INTRODUCCIÓN
Los pontífices romanos, que habían usurpado el
poder sobre varias iglesias, fueron particularmente severos con los bohemios,
hasta el punto de que les enviaron dos ministros y cuatro laicos a Roma, en el
año 997, para obtener reparaciones del Papa. Después de algún retardo, les fue
concedida su petición, y reparados los daños. Se les permitieron dos cosas en
particular: tener el servicio divino en su propia lengua, y que el pueblo
pudiera participar de la copa en el Sacramento.
Sin embargo, las disputas volvieron a renacer,
intentando los siguientes Papas por todos sus medios imponerse sobre las mentes
de los bohemios, y estos, animosamente, tratando de preservar sus libertades
religiosas.
En el año 1375, algunos celosos amigos del
Evangelio apelaron a Carlos, rey de Bohemia, para que convocara un Concilio
Ecuménico para hacer una indagación en los abusos que se hablan introducido en
la Iglesia, y para llevar a cabo una reforma plena y exhaustiva. El rey, que no
sabía cómo proceder, envió al Papa una comunicación pidiéndole consejo acerca
de cómo proceder; pero el pontífice se sintió tan indignado ante este asunto
que su única contestación fue: «Castigad severamente a estos desconsiderados y
profanos herejes.» El monarca, por ello, desterró a todos los que estaban
implicados en esta solicitud, y, para halagar al Papa, impuso un gran número de
restricciones adicionales sobre las libertades religiosas del pueblo.
Las víctimas de la persecución, sin embargo, no
fueron tan numerosas en Bohemia sino hasta después de la quema de Juan Huss y
de Jerónimo de Praga. Estos dos eminentes reformadores fueron condenados y
ejecutados a instigación del Papa y de sus emisarios, como el lector verá por
la lectura de los siguientes breves bosquejos de sus vidas.
LA PERSECUCIÓN DE JUAN HUSS
Juan Huss nació en Hussenitz, un pueblo de Bohemia,
alrededor del año 1380. Sus padres le dieron la mejor educación que le
permitían sus circunstancias; y habiendo adquirido un buen conocimiento de los
clásicos en una escuela privada, pasó a la universidad de Praga, donde pronto
dio pruebas de su capacidad intelectual, y donde se destacó por su diligencia y
aplicación al estudio.
En 1398, Huss alcanzó el grado de bachiller en divinidad,
y después fue sucesivamente elegido pastor de la Iglesia de Belén, en Praga, y
decano y rector de la universidad. En estas posiciones cumplió sus deberes con
gran fidelidad, y al final se destacó de tal manera por su predicación, que se
conformaba a las doctrinas de Wickliffe, que no era probable que pudiera
escapar a la atención del Papa y de sus partidarios, contra los que predicaba
con no poca aspereza.
El reformista inglés Wickliffe había encendido de
tal manera la luz de la reforma, que comenzó a iluminar los rincones más
tenebrosos del papado y de la ignorancia. Sus doctrinas se esparcieron por
Bohemia, y fueron bien recibidas por muchas personas, pero por nadie tan en
particular como por Juan Huss y su celoso amigo y compañero de martirio, Jerónimo
de Praga.
El arzobispo de Praga, al ver que los reformistas
aumentaban a diario, emitió un decreto para suprimir el esparcimiento continuo
de los escritos de Wickliffe; pero esto tuvo un efecto totalmente contrario al
esperado, porque sirvió de estímulo para el celo de los amigos de estas
doctrinas, y casi toda la universidad se unió para propagarlas.
Estrecho adherente de las doctrinas de Wickliffe,
Huss se opuso al decreto del arzobispo, que sin embargo consiguió una bula del
Papa, que le encargaba impedir la dispersión de las doctrinas de Wickliffe en
su provincia. En virtud de esta bula, el arzobispo condenó los escritos de
Wickliffe; también procedió contra cuatro doctores que no habían entregado las
copias de aquel teólogo, y les prohibieron, a pesar de sus privilegios,
predicar a congregación alguna. El doctor Huss, junto con algunos otros
miembros de la universidad, protestaron contra estos procedimientos, y apelaron
contra la sentencia del arzobispo.
Al saber el Papa la situación, concedió una
comisión al Cardenal Colonna, para que citara a Juan Huss para que compareciera
personalmente en la corte de Roma, para que respondiera de la acusación que
había sido presentada en contra suya de predicar errores y herejías. El doctor
Huss pidió que se le excusara de comparecer personalmente, y era tan favorecido
en Bohemia que el Rey Wenceslao, la reina, la nobleza y la universidad le
pidieron al Papa que dispensaran su comparecencia; también que no dejara que el
reino de Bohemia estuviera bajo acusación de herejía, sino que se les
permitiera predicar el Evangelio con libertad en sus lugares de culto.
