el sermón de la condena de la muchacha, lo que tuvo lugar el 1 de agosto de 1556, el día de su martirio. Al terminar su fulminador discurso, la pobre ciega fue luego llevada a un lugar llamado Windmill Pit, cerca de la ciudad, donde por un tiempo sostuvo la mano de su hermano, y luego se preparó para el fuego, pidiendo a la compadecida multitud que orara con ella, y a Cristo que tuviera misericordia de ella, hasta que la gloriosa luz del eterno Sol de justicia resplandeció sobre su espíritu fuera del cuerpo.
En noviembre, quince mártires fueron apresados en el castillo de Canterbury, los cuales fueron todos o quemados o dejados morir de hambre. Entre estos últimos estaban J. Clark, D. Chittenden, W. Foster de Stonc, Mice Potkins, y J. Archer, de Cranbrooke, tejedor. Los dos primeros no habían sido condenados, pero los otros habían sido sentenciados al fuego. Foster, en su interrogatorio, comentó acerca de la utilidad de llevar cirios encendidos el día de la Candelaria, que igual valdría llevar una horca; y que un patíbulo tendría tanto efecto como una cruz.
Hemos ahora llevado a su fin las sanguinarias actuaciones de la inmisericorde María, en el año 1556, cuyo número se elevó por encima de Ochenta Y Cuatro.
El comienzo del año 1557 fue notable por la visita del Cardenal Pole a la Universidad de Cambridge, que parecía tener gran necesidad de ser limpiada de predicadores herejes y de doctrinas reformadas. Un objeto era también llevar a cabo la farsa papista de juzgar a Martín Bucero y a Paulus Phagius, que habían estado enterrados ya durante tres o cuatro años. Con este propósito, las iglesias de Santa María y de San Miguel fueron puestas en interdicto como lugares viles e impíos, indignos del culto de Dios, hasta que fueran perfumadas y lavadas con el agua bendita papista, etc.
El burdo acto de citar a comparecer a estos difuntos reformadores no tuvo el más mínimo efecto sobre ellos, y el 26 enero se pronunció sentencia de condenación, parte de la cual rezaba así, y puede servir como muestra de los procesos de esta naturaleza: «Por ello pronunciamos al dicho Martín Bucero y a Paulus Phagius excomulgado y anatematizado, tanto por las leyes comunes como por cartas procesales; y para que su memoria sea condenada, condenamos también que sus cuerpos y huesos (que en el malvado tiempo del cisma, y floreciendo otras herejías en este reino, fueron precipitadamente sepultados en tierra sagrada) sean exhumados y echados lejos de los cuerpos y huesos de los fieles, según los santos cánones, y mandamos que ellos y sus escritos, si se encuentran aquí cualesquiera de ellos, sean públicamente quemados; y prohibimos a todas las personas de esta universidad, ciudad o lugares colindantes, que lean o escondan sus heréticos libros, tanto por la ley común como por nuestras cartas procesales.»
Después que la sentencia fuera leída, el obispo mandó que sus cuerpos fueran exhumados de sus sepulcros, y, degradados de sus sagrados órdenes, entregados en manos del brazo secular; porque no les era legítimo a personas tan inocentes, y odiando todo derramamiento de sangre y detestando todo ánimo de homicidio, dar muerte a nadie.
El 6 de febrero, sus cuerpos, dentro de sus ataúdes, fueron llevados al medio de la plaza del mercado de Cambridge, acompañados por una vasta multitud. Se hincó un gran poste en el suelo, al que se ataron los ataúdes con grandes cadenas, fijados por el centro, como si los cadáveres hubieran estado vivos. Cuando el fuego comenzó a ascender y prendió en los ataúdes, se echaron también varios libros condenados a las llamas, para quemarlos. Sin embargo, en el reinado de Elizabeth se hizo justicia a la memoria de estos piadosos y eruditos hombres, cuando el señor Ackworth, orador de la universidad, y el señor J. Pilkington, pronunciaron discursos en honor de su memoria, y reprobando a sus perseguidores católicos.
El Cardenal Pole infligió también su impotente furia contra el cadáver de la mujer de Peter Martyr, que, por orden suya, fue exhumado de su sepultura, y enterrado en un distante estercolero, en parte porque sus huesos estaban cerca de las reliquias de San Fridewide, que había sido anteriormente muy estimado en aquel colegio, y en parte porque quería purificar Oxford de restos heréticos, lo mismo que a Cambridge. Pero en el reinado que siguió, sus restos fueron restaurados a su anterior cementerio, e incluso entremezclados con los del santo católico, para asombro y mortificación absolutos de los discípulos de Su Santidad el Papa.
El Cardenal Pole publicó una lista de cincuenta y cuatro artículos conteniendo instrucciones para el clero de su diócesis de Canterbury, algunos de los cuales son demasiado ridículos y pueriles para excitar en nuestros días otra cosa que la risa.

