LAS PERSECUCIONES EN EL SUR DE FRANCIA

Las persecuciones contra los protestantes franceses en el sur de Francia, durante los años 1814 y 1820.

La persecución en esta parte protestante de Francia prosiguió con pocas interrupciones desde la revocación del edicto de Nantes, por Luis XIV, hasta un periodo muy breve antes del comienzo de la Revolución Francesa. En el año 1785, M. Rebaut St. Etienne y el célebre M. de la Fayette fueron de las primeras personas en interesarse ante la corte de Luis XVI para eliminar el azote de la persecución contra esta sufriente gente, los habitantes del sur de Francia.
Tal era la oposición de parte de los católicos y de los cortesanos, que no fue hasta el final del año 1790 que los protestantes se vieron libres de sus alarmas. Antes de esto, los católicos, en particular en Nimes, habían recurrido a las armas. Nimes había presentado un terrible espectáculo: Hombres armados corriendo por todas partes de la ciudad, disparando desde las esquinas, y atacando a todos los que encontraban, con espadas y horcas.
Un hombre llamado Astuc fue herido y echado al acueducto. Baudon cayó bajo los repetidos golpes de bayonetas y sables, y su cuerpo fue echado también al agua; Boucher, un joven de sólo diecisiete años de edad, fue muerto de un disparo mientras miraba desde su ventana; tres electores fueron heridos, uno de ellos de consideración; otro elector fue herido, y otro escapó a la muerte declarando varias veces que era católico; un tercero recibió tres heridas de sable, y fue llevado a su casa terriblemente mutilado.
Los ciudadanos que huían eran detenidos por los católicos en los caminos, y obligados a dar prueba de su religión antes de concedérseles la vida. M. y Madame Vogue estaban en su casa de campo que los fanáticos forzaron, y mataron a ambos, destruyendo su vivienda. Blacher, un protestante de setenta años, fue despedazado con una hoz; al joven Pyerre, que llevaba unos alimentos a su hermano, le preguntaron: «¿Católico o Protestante?» Al responder «Protestante», uno de aquellos monstruos disparó contra el chico, que cayó. Uno de los compañeros del asesino le dijo.
«Igual podrías haber matado un cordero.» «He jurado,» repuso el otro, «matar a cuatro protestantes como mi parte, y éste contará como uno de ellos.» Sin embargo, como estas atrocidades llevaron a las tropas a unirse en defensa del pueblo, cayó una terrible venganza sobre el partido católico que había tomado armas, lo cual, junto con otras circunstancias, como la tolerancia ejercida por Napoleón Bonaparte, los refrenó totalmente hasta el año 1814, cuando el inesperado regreso del antiguo régimen volvió a unirlos bajo las antiguas banderas.

LA LLEGADA DEL REY LUIS XVIII A PARÍS

Esta llegada se supo en Nimes el trece de abril de 1814. Al cabo de un cuarto de hora se veía por todas partes la escarapela blanca, ondeaba la bandera blanca en los edilicios públicos, en los espléndidos monumentos de la antigüedad, e incluso en la torre de Mange, fuera de las murallas de la ciudad. Los protestantes, cuyo comercio había sufrido durante la guerra, estuvieron entre los primeros en unirse al regocijo general, y en enviar su adhesión al senado, y al cuerpo legislativo, y varios de los departamentos protestantes enviaron mensajes al trono, pero desafortunadamente M. Froment estaba de nuevo en Nimes en aquel tiempo, con muchos fanáticos dispuestos a seguirle, y la ceguera y la furia del siglo dieciséis rápidamente tomaron el lugar de la filantropía del siglo diecinueve. En el acto se trazó una línea de distinción entre personas de diferentes persuasiones religiosas; el espíritu de la antigua Iglesia Católica era de nuevo regular la parte que cada uno hubiera de tener de estima y de seguridad.
La diferencia de religión iba ahora a gobernarlo todo; e incluso los criados católicos que habían servido a protestantes con celo y afecto comenzaron a descuidar sus deberes o a llevarlos a cabo con desgana y hostilidad. En los festejos y espectáculos dados a cuenta del erario público, se usó la ausencia de los protestantes para acusarlos de deslealtad; y en medio de clamores de Vive le Roi se oyeron los clamores disonantes de A bas le Maire, abajo el alcalde. M. Castletan era protestante; apareció en público con el prefecto M. Ruland, que era católico, y le echaron patatas, y la gente dijo que debía dimitir de su cargo, Los fanáticos de Nimes lograron incluso que se presentara un mensaje al rey, en el que decían que en Francia sólo debía haber un Dios, un rey y una fe. En esto fueron imitados por los católicos de varias ciudades.

LA HISTORIA DEL NIÑO DE PLATA.

Para este tiempo, M. Barón, consejero de la Cuor Royale de Nimes, adoptó el plan de dedicar a Dios un niño de plata, si la Duquesa de Angulema daba un príncipe a Francia. Este proyecto fue adoptado como un voto religioso público, que era tema de conversación en público y en privado, mientras que varias personas, con la imaginación encendida por este proyecto, corrían por las calles gritando Vivent les Bourbons, «Vivan los Borbones.» Como consecuencia de este desenfreno supersticioso, se dice que en Alais se aconsejó e instigó a las mujeres para que envenenaran a sus maridos protestantes, y al final se encontró conveniente acusarlos de crímenes políticos. Ya no podían aparecer en público sin ser insultados e injuriados. Cuando el populacho se encontraba con protestantes, los tomaban y bailaban alrededor de ellos con un bárbaro regocijo, y en medio de repetidos gritos de Vive le Roi cantaban versos cuyo sentido era: «Nos lavaremos las manos en sangre protestante, y haremos morcillas con la sangre de los hijos de Calvino.»
Los ciudadanos que salían a los paseos buscando aire y frescura fuera de las callejas cerradas y sucias eran ahuyentados con gritos de Vive le Roi, como si aquellos gritos pudieran justificar todos los excesos. Si los protestantes hacían referencia al estatuto, se les aseguraba sin ambages que de nada les serviría, y que sólo habían conseguido asegurar más su efectiva destrucción. Se oyó a personas de rango decir en público: «Se tiene que matar a todos los Hugonotes; esta vez se debe matar a sus hijos, para que no quede nadie de esta maldita raza.»
Es cierto, con todo, que no eran asesinados, sino tratados con crueldad; los niños protestantes no podían ya mezclarse en los juegos con los católicos, y ni siquiera se les permitía aparecer sin sus padres. Al oscurecer, las familias se encerraban en sus apartamentos, pero incluso entonces se lanzaban piedras contra sus ventanas. Cuando se levantaban por la mañana, no era inusual encontrar dibujos de horcas en sus puertas o paredes; y en las calles los católicos sostenían cuerdas ya enjabonadas delante de sus ojos, señalando a los instrumentos con los que esperaban y tramaban acabar con ellos.
Se pasaban pequeñas horcas o modelos de las mismas, y un hombre que vivía delante de uno de estos pastores exhibió uno de estos modelos en su ventana, y hacía signos bien significativos cuando pasaba el ministro. También colgaron en un cruce de caminos públicos una figura representando a un predicador protestante, y cantaban los más atroces cánticos debajo de su ventana.
Hacia el final del carnaval se había incluso formado el plan de hacer una caricatura de cuatro ministros del lugar, y quemados en efigie; pero esto fue impedido por el alcalde de Nimes, que era protestante. Una terrible canción fue presentada al prefecto, en la lengua de la región, con una traducción falsa, e impresa con su aprobación, y tuvo mucha aceptación antes que él se diera cuenta del error al que había sido llevado. El sexagésimo tercer regimiento de línea fue públicamente censurado e insultado por haber protegido a los protestantes en cumplimiento de las órdenes recibidas. De hecho, los protestantes parecían ovejas destinadas al matadero.