Tres procuradores comparecieron ante el Cardenal
Colonna en representación del doctor Huss. Trataron de excusar su ausencia, y
dijeron que estaban dispuestos a responder en su lugar. Pero el cardenal
declaró contumaz a Huss, y por ello lo excomulgó. Los procuradores apelaron al
Papa, y designaron a cuatro cardenales para que examinaran el proceso. Estos
comisionados confirmaron la sentencia, y extendieron la excomunión no sólo a
Huss sino también a todos sus amigos y seguidores.
Huss apeló contra esta sentencia a un futuro
Concilio, pero sin éxito; y a pesar de la severidad del decreto y de la
consiguiente expulsión de su iglesia en Praga, se retiró a Hussenitz, su pueblo
natal, donde siguió propagando su nueva doctrina, tanto desde el púlpito como
con su pluma.
Las cartas que escribió en este tiempo fueron muy
numerosas; y recopiló un tratado en el que mantenía que no se podía prohibir de
manera absoluta la lectura de los libros de los reformistas. Escribió en
defensa del libro de Wickliffe acerca de la Trinidad, y se manifestó
abiertamente en contra de los vicios del Papa, de los cardenales y del clero de
aquellos tiempos corrompidos. Escribió asimismo muchos otros libros, todos los
cuales redactó con una fuerza argumental que facilitaba enormemente la difusión
de sus doctrinas.
En el mes de noviembre de 1414 se convocó un
Concilio general en Constanza, Alemania, con el único propósito, como se pretendía,
de decidir entre una disputa que estaba entonces pendiente entre tres personas
que contendían por el papado; pero su verdadero motivo era aplastar el avance
de la Reforma.
Juan Huss fue llamado a comparecer delante de este
Concilio; para alentarle, el emperador le envió un salvoconducto. Las cortesías
e incluso la reverencia con que Huss se encontró por el camino eran
inimaginables. Por las calles que pasaba, e incluso por las carreteras, se
apiñaba la gente a las que el respeto, más que la curiosidad, llevaba allí.
Fue llevado a la ciudad en medio de grandes
aclamaciones, y se puede decir que pasó por Alemania en triunfo. No podía dejar
de expresar su sorpresa ante el trato que se le dispensaba. «Pensaba yo (dijo)
que era un proscrito. Ahora veo que mis peores enemigos están en Bohemia.»
Tan pronto como Huss llegó a Constanza, tomó un
alojamiento en una parte alejada de la ciudad. Poco después de su llegada, vino
un tal Stephen Paletz, que habla sido contratado por el clero de Praga para
presentar las acusaciones en su contra. A Paletz se unió posteriormente Miguel
de Cassis, de parte de la corte de Roma. Estos dos se declararon sus
acusadores, y redactaron un conjunto de artículos contra él, que presentaron al
Papa y a los prelados del Concilio.
Cuando se supo que estaba en la ciudad, fue
arrestado inmediatamente, y constituido prisionero en una cámara en el palacio.
Esta violación de la ley común y de la justicia fue observada en panicular por
uno de los amigos de Huss, que adució el salvoconducto imperial; pero el Papa
replicó que él nunca había concedido ningún salvoconducto, y que no estaba
atado por el del emperador.
Mientras Huss estuvo encerrado, el Concilio actuó
como Inquisición. Condenaron las doctrinas de Wickliffe, e incluso ordenaron
que sus restos fueran exhumados y quemados, órdenes que fueron estrictamente
cumplidas. Mientras tanto, la nobleza de Bohemia y Polonia intercedió
intensamente por Huss, y prevalecieron hasta el punto de que se impidió que
fuera condenado sin ser oído, cosa que habla sido la intención de los
comisionados designados para juzgarle.
Cuando le hicieron comparecer delante del Concilio,
se le leyeron los artículos redactados contra él; eran alrededor de unos
cuarenta, mayormente extraídos de sus escritos.
La respuesta de Juan Huss fue: «Apelé al Papa, y
muerto él, y no habiendo quedado decidida mi causa, apelé asimismo a su sucesor
Juan XXIII, y no pudiendo lograr mis abogados que me admitiera en su presencia
para defender mi causa, apelé al sumo juez, Cristo.»