PERSECUCIONES EN LA DIÓCESIS DE CANTERBURY

En el mes de febrero fueron encerradas en prisión las siguientes personas: R. Coleman, de Waldon, un obrero; Joan Winseley, mujer soltera de Horsley Magna; S. Glover, de Rayley; R. Clerk, de Much Holland, marinero; W. Munt, de Much Bendey, aserrador; Margaret Field, de Ramsey, mujer soltera; R. Bongeor, curtidor; R. Jolley, marinero; Allen Simpson, Helen Ewire, C. Pepper, viuda; Alice Walley (que se retractó); W. Bongeor, vidriero, todos ellos de Colchester; R. Atkin, de Halstead, tejedor; R. Barbock, de Wilton, carpintero; R. George, de Westbarhonlt, obrero; R. Debnam de Debenham, tejedor; C. Wanen, de Cocksall, soltera; Agnes Whitlock, de Dover-court, soltera; Rose Allen, soltera; y T. Feresannes, menor; ambos de Colchester.
Estas personas fueron hechas comparecer ante Bonner, que las hubiera hecho ejecutar inmediatamente, pero el Cardenal Pole era partidario de medidas mucho más misericordiosas, y Bonner, en una de sus cartas al cardenal, parece estar consciente de que le había desagradado, porque emplea esta expresión: «Pensé en mandarlos a todos a Fulham, y pronunciar allí sentencia contra ellos; sin embargo, dándome cuenta que en mi última actuación vuestra gracia se ofendió, creí mi deber, antes de proseguir, informar a vuestra gracia.»
Esta circunstancia confirma el relato de que el cardenal era una persona con humanidad; y aunque un católico celoso, nosotros, como protestantes, estamos dispuestos a rendirle la honra que merece su carácter misericordioso. Algunos de los acerbos perseguidores lo denunciaron ante el Papa como favorecedor de herejes, y fue llamado a Roma, pero la Reina María, por un ruego particular, logró su permanencia en Inglaterra. Sin embargo, antes del fin de su vida, y poco antes de su último viaje de Roma a Inglaterra, estuvo bajo graves sospechas de favorecer la doctrina de Lutero.
Así como en el último sacrificio cuatro mujeres honraron la verdad, así en el siguiente auto da fe, tenemos un número semejante de mujeres y de varones que sufrieron el 30 de junio de 1557 en Canterbury, y que se llamaban J. Fishcock, F. White, N. Pardue, Barbary Final, que era viuda, la viuda de Barbridge, la esposa de Wilson y la esposa de Benden.
De este grupo observaremos más particularmente a Alice Benden, mujer de Edward enden, de Staplehurst, en Kent. Había sido apresada en octubre de 1556 por no asistencia, y liberada con estrictas órdenes de enmendar su conducta. Su marido era un fanático católico, y al hablar en público de la contumacia de su mujer, fue enviada al castillo de Canterbury, donde sabiendo que cuando fuera enviada a la cárcel del obispo sería matada de hambre con una misérrima cantidad de alimentos al día, comenzó a prepararse para este sufrimiento tomando una pequeña cantidad de alimentos al día.
El 22 de enero de 1557, su marido escribió al obispo que si se impidiera que el hermano de su mujer, Roger Hall, la siguiera confortando y ayudando, quizá ella se volvería; por esto fue trasladada a la cárcel llamada Monday's Hole. Su hermano la buscó con diligencia, y al final de cinco semanas, de manera providencial, oyó su voz en una mazmorra, pero no pudo darle otro alivio que poner algo de dinero en una hogaza, y pasándola por medio de un largo palo. Debe haber sido terrible la situación de esta pobre víctima, yaciendo en paja, entre paredes de piedra, sin cambio de vestido ni los más mínimos requisitos de limpieza durante nueve semanas!
El 25 de marzo fue llamada delante del obispo, que le ofreció la libertad y recompensas si volvía a casa y se sometía. Pero la señora Benden se había habituado al sufrimiento, y mostrándole sus brazos contraídos y su semblante famélico, rehusó apartarse de la verdad. Sin embargo, fue sacada de este negro agujero y llevada a West Gate, de donde fue sacada al final de abril para ser condenada y luego echada en la prisión del castillo hasta el diecinueve de junio, el día en que debía ser quemada. En la estaca dio su pañuelo a un hombre llamado John Banns como memoria; y de la cintura se sacó una puntilla blanca, pidiéndole que se la diera a su hermana, diciéndole que era la última atadura que había llevado, excepto por la cadena; y a su padre le devolvió un chelín que le había enviado.
Estos siete mártires se quitaron la ropa con presteza, y ya preparados se arrodillaron, y oraron con tal fervor y espíritu cristiano que hasta los enemigos de la cruz se sintieron afectados. Después de haber hecho una invocación conjunta, fueron atados a la estaca, y, rodeados de implacables llamas, entregaron sus almas en manos del Señor viviente.
Matthew Plalse, un tejedor y cristiano sincero y agudo, fue llevado delante de Thomas, obispo de Dover, y de otros inquisidores, a los que embromó ingeniosamente con sus respuestas indirectas, de las que lo que sigue es una muestra:
Doctor Harpsfield. Cristo llamó al pan Su cuerpo; ¿qué dices tú qué es?
Plaise. Creo que es lo que les dio.
Dr. H. ¿Y qué era?
P. Lo que El partió.
Dr. H. ¿Y qué partió?
P. Lo que tomó.
Dr. H. ¿Qué tomó?
P. Digo yo que lo que les dio, lo que ciertamente comieron.
Dr. H. Bien, entonces tú dices que era solamente pan lo que los discípulos comieron.
P. Yo digo que lo que él les dio, y que ellos verdaderamente comieron.
Siguió una discusión muy prolongada, en la que le pidieron a Plaise que se humillara ante el obispo; pero a esto rehusó. No se sabe si este valeroso hombre murió en la cárcel, o si fue ejecutado o liberado.