LAS ARMAS CATÓLICAS EN BEAUCAIRE

En mayo de 1815, muchas personas de Nimes pidieron una asociación federativa similar a la de Lyon, Grenoble, París, Aviñón y Montpelier, pero esta federación acabó aquí tras una efímera e ilusoria existencia de catorce días. Mientras tanto, un gran partido de zelotes católicos se habían armado en Beaucaire, y pronto llevaron sus patrullas tan cerca de las murallas de Nimes «que alarmaron a los habitantes.» Estos católicos pidieron ayuda a los ingleses que se encontraban fondeados frente a Marsella, y obtuvieron la donación de mil mosquetes, diez mil cartuchos, etc. Sin embargo, el General Gilly fue pronto enviado contra estos partisanos, impidiéndoles llegar a mayores concediéndoles un armisticio.
Sin embargo, cuando Luis XVIII hubo vuelto a París, tras el final del reinado de Napoleón de cien días, y parecieron establecerse la paz y aminorarse los espíritus partidistas, incluso en Nimes, bandas de Beaucaire se unieron a Trestaillon en esta ciudad, para cumplir la venganza premeditada durante tanto tiempo. El General Gilly había dejado el departamento hacia ya varios días; las tropas que dejó tras de sí habían asumido la escarapela blanca, y esperaban nuevas órdenes, mientras que los nuevos comisionados habían sólo de proclamar el cese de las hostilidades y el total establecimiento de la autoridad real. Fue en vano; no aparecieron comisionados, no llegaron despachos para calmar y regular la mente del público; pero hacia la tarde entró en la ciudad la vanguardia de los bandidos, que ascendían a varios cientos, indeseados pero sin que se les hiciera oposición.
Mientras marchaban sin orden ni disciplina, cubiertos con ropas o harapos multicolores, adornados con escarapelas, no blancas, sino blancas y verdes, armados con mosquetes, sables, horcas, pistolas y guadañas, borrachos y manchados de la sangre de los protestantes que habían encontrado por el camino, presentaban un aspecto de lo más repelente y pavoroso. En la plaza abierta delante de los cuarteles, se unieron a estos bandidos el populacho armado de la ciudad, encabezados por Jaques Dupont, comúnmente llamado Trestaillon.
Para ahorrar derramamientos de sangre, la guarnición de alrededor de quinientos hombres consintió capitular, y salió abatida e indefensa; pero cuando habían pasado alrededor de cincuenta, la canalla comenzó a disparar a discreción contra sus confiadas victimas, totalmente carentes de protección; casi todos murieron o fueron heridos, pero una cantidad muy pequeña pudieron volver a entrar en el patio antes de que se cerraran de nuevo los portones de la guarnición.
Estas fueron de nuevo forzadas en un instante, y fueron muertos todos los que no pudieron izarse sobre los tejados o saltar a los jardines adyacentes. En una palabra, se encontraron con la muerte a cada recodo y de todas las formas, y esta matanza ejecutada por los católicos rivalizó en crueldad y sobrepasó en perfidia a los crímenes de los septembristas de París y las degollinas jacobinas de Lyon y Aviñón. Tuvo la marca no sólo del fervor de la Revolución sino también de la sutileza de la liga, y quedará durante largo tiempo como mancha sobre la historia de la segunda restauración.