Habiendo dicho Huss estas cosas, se le preguntó si
había recibido la absolución del Papa o no. El respondió: «No.» Luego, cuando
se le preguntó si era legitimo que apelara a Cristo, Juan Huss respondió: «En
verdad que afirmo aquí delante de todos vosotros que no hay apelación más justa
ni más eficaz que la que se hace a Cristo, por cuanto la ley determina que
apelar no es otra cosa que cuando ha habido la comisión de un mal por parte de
un juez inferior, se implora y pide ayuda de manos de un Juez superior. ¿Y
quién es mayor Juez que Cristo? ¿Quién, digo yo, puede conocer o juzgar la
cuestión con mayor justicia o equidad? Pues en El no hay engaño, ni El puede
ser engañado por nadie; ¿y acaso puede alguien dar mejor ayuda que Él a los
pobres y a los oprimidos?» Mientras Juan Huss, con rostro devoto y sobrio,
hablaba y pronunciaba estas palabras, estaba siendo ridiculizado y escarnecido
por todo el Concilio.
Estas excelentes expresiones fueron consideradas
como manifestaciones de traición, y tendieron a inflamar a sus adversarios. Por
ello, los obispos designados por el concilio le privaron de sus hábitos
sacerdotales, lo degradaron, le pusieron una mitra de papel en la cabeza con
demonios pintados en ella, con esta expresión: «Cabecilla de herejes». Al ver esto,
él dijo: «Mi Señor Jesucristo, por mi causa, llevó una corona de espinas. ¿Por
qué no debería yo, entonces, llevar esta ligera corona, por ignominiosa que
sea? En verdad que la llevaré, y de buena gana. Cuando se la pusieron en su
cabeza, el obispo le dijo: «Ahora encomendamos tu alma al demonio.» «¡Pero yo,»
dijo Juan Huss, levantando sus ojos al cielo, «la encomiendo en tus manos, oh
Señor Jesucristo! Mi espíritu que Tú has redimido.»
Cuando lo ataron a la estaca con la cadena, dijo,
con rostro sonriente: «Mi Señor Jesús fue atado con una cadena más dura que
ésta por mi causa; ¿por qué debería avergonzarme de ésta tan oxidada?»
Cuando le apilaron la leña hasta el cuello, el
duque de Baviera estuvo muy solícito con él deseándole que se retractara. «No,»
le dijo Huss, «nunca he predicado ninguna doctrina con malas tendencias, y lo
que he enseñado con mis labios lo sellaré ahora con mi sangre.» Luego le dijo
al verdugo: «Vas a asar un ganso (siendo que Huss significa ganso en lengua
bohemia), pero dentro de un siglo te encontrarás con un cisne que no podrás ni
asar ni hervir.» Si dijo una profecía, debía referirse a Martín Lutero, que
apareció al cabo de unos cien años, y en cuyo escudo de armas figuraba un
cisne.
Finalmente aplicaron el fuego a la leña, y entonces
nuestro mártir cantó un himno con voz tan fuerte y alegre que fue oído a través
del crepitar de la leña y del fragor de la multitud. Finalmente, su voz fue
acallada por la fuerza de las llamas, que pronto pusieron fin a su existencia.
Entonces, con gran diligencia, reuniendo las
cenizas las echaron al río Rhin, para que no quedara el más mínimo resto de
aquel hombre sobre la tierra, cuya memoria, sin embargo, no podrá quedar
abolida de las mentes de los piadosos, ni por fuego, ni por agua, ni por
tormento alguno.
LA PERSECUCIÓN DE JERÓNIMO DE FRAGA
Este reformador, compañero del doctor Huss, y
pudiera decirse que co-mártir con él, había nacido en Praga, y se educó en
aquella universidad, donde se distinguió por sus enormes capacidades y erudición.
Visitó asimismo varios otros eruditos seminarios en Europa, particularmente las
universidades de París, Heidelberg, Colonia y Oxford. En este último lugar se
familiarizó con las obras de Wickliffe, y, siendo persona de una gran capacidad
de trabajo, tradujo muchas de ellas a su lengua nativa, habiendo llegado a ser
un gran conocedor de la lengua inglesa, tras arduos estudios.
Al volver a Praga, se manifestó abiertamente como
favorecedor de Wickliffe, y al ver que sus doctrinas habían hecho gran progreso
en Bohemia, y que Huss era su principal valedor, vino en su ayuda en la gran
obra de la reforma.
El cuatro de abril de 1415 llegó Jerónimo a
Constanza, unos tres meses antes de la muerte de Huss. Entró en privado en la
ciudad, y consultando con algunos de los líderes de su partido, a los que
encontró allí, quedó fácilmente convencido de que no podría ser de ayuda alguna
para sus amigos.