EL REV. JOHN HULLIER

El Rev. John Hullier se educó en Eton College, y con el tiempo vino a ser vicario de Babram, a tres millas de Cambridge, y luego fue a Lynn, donde, al oponerse a la superstición de los papistas, fue llevado ante el doctor Thirlby, obispo de Ely, y enviado al castillo de Cambridge; aquí estuvo un tiempo, y luego fue enviado a la prisión de Tolbooth, donde, después de tres meses, fue llevado a la Iglesia de Santa María, y allí condenado por el doctor Fuller. En jueves Santo fue llevado a la hoguera; mientras se quitaba la ropa, le dijo a la gente que estaba a punto de sufrir por una causa justa, y los exhortó a creer que no había otra roca que Jesucristo sobre la que edificar.
Un sacerdote llamado Boyes le pidió entonces al alcalde que lo silenciara. Después de orar, se fue mansamente a la pira, y atado entonces con una cadena y metido en un barril de brea, prendieron fuego a las cañas y a la leña. Pero el viento arrastró el fuego directamente detrás suyo, lo que le hizo orar tanto más fervientemente bajo una severa agonía. Sus amigos pidieron al verdugo que prendiera fuego a los haces con el viento a su cara, lo que fue hecho de inmediato.
Echaron ahora una cantidad de libros al fuego, uno de los cuales (el Servicio de Comunión) atrapó él, lo abrió, y gozosamente lo estuvo leyendo, hasta que el fuego y el humo le privaron de la visión; pero incluso entonces, en ferviente oración, apretó el libro contra su corazón, dando gracias a Dios por darle, en sus últimos momentos, este don tan precioso.
Siendo cálido el día, el fuego ardió violentamente; en un momento de-terminado, cuando los espectadores pensaban que ya había dejado de existir, exclamó repentinamente: «Señor Jesús, recibe mi espíritu», y con mansedumbre entregó su vida. Fue quemado en Jesús Green, no lejos de Jesús College. Le habían dado pólvora, pero había muerto ya antes que se encendiera. Este piadoso mártir constituyó un singular espectáculo, porque su carne quedó tan quemada desde los huesos, que siguieron erguidos, que presentó la idea de una figura esquelética encadenada a una estaca. Sus restos fueron anhelantemente tomados por la multitud, y venerados por todos los que admiraban su piedad o detestaban el inhumano fanatismo.

SIMÓN MILLER Y ELIZABETH COOPER

En el siguiente mes de julio estos dos recibieron la corona del martirio. Miller vivía en Lynn, y acudió a Norwich, donde, poniéndose a la puerta de una de las iglesias, mientras la gente salía, pidió saber a dónde podría ir para recibir la Comunión. Por esta causa, un sacerdote lo hizo llevar delante del doctor Dunning, que lo hizo encerrar; pero luego le dejaron volver a su casa para que arreglara sus asuntos; después de ello volvió a la casa del obispo, y a su cárcel, donde se quedó hasta el trece de julio, el día en que fue quemado.

Elizabeth Cooper, mujer de un peltrero, de St. Andrews, Norwich, se había retractado; pero atormentada por lo que había hecho por el gusano que nunca muere, poco después se dirigió voluntariamente a su iglesia parroquial durante el tiempo del culto papista, y, puesta en pie, proclamó audiblemente que revocaba su anterior retractación, y advirtió a la gente que evitara su indigno ejemplo. Fue sacada de su casa por el señor Sunon, el alguacil mayor, que muy a regañadientes cumplió la letra de la ley, por cuanto habían sido siervos y amigos en el pasado. En la estaca, la pobre sufriente, sintiendo el fuego, gritó: «¡Oh!», a lo cual el señor Miller, pasando la mano detrás de él hacia ella, la animó a alentarse, «porque (le dijo) buena hermana, tendremos una gozosa y feliz cena.» Alentada por este ejemplo y exhortación, se mantuvo inamovible en la terrible prueba, y demostró, junto a él, el poder de la fe sobre la carne.