MATANZA Y PILLAJE EN NIMES

Nimes exhibía ahora una escena de lo más terrible de ultraje y carnicería, aunque muchos de los protestantes habían huido al Convennes y al Gardonenque. Las casas de campo de los señores Rey, Guiret y otras habían sido saqueadas, y los habitantes tratados con una barbarie despiadada. Dos partidos habían saciado sus salvajes inclinaciones en la granja de Madame Frat; el primero, tras comer, beber y romper el mobiliario, anunció la llegada de sus camaradas, «en comparación con los cuales,» dijeron, «a ellos los considerarían misericordiosos.»
Quedaron tres hombres y una anciana en el lugar; al ver llegar a la segunda compañía, dos de los hombres huyeron. «¿Eres católica?», le preguntaron dos de los bandidos a la anciana. «Si.» «Entonces, repite tu Pater y tu Ave.» Aterrorizada como estaba, vaciló, y en el acto le dieron un culatazo con un mosquete. Al volver en sí, huyó de la casa, pero se encontró con Ladet, el viejo valet de ferme, que traía una ensalada que sus atacantes le habían ordenado preparar. En vano trato de persuadirle para que huyera. «¿Eres protestante?» le preguntaron. «Si. » Descargándole un mosquete encima, cayó herido, pero no muerto.
Para consumar su obra, aquellos monstruos encendieron un fuego con paja y tablones, echaron a su víctima aún viva en las llamas, y lo dejaron morir en las más atroces agonías. Luego se comieron la ensalada, la tortilla, etc. Al siguiente día, algunos trabajadores, viendo la casa abierta y abandonada, entraron, y descubrieron el cuerpo medio consumido de Ladet. El prefecto de Gard, M. Darbaud Jouques, tratando de paliar los crímenes de los católicos, tuvo la audacia de afirmar que Ladet era católico; pero esto fue contradicho públicamente por dos de los pastores de Nimes.
Otra partida cometió un terrible asesinato en St. Cezaire, matando a Imbert la Plume, marido de Suzon Chivas. Lo encontraron al volver de trabajar en los campos. El cabecilla le prometió perdonarle la vida, pero insistió en que debía llevarlo a la cárcel de Nimes. Viendo, sin embargo, que los de la partida estaban decididos a matarle, asumió su carácter natural, y siendo un hombre fuerte y valiente, se adelantó, y exclamó: «¡Vosotros sois unos bandidos! ¡Fuego!» Cuatro de ellos dispararon y él cayó pero no muerto; y mientras estaba aun con vida le mutilaron el cuerpo; y luego, pasando una cuerda a su alrededor, lo arrastraron, atado a un cañón del que se habían apoderado. No fue hasta después dj ocho días que sus parientes supieron de su muerte. Cinco personas dj la familia de Chivas, todos ellos casados y padres de familia, fueron muertos en el curso de pocos días.
El inmisericorde trato de las mujeres, en esta persecución en Nimes, fue de tal naturaleza que habría ofendido a cualesquiera salvajes que hubieran sabido de ello las viudas Rivet y Bernard fueron obligadas a entregar enormes cantidades dj dinero la casa dj la señora Lecointe fue devastada, y sus bienes destruidos. La señora F. Didier vio su vivienda saqueada y casi arrasada hasta rás de tierra. Una partida de estos fanáticos visitó a la viuda Perrin, que vivía en una pequeña granja en los molinos de viento; tras cometer todo tipo de devastaciones, atacaron incluso el camposanto, que contenía los muertos de la familia. Sacaron los ataúdes y desparramaron su contenido por campos colindantes. En vano recogió esta ultrajada viuda los huesos de sus antepasados para volverlos a poner en su lugar; de nuevo los exhumaron; finalmente, después de varios inútiles intentos, quedaron desparramados sobre la superficie de los campos.

DECRETO REGIO EN FAVOR DE LOS PERSEGUIDOS.

Por fin fue recibido en Nimes el decreto de Luis XVIII que anulaba todos los poderes extraordinarios conferidos ya por el rey, por los príncipes, o agentes subordinados, y las leyes iban ahora a ser administradas por los órganos regulares, y llegó un nuevo prefecto para ponerlas en vigor. Pero a pesar de las proclamaciones, la obra de destrucción, detenida por un momento, no fue abandonada, sino que pronto fue reanudada con renovado vigor y efecto. El treinta de julio, Jacques Combe, padre de familia, fue muerto por algunos de la guardia nacional de Rusau, y el crimen fue tan público que el comandante de la partida devolvió a la familia el libro de notas de bolsillo, y los papeles del fallecido. Al día siguiente multitudes amotinadas llenaron la ciudad y sus suburbios, amenazando a los pobres aldeanos; y el primero de agosto los mataron sin oposición.
Por el mediodía de aquel mismo día, seis hombres armados, encabezados por Truphemy, el carnicero, rodearon la casa de Monot, un carpintero; dos de la partida, que eran herreros, habían estado trabajando en la casa el día antes, y habían visto a un protestante que se había refugiado allí, M. Bourillon, que había sido teniente del ejército, y que se había retirado con una pensión. Era hombre de excelente carácter, pacífico e inofensivo, y nunca había servido al emperador Napoleón. Se lo tuvieron que señalar a Truphemy, que no lo conocía, mientras compartía el frugal desayuno con la familia.
Truphemy le ordenó que fuera con él, añadiendo: «Tu amigo Saussine ya está en el otro mundo.» Truphemy lo puso en medio de su tropa, y arteramente le ordenó que gritara Vive l'Empereur, lo cual rehusó, añadiendo que nunca había servido al emperador. En vano las mujeres y los niños de la casa intercedieron por su vida, encomiando sus gentiles y virtuosas cualidades. Fue llevado a la Esplanada y tiroteado, primero por Truphemy, y luego por los demás. Varias personas se acercaron, atraídas por el ruido de los disparos, pero fueron amenazadas con una suerte similar.
Después de un cierto tiempo se fueron los bandidos, al grito de Vive le Roi. Algunas mujeres se encontraron con ellos, y al ver a una de ellas dolorida, le dijo Truphemy: «Hoy he matado a siete, y tú, si dices una palabra, serás la octava.» Pierre Courbet, un tejedor, fue arrancado de su telar por una banda armada, y muerto de un tiro en su propia puerta. Su hija mayor fue abatida con la culata de un mosquete; y a su mujer le tuvieron puesto un puñal junto al pecho mientras los bandidos saqueaban su vivienda. Paul Heraut, sedero, fue literalmente despedazado en presencia de una gran multitud y en medio de los impotentes temores y lágrimas de su mujer y de sus cuatro pequeños hijos. Los asesinos sólo dejaron el cadáver para volver a la casa de Heraut y apoderarse de todo lo que fuera de valor. El número de asesinatos aquel día no puede determinarse. Una persona vio seis cadáveres en el Cours Neuf y nueve fueron llevados al hospital.
Si algún tiempo después los asesinatos se hicieron menos frecuente por algunos días, el pillaje y las contribuciones obligatorias fueron impuestos activamente. M. Salle d'Hombro fue despojado, en varias visitas, de siete mil francos; en una ocasión, cuando adució los grandes sacrificios que había hecho, el bandido le dijo, señalando a su pipa: «Mira, le pondré fuego a tu casa, y con eso,» dijo, blandiendo la espada, «acabaré contigo.» Ante estos argumentos no cabía discusión alguna. M. Feline, fabricante de sedas, fue despojado de treinta y dos mil francos oro, de tres mil francos plata, y de varias balas de seda.
Los pequeños tenderos estaban continuamente expuestos a visitas y exigencias de provisiones, de tejidos, o de cualquier cosa que vendieran. Y las mismas casas que incendiaban las casas de los ricos y destrozaban las vides de los agricultores destrozaban los telares del tejedor, y robaban las herramientas del artesano. La desolación reinaba en el santuario y en la ciudad. Las bandas armadas, en lugar de reducirse, aumentaban; los fugitivos, en lugar de volver, recibían constantes sobresaltos, y los amigos que les daban refugio eran considerados rebeldes.
Los protestantes que se quedaron fueron privados de todos sus derechos civiles y religiosos, e incluso los abogados y alguaciles tomaron la resolución de excluir a todos los de «la pretendida religión reformada» de sus cuerpos. Los que estaban empleados en la venta de tabaco perdieron sus licencias. Los diáconos protestantes encargados de los pobres fueron todos esparcidos. De cinco pastores sólo quedaron dos; uno de ellos se vio obligado a cambiar de residencia, y sólo podía aventurarse a administrar los consuelos de la religión o a llevar a cabo las funciones de su ministerio bajo el manto de la noche.
No satisfechos con estos tipos de tormento, publicaciones calumniosas y enardecedoras acusaron a los protestantes de levantar la proscrita bandera de las comunas y de invocar al caldo Napoleón; y naturalmente como siendo indignos de la protección de las leyes y del favor del monarca.
Después de esto, cientos de ellos fueron arrastrados a la cárcel sin siquiera una sola orden escrita; y aunque un diario oficial, llevando el título de Journal du Gard, fue establecido por cinco meses, mientras estuvo influenciado por el prefecto, el alcalde y otros funcionarios, la palabra «estatuto» no fue mencionada una sola vez en él. Al contrario, uno de sus primeros números describió a los sufrientes protestantes como «cocodrilos, que sólo lloran de ira y lamentando que no tengan más víctimas que devorar; como personas que habían sobrepasado a Danton, a Marat y a Robespierre en hacer el mal; y que habían prostituido a sus hijas a la guarnición para ganársela para Napoleón.» Un extracto de este artículo, impreso con la corona y las armas de los Borbones, fue voceado por las calles, y su vendedor iba adornado con la medalla de la policía.