Al saber que su llegada a Constanza habla llegado a
ser conocida públicamente, y que el Concilio tenía la intención de apresarlo,
consideró que lo más prudente era retirarse. Así, al siguiente día se fue a
Iberling, una ciudad imperial a una milla de Constanza. Desde este lugar
escribió al emperador, manifestándole su buena disposición a comparecer delante
del Concilio si se le concedía un salvoconducto: pero le fue rehusado. Entonces
mandó una solicitud al Concilio, y recibió una respuesta no menos desfavorable
que la del emperador.
Después de esto, emprendió el regreso a Bohemia.
Tuvo la precaución de llevar consigo un certificado, firmado por varios de los
nobles bohemios, que entonces estaban en Constanza, que daba testimonio de que
había empleado todos los medios prudentes en su mano por conseguir una
audiencia.
Jerónimo, sin embargo, no iba a escapar. Fue apresado
en Hirsaw por un oficial del duque de Sultsbach, que, aunque careciendo de
autorización para actuar en este sentido, no tenía duda alguna de que el
Concilio le agradecería un servicio tan aceptable.
El duque de Sultsbach, con Jerónimo ahora en su poder,
escribió al Concilio pidiendo instrucciones acerca de cómo proceder. El
Concilio, tras expresar su agradecimiento al duque, le pidieron que enviara al
preso de inmediato a Constanza. El elector palatino se encontró con él en el
camino, y lo llevó de vuelta a la ciudad, cabalgando él en un corcel, con un
numeroso cortejo, que llevaban a Jerónimo encadenado con una larga cadena; en
cuanto llegaron, Jerónimo fue echado en una inmunda mazmorra.
Jerónimo fue luego tratado de una manera muy
semejante a cómo lo había sido Huss, sólo que sufrió un confinamiento mucho más
prolongado, y pasó de una a otra cárcel. Al final, hecho comparecer ante el
Concilio, deseó defender su causa y exculparse; siéndole negado esto,
prorrumpió en las siguientes palabras:
«¡Qué barbaridad es ésta! Durante trescientos
cuarenta días he estado encerrado en varias prisiones. No hay miseria ni
carencia que no haya experimentado. A mis enemigos les habéis permitido toda la
facilidad para acusar. A mí me negáis la más mínima oportunidad para
defenderme. Ni una hora me permitiréis para prepararme para mi juicio. Os
habéis tragado las más negras calumnias contra mí. Me habéis presentado como
hereje, sin conocer mi doctrina; como enemigo de la fe, antes de saber qué fe
profeso; como perseguidor de sacerdotes antes de tener una oportunidad de saber
cuáles son mis pensamientos acerca de esto.
Sois un Concilio General; en vosotros se centra
todo lo que este mundo puede comunicar de seriedad, sabiduría y santidad; pero
con todo sólo sois hombres, y los hombres pueden ser atraídos por las
apariencias. Cuanto más elevado sea vuestro carácter para sabiduría, tanto más
cuidado deberías tomar de que no se desviara a insensatez. La causa que ahora
alego no es mi propia causa: es la causa de todos los hombres, es la causa de
los cristianos; es una causa que afectará a los derechos de la posteridad,
según lo que hagáis con mi persona.»
Este discurso no ejerció el más mínimo efecto;
Jerónimo fue obligado a escuchar la lectura de la acusación, que se reducía a
los siguientes encabezamiento:
1.
Que era un ridiculizador de la dignidad papal.
2.
Un opositor del Papa.
3.
Enemigo de los cardenales.
4.
Perseguidor de los prelados.
5.
Aborrecedor de la religión cristiana.
El juicio de Jerónimo tuvo lugar al tercer día de
su acusación, y se interrogó a testigos en apoyo de la acusación. El prisionero
estaba dispuesto para su defensa, lo que parece casi increíble, cuando
consideramos que había estado trescientos cuarenta días encerrado en una
inmunda prisión, privado de la luz del día, y casi muerto de hambre por
carencia de las cosas más necesarias. Pero su espíritu se elevó por encima de estas
desventajas bajo las que hombres con menos temple se habrían hundido; y no se
privó de citar a los padres y a los autores antiguos, como si hubiera estado
dotado de la mejor biblioteca.
Los más fanáticos de la asamblea no deseaban que se
le oyera, porque sabía el efecto que puede tener la elocuencia en las mentes de
las personas más llenas de prejuicios. Al final, la mayoría prevaleció que se
le debía dar libertad para hablar en su propia defensa. Esta defensa la inició
con una elocuencia tan conmovedora y sublime que se vio cómo se fundían los
corazones más llenos de celo y encallecidos y cómo las mentes supersticiosas
parecían admitir un rayo de convicción. Estableció una admirable distinción
entre la evidencia que reposaba sobre los hechos, y la sustentada por la
malicia y la calumnia. Expuso ante la asamblea todo el tenor de su vida y
conducta.