PETICIÓN DE LOS REFUGIADOS PROTESTANTES

A estos reproches es oportuno oponer la petición que los refugiados protestantes en París presentaron a Luis XVIII en favor de sus hermanos en Nimes.
«Ponemos a vuestros pies, sire, nuestros agudos sufrimientos. En vuestro nombre son degollados nuestros conciudadanos, y sus propiedades son devastadas. Aldeanos engañados, en pretendida obediencia a vuestras órdenes, se reunieron bajo las órdenes de un comisionado designado por vuestro augusto sobrino. Aunque estaban listos para atacamos, fueron recibidos con seguridades de paz. El quince de julio de 1815 supimos de la llegada de vuestra majestad a París, y la bandera blanca ondeó de inmediato en nuestros edificios. La tranquilidad pública no había sido perturbada, cuando entraron campesinos armados.
La guarnición capituló, pero fueron asaltados al retirarse, y fueron muertos casi todos. Nuestra guardia nacional fue desarmada, la ciudad quedó llena de extraños, y las casas de los principales habitantes, que profesan la religión reformada, fueron atacadas y saqueadas. Acompañamos la lista. El terror ha hecho huir de nuestra ciudad a los más respetables ciudadanos.
Vuestra majestad ha sido engañado si no han puesto delante de vos la imagen de los horrores que transforman en desierto vuestra buena ciudad de Nimes. De continuo tienen lugar proscripciones y arrestos, y la verdadera y única causa es la diferencia de opiniones religiosas. Los calumniados protestantes son los defensores del trono. Vuestro sobrino ha visto a nuestros hijos bajo sus banderas; nuestras fortunas han sido puestas en sus manos.
Atacados sin razón, los protestantes no han dado, ni siquiera por una justa resistencia, el fatal pretexto a la calumnia de parte de sus enemigos. ¡Salvadnos, sire! Extinguid la llama de la guerra civil; una sola acción de vuestra voluntad restaurará a la existencia política a una ciudad interesante por su población y por sus productos. Demandad cuenta de su conducta a los cabecillas que han traído tales desgracias sobre nosotros. Ponemos ante vuestros ojos todos los documentos que nos han llegado. El temor paraliza los corazones y apaga las quejas de nuestros conciudadanos. Puestos en una situación más segura, nos aventuramos a levantar nuestra voz en favor de ellos,» etc., etc.

MONSTRUOSOS ULTRAJES CONTRA LAS MUJERES.

En Nimes es cosa bien sabida que las mujeres lavan sus ropas bien en las fuentes, bien en las riberas de los ríos. Hay un gran lavadero cerca de la fuente, donde se puede ver a muchas mujeres cada día, arrodilladas al borde del agua, y golpeando sus ropas con pesadas palas de madera en forma de raquetas. Este lugar llegó a ser el escenario de las prácticas más vergonzosas e indecentes.
La canalla católica volvía las enaguas de las mujeres por encima de sus cabezas, y las ataba de manera que continuaran expuestas y sometidas a una nueva clase de tormento; porque, poniendo clavos en la madera de las paletas de lavar en forma de flor de lis, las golpeaban hasta que manaba la sangre de sus cuerpos y sus gritos desgarraban el aire. A menudo se pedía la muerte como fin de este ignominioso castigo, que era rehusada con maligno regocijo. Para llevar este ultraje hasta su mayor grado posible, se empleó esta tortura contra algunas que estaban embarazadas.
La escandalosa naturaleza de estos ultrajes impedía a muchas de las que lo habían sufrido hacerlo público, y especialmente relatar sus circunstancias más agravantes. «He visto,» dice M. Duran, «a un abogado católico acompañando a los asesinos de Bourgade, armar una batidora con aguzados clavos en forma de fleur-de-lis; les he visto levantar los vestidos a las mujeres, y aplicarles a sus cuerpos ensangrentados estas batidoras, con fuertes golpes, a la que dieron un nombre que mi pluma rehúsa registrar. Nada podía detenerlos, ni los clamores de las atormentadas mujeres, la efusión de sangre, los murmullos de indignación suprimidos por el temor. Los cirujanos que atendieron a las mujeres que habían muerto pueden testificar, por las marcas de sus heridas, qué agonías deben haber soportado; esto, por terrible que parezca, es sin embargo estrictamente cierto.
Sin embargo, durante el progreso de estos horrores y de estas obscenidades, tan deshonrosas para Francia y la religión católica, los agentes del gobierno tenían poderosas fuerzas a su mando, con las que, si las hubieran empleado rectamente, habrían podido restaurar la tranquilidad. Sin embargo, prosiguieron los asesinatos y los robos, que fueron tolerados por los magistrados católicos, con bien pocas excepciones; es cierto que las autoridades administrativas usaron palabras en sus proclamaciones, etc., pero nunca ejercieron acciones para detener las atrocidades de los perseguidores, que declararon desvergonzadamente que el día veinticuatro, el aniversario de San Bartolomé, tenían la intención de hacer una matanza general. Los miembros de la Iglesia Reformada se llenaron de terror, y en lugar de tomar parte en la elección de diputados, estuvieron ocupados tanto como pudieron para proveer a su seguridad personal.

ULTRAJES COMETIDOS EN LOS PUEBLOS, ETC.

Dejamos Nimes ahora para examinar la conducta de los perseguidores en la región alrededor. Después del restablecimiento del gobierno monárquico, las autoridades locales se distinguieron por su celo y diligencia en apoyar a sus patronos, y bajo los pretextos de rebelión, ocultación de armas, impago de contribuciones, etc., se permitió a las tropas, a la guardia nacional y al populacho armado saquear, arrestar y asesinar a pacíficos ciudadanos, no meramente con impunidad, sino con aliento y aprobación.
En el pueblo de Milhaud, cerca de Nimes, se obligó frecuentemente a los habitantes a pagar grandes sumas para evitar ser saqueados. Sin embargo, esto no valió para nada en casa de Madame Teulon. El domingo dieciséis de julio fueron devastadas su casa y propiedades. Se llevaron o destruyeron sus valiosos muebles, quemaron la paja y la madera, y exhumaron el cuerpo de un niño, enterrado en el jardín, y lo arrastraron alrededor de un fuego encendido por el populacho. Fue con gran dificultad que la señora Teulon escapo con su vida.
M. Picherol, otro protestante, había ocultado algunos de sus bienes en casa de un vecino católico. Atacaron su casa, y aunque respetaron todas las propiedades del último, las de su amigo fueron saqueadas y destruidas. En el mismo pueblo, uno de los de la partida, dudando de si el señor Hermet, un sastre, era el hombre al que buscaban, preguntaron: «¿Es un protestante?» Al reconocerlo, dijeron: «Muy bien.» Y lo asesinaron en el acto. En el cantón de Vauvert, donde había una iglesia consistorial, extorsionaron ochenta mil francos.
En las comunas de Beauvoisin y Generac un puñado de libertinos cometieron excesos similares, bajo la mirada del alcalde y a los gritos de ¡Vive le Roi! St. Gilles fue escenario de las iniquidades más desalmadas. Los protestantes, los más ricos de los habitantes, fueron desarmados, mientras sus casas eran saqueadas. Apelaron al alcalde, pero éste se rió y se fue. Este oficial tenía a su disposición una guardia nacional de varios cientos de hombres, organizada bajo sus propias órdenes. Sería fatigoso leer la lista de los crímenes que tuvieron lugar durante muchos meses. En Clavisson, el alcalde prohibió a los protestantes la' práctica de cantar los Salmos que se acostumbraba celebrar en el templo, para que, como dijo, no se ofendiera ni perturbara a los católicos.
En Sommieres, a unas diez millas de Nimes, los católicos hicieron una espléndida procesión a través de la población, que continuó hasta el atardecer, y que fue seguida por el saqueo de los protestantes. Al llegar tropas forasteras a Sommieres, se reanudó la pretendida búsqueda de armas; se obligaba a los que no poseían mosquetes a comprarlos, con el propósito de que los rindieran, y se les acuartelaron soldados en sus casas a seis francos diarios hasta que entregaran los artículos pedidos.
La iglesia protestante, que había sido cerrada, fue convertida en cuartel para los austriacos. Después de haber estado suspendido durante seis meses el servicio divino en Nimes, la iglesia, llamada Templo por los protestantes, fue reabierta, y se celebró el culto público en la mañana del veinticuatro de diciembre. Al examinar el campanario, se descubrió que alguien se había llevado el badajo de la campana. Al aproximarse la hora del servicio, se reunieron varios hombres, mujeres y niños ante la casa de M. Ribot, el pastor, y amenazaron con impedir el culto.
Cuando llegó la hora, dirigiéndose él hacia la iglesia, fue rodeado; se le lanzaron los más terribles gritos; algunas de las mujeres le echaron manos al cuello de la camisa; pero nada pudo perturbar su firmeza ni excitar su impaciencia. Entró en la casa de oración y subió al púlpito. Echaron piedras dentro y cayeron entre los adora-dores; sin embargo, la congregación permaneció tranquila y atenta, y el servicio continuó entre ruidos, amenazas e insultos.
Al salir, muchos habrían sido muertos si no hubiera sido por los cazadores de la guarnición, que los protegieron honrosa y celosamente. Poco después el señor Ribot recibió la siguiente carta del capitán de los cazadores.

2 ENERO, 1816.

«Lamento profundamente los prejuicios de los católicos contra los protestantes, de los cuales dicen que no aman al rey. Seguid actuando como lo habéis hecho hasta ahora, y el tiempo y vuestra conducta contradecirán de lo contrario a los católicos; si tuviera lugar algún tumulto similar al del sábado, informadme. Conservo mis informes de estos hechos, y si los agitadores resaltan incorregibles, y olvidan lo que deben al mejor de los reyes y al estatuto, cumpliré con mi deber e informaré al gobierno de sus actuaciones. Adiós, querido señor; dad al consistorio seguridades de mi estima, y de los sentimientos que abrigo acerca de la moderación con que afrontaron las provocaciones de los malvados de Sommieres. Tengo el honor de saludaros con respeto.

SUVAL DE LAINE.»

Este pastor recibió otra carta del Marqués de Montlord, el seis de enero, para alentarlo a unirse con todos los buenos hombres que creen en Dios para obtener el castigo de los asesinos, bandidos y perturbadores de la paz pública, y a leer públicamente las instrucciones que había recibido del gobierno a este efecto. A pesar de esto, el veinte de enero de 1816, cuando se celebró el servicio en conmemoración de la muerte de Luis XVI, formándose una procesión, los guardias nacionales dispararon contra la bandera blanca colgada de las ventanas de los protestantes, y terminaron el día saqueándolos.
En la comuna de Angargues, las cosas estaban aún peores; y en el de Fontanes, desde la entrada del rey en 1815, los católicos quebrantaron todos los compromisos con los protestantes; de día los insultaban, y de noche forzaban sus puertas, o las marcaban con tiza para ser saqueadas o quemadas. St. Mamert fue repetidamente visitada por estos saqueos, y en Montruiral, en fecha tan tardía como el dieciséis de junio de 1816, los protestantes fueron atacados, apaleados y encarcelados, por osar celebrar el regreso de un rey que había jurado preservar la libertad de religión y mantener el estatuto.

RELATO ADICIONAL DE LAS ACCIONES DE LOS CATÓLICOS EN NIMES

Los excesos perpetrados en el campo no parecen haber desviado en absoluto de Nimes la atención de los perseguidores. Octubre de 1815 comenzó sin mejora alguna en los principios o medidas del gobierno, y esto fue seguido por una presunción correspondiente por parte del pueblo. Varias casas en el Barrio St. Charles fueron saqueadas, y sus ruinas quemadas en las calles entre cantos, danzas y gritos de ¡Vive le Roi! Apareció el alcalde, pero la multitud pretendió no conocerle, y cuando se atrevió a reprenderlos, le dijeron «que su presencia era innecesaria, y que se podía retirar.» Durante el dieciséis de octubre, todos los preparativos parecían anunciar una noche de carnicería; se circularon de manera regular y confiada órdenes para reunirse y contraseñas para el ataque; Trestaillon pasó revista a sus secuaces, y los apremió a perpetrar sus crímenes, teniendo con uno de estos malvados el siguiente diálogo:
Secuaz. «Si todos los protestantes, sin excepción, han de ser muertos, me uniré a ello contento; pero como me has engañado tantas veces, no me moveré a no ser que hayan de morir todos. »
Trestaillon. «Pues acompáñame, porque esta vez no escapará nadie. »
Este horrendo propósito habría sido llevado a cabo si no hubiera sido por el General La Garde, comandante del departamento. No fue sino hasta las diez de la noche que se dio cuenta del peligro. Ahora vio que no podía perder un momento. Las multitudes estaban avanzando por 105 suburbios, y las calles se llenaban de rufianes, lanzando las más terribles imprecaciones. La generala sonó a las once de la noche, lo que añadió a la confusión que se estaba extendiendo por la ciudad. Unas cuantas tropas se reunieron alrededor del Conde La Garde, que estaba agitado por la mayor angustia al ver que el mal había llegado a tal paroxismo. Acerca de esto da M. Durand, un abogado católico, el siguiente relato:
«Era cerca de medianoche, mi mujer acababa de quedar dormida; yo estaba al lado de ella, escribiendo, cuando fuimos perturbados por un ruido distante. ¡Qué podía ser aquello! Para apaciguar su alarma, le dije que probablemente se trataba de la llegada o salida de algunas tropas de la guarnición. Pero se podían ya oír disparos y gritos, y al abrir mi ventana distinguí horribles imprecaciones mezcladas con gritos de ¡Vive le Roi! Desperté a un oficial que se alojaba en la casa, y a M. Chancel, director de Obras Públicas. Salimos juntos, Y llegamos al Boulevard.
La luna resplandecía brillantemente, y se veía todo casi tan claramente como de día; una enfurecida muchedumbre estaba dirigiéndose hacia la matanza jurada, y la mayor parte iban semidesnudos, armados con cuchillos, mosquetes, palos y sables. Como respuesta a mis indagaciones, me dijeron que la matanza era general, y que muchos habían sido ya muertos en los suburbios. M. Chancel se retiró para ponerse su uniforme como capitán de los Pompiers; los oficiales se retiraron a los cuarteles, y yo, intranquilo por mi mujer, me volví a casa. Por el ruido que ola, estaba convencido de que me seguían algunos. Me deslicé por la sombra de la pared, abrí la puerta de mi casa, entré y la cerré, dejando una pequeña abertura por la que podía vigilar los movimientos de la partida cuyas armas resplandecían bajo la luz de la luna.
Poco tiempo después aparecieron algunos hombres armados llevando un prisionero junto al mismo lugar donde yo estaba oculto. Se detuvieron, y yo cerré suavemente mi puerta y subí sobre una chopera plantada junto a la pared del jardín. ¡Qué escena! Un hombre de rodillas implorando clemencia a unos desalmados que se burlaban de su angustia y que lo cargaban de insultos. «¡En nombre de mi mujer y de mis hijos,» decía él, «dejadme! ¿Qué he hecho? ¿Por qué me habéis de asesinar por nada?» Estaba en este momento a punto de gritar y de amenazar a los asesinos con la venganza. Pero no tuve tiempo para decidirme, porque la descarga de varios fusiles acabó con mi indecisión; el infeliz suplicante, tocado en sus lomos y cabeza, cayó para no volverse a levantar.
Ahora los asesinos daban la espalda al árbol; se retiraron de inmediato, recargando sus armas. Yo descendí y me acerqué al moribundo, que estaba lanzando profundos y penosos suspiros. Llegaron algunos guardias nacionales en aquel momento, y de nuevo me retiré y cerré la puerta. «Veo un muerto,» dijo uno. «Todavía canta,» dijo el otro. «Mejor será,» dijo un tercero, «rematarlo y poner fin a sus sufrimientos.» De inmediato descargaron cinco o seis mosquetes, y los gemidos cesaron. Al día siguiente, las multitudes acudieron a inspeccionar e insultar al muerto. Los días después de una matanza se observaban siempre como una especie de fiesta, y se dejaban todas las ocupaciones para ir a contemplar las víctimas.» Este era Louis Lichare, padre de cuatro niños; cuatro años después de este acontecimiento, M. Durand verificó este relato bajo juramento durante el juicio de uno de los asesinos.

ATAQUE SOBRE LAS IGLESIAS PROTESTANTES

Un tiempo antes de la muerte del General La Garde, el duque de Angulema había visitado Nimes, y otras ciudades al sur, y en aquella primera ciudad honró a los miembros del consistorio protestante con una entrevista, prometiéndoles protección, y alentándolos a reabrir su templo, tanto tiempo cerrado. Tienen dos iglesias en Nimes, y se acordó que la mejor en esta ocasión sería la pequeña, y que se debería Omitir el toque de campanas. El General La Garde manifestó que respondería con su cabeza de la seguridad de la congregación.
Los protestantes se informaron en privado entre sí que volvería de nuevo a celebrarse el culto a las diez, y comenzaron a reunirse en silencio y con precaución. Se acordó que M. Juillerat Chasseur celebrara el servicio, aunque tal era su convicción de peligro que le rogó a su mujer, y a algunos de los de su grey, que se quedaran con sus familias. Siendo abierto el templo sólo como cuestión formal, y en obediencia a las órdenes del Duque de Angulema, este pastor deseaba ser la única víctima. Dirigiéndose al lugar, pasó junto a numerosos grupos que lo miraban ferozmente. «Esta es la oportunidad,» dijo uno, «de darles el último golpe.» «SI, » añadieron otros, «y no se deben perdonar ni a las mujeres ni a los niños.» Un malvado, levantando la voz por encima de los demás, exclamó: «Ah, voy a ir a buscar mi mosquete, y diez como mi parte.»
A través de estos sones amenazadores, M. Juillerat prosiguió su camino, pero cuando llegó al templo, el sacristán no se atrevió a abrir las puertas, y se vio obligado a abrirlas él mismo. Al llegar los adoradores, encontraron personas extrañas ocupando las calles adyacentes, y también en las escalinatas de la iglesia, jurando que no iban a celebrar su culto, y gritando: «¡Abajo los protestantes! ¡Matadlos! ¡Matadlos! » A las diez, la iglesia ya casi llena, M. J. Chasseur comenzó las oraciones. De repente, el ministro fue interrumpido con un ruido violento, mezclado con gritos de ¡Vive le Roi! pero los gendarmes consiguieron echar a estos fanáticos y cerrar las puertas. El ruido y los tumultos fuera se redoblaron, y los golpes del populacho que intentaba echar las puertas abajo hizo que la casa resonara con chillidos y gemidos. La voz de los pastores que trataban de consolar a su grey se hizo inaudible; en vano intentaron cantar el Salmo Cuarenta y dos.
Pasaron lentamente tres cuartos de hora. «Yo me puse,» dijo Madame Juillerat, «al pie del púlpito, con mi hija en mis brazos; Finalmente, mi marido se unió a mí y me dio alimentos; recordé desde el principio que era el aniversario de mi casamiento. Después de seis años de felicidad, me dije, estoy a punto de morir con mi marido y mi hija; seremos muertos ante el altar de nuestro Dios, víctimas de un deber sagrado, y el cielo se abrirá para recibimos a nosotros y a nuestros infelices hermanos. Bendije al Redentor, y sin maldecir a nuestros asesinos, esperé su llegada.»
M. Oliver, hijo de un pastor, oficial de las tropas reales de línea, intentó salir de la iglesia, pero los amistosos centinelas a la puerta le aconsejaron que permaneciera encerrado con el resto. Los guardias nacionales rehusaron actuar, y la fanática multitud aprovechaba todo lo que podía la ausencia del General La Garde y su creciente número. Al final se oyó música marcial, y voces desde fuera gritaron a los asediados, «¡Abrid, abrid y salvaos!» Su primera impresión fue temer una traición, pero pronto se les aseguró que un destacamento que volvía de Misa había sido dispuesto delante de la puerta para favorecer la salida de los protestantes.
La puerta fue abierta, y muchos de ellos escaparon entre las filas de los soldados, que habían empujado a la multitud fuera de allí; pero esta calle, así como las otras por las que tenían que pasar los fugitivos, Pronto volvió a quedar llena. El venerable pastor, Olivier Desmond, que estaba entre los setenta y ochenta años de edad, fue rodeado por asesinos; le pusieron puños sobre la cara, y gritaron: «Matad al jefe de los bandidos.» Fue preservado por la actitud firme de algunos oficiales, entre los que estaba su propio hijo; hicieron una barrera delante de él con sus propios cuerpos, y entre sus sables desenvainados lo llevaron a su casa. M. Juillerat, que había asistido al servicio divino con su mujer a su lado y con su hijo en sus brazos, fue perseguido y atacado con piedras, su madre recibió una pedrada en la cabeza, y su vida estuvo en ocasiones en peligro. Una mujer fue vergonzosamente azotada, y varias heridas y arrastradas por las calles; el número de protestantes más o menos maltratados en esta ocasión ascendieron entre unos setenta y ochenta.

ASESINATO DEL GENERAL LA GARDE

Al final se aplicó represión a estos excesos por el suceso del asesinato del Conde La Garde, que, al recibir noticia de este tumulto, montó en su caballo, y entró en una de las calles, para dispersar una multitud. Un villano tomó sus riendas; otro le encañonó con una pistola, casi tocándole, y chilló: «¡Miserable! ¿Tú harás que me retire?» Y disparó inmediatamente. El asesino fue Louis Boissin, un sargento de la guardia nacional; pero, aunque lo sabía todo el mundo, nadie trató de arrestarlo, y escapó. Cuando el general se vio herido, dio orden a la gendarmería para que protegiera a los protestantes, y se lanzó al galope hacia su alojamiento; pero se desmayó inmediatamente al llegar allí. Al recuperarse, impidió al cirujano que le examinara la herida hasta haber escrito una carta al gobierno, para que, en caso de muerte, se pudiera saber de dónde le había venido su herida, y que nadie osara acusar a los protestantes de este crimen.
La probable muerte de este general produjo un pequeño grado de relajación por parte de sus enemigos y alguna calma, pero la masa del pueblo se había entregado durante demasiado tiempo al libertinaje para sentirse refrenado siquiera por el asesinato del representante de su rey. Por la noche volvieron al templo, y con hachas abrieron la puerta. El amenazante son de sus golpes infundieron terror a los corazones de las familias protestantes refugiadas en sus casas, dados al llanto.
El contenido de la caja de limosnas fue robado, y también las ropas preparadas para su distribución; los ropajes del ministro fueron destrozados; los libros fueron rotos o llevados; las estancias fueron saqueadas, pero las habitaciones que contenían los archivos de la iglesia, y los sínodos, fueron providencialmente pasadas por alto; y si no hubiera sido por las muchas patrullas a pie, todo hubiera sido pasto de las llamas, y el edificio mismo un montón de ruinas. Mientras tanto, los fanáticos adscribieron el crimen del general a su propia devoción, y dijeron que «era la voluntad de Dios.» Se ofrecieron tres mil francos por la captura de Boissin; pero se sabía bien que los protestantes no osarían capturarlo, y que los fanáticos no querrían. Durante estos acontecimientos, el sistema de conversiones forzadas al catolicismo estaba progresando de una manera regular y temible.

INTERFERENCIA DEL GOBIERNO BRITÁNICO

Para crédito de Inglaterra, el conocimiento de estas crueles persecuciones llevadas a cabo contra nuestros hermanos protestantes en Francia produjeron tal sensación en el gobierno que les llevó a intervenir. Y ahora los perseguidores de los protestantes transformaron este acto espontáneo de humanidad y piedad en pretexto para acusar a los sufrientes de correspondencia traidora con Inglaterra; pero en este estado de acontecimientos, para gran desmayo de ellos, apareció una carta, enviada hacía algún tiempo a Inglaterra por el Duque de Wellington, diciendo que «existía mucha información acerca de los acontecimientos del sur.»
Los ministros de las tres denominaciones en Londres, anhelantes por no ser mal informados, pidieron a uno de sus hermanos que visitara las escenas de persecución, y que examinara con imparcialidad la naturaleza y extensión de los males que deseaban aliviar. El Rev. Clement Perot emprendió esta difícil tarea, y cumplió sus deseos con un celo, una prudencia y una devoción totalmente encomiables. A su regreso proveyó abundantes e irrefutables pruebas de una vergonzosa persecución, materiales para una apelación al Parlamento Británico, y un informe impreso que fue circulado por el continente, y que por primera vez dio una correcta información a los habitantes de Francia.
Se vio ahora que la intervención extranjera era de enorme importancia; y las declaraciones de tolerancia que suscitó en el gobierno de Francia, así como la actuación más cuidadosa de los perseguidores católicos, operó como reconocimientos decisivos e involuntarios de esta interferencia, que algunas personas al principio censuraron y menospreciaron, interferencia que manifestada en la dura voz de la opinión pública en Inglaterra y en otros lugares, produjo una correspondiente suspensión de la matanza y del pillaje; sin embargo, los asesinos y saqueadores quedaban aún sin castigar, e incluso eran aclamados y premiados por sus crímenes; y mientras que los protestantes en Francia sufrían las penas y castigos más crueles y degradantes por insignificantes faltas, los católicos, teñidos de sangre y culpables de numerosos y horrendos asesinatos, eran absueltos.
Quizá la virtuosa indignación expresada por algunos de los más ilustrados católicos contra estos abominables procedimientos tuvieron una parte no pequeña en refrenarlos. Muchos protestantes inocentes habían sido condenados a galeras, o habían sido castigados de otras maneras, por supuestos crímenes basados en declaraciones bajo juramento de desalmados sin principios ni temor de Dios. M. Madier de Montgau, juez de la cour royale de Nimes y presidente del tribunal de Gard y Vaucluse, se sintió obligado en una ocasión a levantar la sesión antes de aceptar el testimonio de un monstruo sanguinario tan notorio como Truphemy.
Dice este magistrado: «En una sala del Palacio de Justicia delante de aquella en la que yo me sentaba, varias desafortunadas personas perseguidas por la facción estaban siendo juzgadas, y cada testimonio tendiendo a su condena era aplaudida con gritos de ¡Vive le Roi! Tres veces se hizo tan terrible la explosión de este terrible gozo que fue necesario llamar refuerzos de los cuarteles, y doscientos soldados eran a menudo insuficientes para refrenar a la multitud. De repente redoblaron los gritos y clamores de ¡Vive le Roi!: Llegaba un hombre, vitoreado, aplaudido, llevado en era el terrible Truphemy. Se acercó al tribunal.
Había venido a testificar contra los prisioneros. Fue admitido como testigo... ¡Levantó la mano para que le tomaran juramento! Sobrecogido de horror ante aquel espectáculo, me precipité fuera de mi asiento, y entré en la sala de consejo. Me siguieron mis colegas; en vano me quisieron persuadir para que volviera a mi asiento. «¡No!», exclamé, «¡No voy a consentir que este miserable sea admitido para dar testimonio ante una corte de justicia en la ciudad a la que ha llenado de asesinatos; en el palacio, en cuyas escalinatas ha asesinado al desafortunado Burillon. No puedo admitir que remate a sus víctimas con sus testimonios como con su puñal. ¡El un acusador!
¡El, testigo! No, jamás consentiré que este monstruo se levante en presencia de magistrados para dar un juramento sacrílego, con sus manos aún teñidas de sangre!» Estas palabras fueron repetidas fuera de la puerta; los testigos temblaron; los facciosos temblaron también; los facciosos que guiaban la lengua de Truphemy como habían guiado su brazo, que le dictaban calumnia tras haberle enseñado a asesinar. Estas palabras penetraron en los calabozos de los condenados, e inspiraron esperanza; dieron a otro valiente abogado la resolución de asumir la causa de los perseguidos; llevó las oraciones de inocencia y desgracia al pie del trono; allí preguntó si la evidencia de un Truphemy no era suficiente para anular una sentencia. El rey concedió un perdón pleno y libre.»

RESOLUCIÓN FINAL DE LAS PROTESTANTES EN NIMES

Con respecto a la conducta de los protestantes, estos ciudadanos tan perseguidos, llevados a un extremado sufrimiento por sus perseguidores, sintieron al final que sólo les quedaba escoger la manera de morir. Decidieron unánimemente que morirían luchando en defensa propia. Esta firme actitud hizo ver a sus perseguidores que ya no podrían asesinar impunemente. Todo cambió de inmediato. Aquellos que durante cuatro años habían llenado a otros con terror, ahora lo sintieron ellos.
Temblaban ante la fuerza que hombres, tanto tiempo resignados, hallaban en la desesperación, y su alarma se intensificó cuando supieron que los habitantes de las Cevennes, convencidos del peligro en que se hallaban sus hermanos, estaban dirigiéndose allí en auxilio de ellos. Pero, sin esperar la llegada de estos refuerzos, los protestantes aparecieron de noche en el mismo orden y armados de la misma manera que sus enemigos.

Los otros desfilaban por los Boulevards, con su usual ruido y furia, pero los protestantes se quedaron callados y firmes en los puestos que habían tomado. Tres días continuaron estos peligrosos y ominosos encuentros, pero se impidió el derramamiento de sangre por los esfuerzos de algunos dignos ciudadanos distinguidos por su rango y fortuna. Al compartir los peligros de la población protestante, obtuvieron el perdón para un enemigo que ahora temblaba mientras amenazaba.