Observó que los más grandes y santos de los hombres
habían sido observados difiriendo en cuestiones puntuales y especulativas, con
vistas a distinguir la verdad, no a mantenerla oculta. Expresó un noble
menosprecio de todos sus enemigos, que le habrían inducido a retractarse de la
causa de la virtud y de la verdad. Entró en un alto encomio de Huss, y se
manifestó dispuesto a seguirle en el glorioso camino del martirio. Luego tocó
las doctrinas más defendibles de Wickliffe, y concluyó observando que estaba
lejos de su intención avanzar nada en contra del estado de la Iglesia de Dios;
que sólo se quejaba de los abusos del clero; que no podía dejar de decir que era
ciertamente cosa impía que el patrimonio de la Iglesia, que originalmente había
estado designado para la caridad y la benevolencia universal, se prostituyera
para la soberbia de los ojos, en festejos, vestimentas estrafalarias, y otros
vituperios para el nombre y la profesión del cristianismo.
Terminado el juicio, Jerónimo recibió la misma
sentencia que había sido ejecutada contra su compatriota mártir. En
consecuencia de esto fue, según el estilo del engaño papista, entregado al
brazo secular; pero como era laico, no podía pasar por la ceremonia de
degradación. Le habían preparado una coroza de papel pintada con demonios
rojos. Cuando la tuvo puesta sobre su cabeza, exclamó: «Nuestro Señor
Jesucristo, cuando sufrió la muerte por mí, un pecador de lo más miserable,
llevó sobre Su cabeza una corona de espinas; por amor a El llevaré yo esta
corona.»
Se le permitieron dos días, con la esperanza de que
se retractara; durante este tiempo el cardenal de Florencia empleó todos sus
esfuerzos a tratar de ganárselo. Pero todo esto resultó ineficaz. Jerónimo
estaba resuelto a sellar la doctrina con su sangre, y sufrió la muerte con la
más distinguida magnanimidad.
Al ir al lugar de la ejecución cantó varios himnos,
y al llegar al lugar, que era el mismo en el que Huss había sido quemado, se
arrodilló y oró fervientemente. Abrazó la estaca con gran ánimo, y cuando
fueron por detrás de él a prender la leña, les dijo: «Venid aquí, y prended el
fuego delante de mi cara; si le hubiera temido a las llamas, no habría venido a
este lugar.» Al prenderse el fuego, cantó un himno, pero pronto se vio
interrumpido por las llamas, y las últimas palabras que se le oyeron fueron estas:
«A ti, oh Cristo, te ofrezco esta alma en llamas.»
El elegante Pogge, un erudito caballero de
Florencia, secretario de dos Papas, y católico celoso pero liberal, dio en una
carta a Leonard Arotin un amplio testimonio de las extraordinarias cualidades y
virtudes de Jerónimo, a quien describe de manera enfática como ¡un hombre
prodigioso!
LA PERSECUCIÓN DE ZISCA
El verdadero nombre de este celoso siervo de Cristo
era Juan de Troczonow; el nombre de Zisca es una palabra bohemia, que significa
tuerto, por cuanto había perdido un ojo. Era natural de Bohemia, de una buena
familia, y dejó la corte de Wenceslao para entrar al servicio del rey de
Polonia contra los caballeros Teutones. Habiendo obtenido un título honorífico
y una bolsa de ducados por su valor, al terminar la guerra volvió a la corte de
Wenceslao, ante quien reconoció abiertamente el profundo interés que se tomaba
en la sanguinaria afrenta que se le habla hecho a los súbditos de su majestad
en Constanza en el asunto de Huss.
Wenceslao lamentaba no tener el poder de vengarlo,
y desde este momento se dice que Zisca asumió la idea de afirmar las libertades
religiosas de su país. En el año 1418 se disolvió el Concilio, habiendo hecho
más mal que bien, y en el verano de aquel año se celebró una reunión general de
los amigos de la reforma religiosa en el castillo de Wisgrade, que, dirigida
por Zisca, se dirigieron al emperador con armas en la mano, y se ofrecieron a
defenderle contra sus enemigos. EL rey se limitó a emplear sus armas de manera
debida, y este éxito político aseguró por primera vez a Zisca la confianza de
su partido.
Wenceslao fue sucedido por su hermano Segismundo,
que se hizo odioso para los reformadores, y eliminó a todos los que estaban en
contra de su gobierno. Ante esto, Zisca y sus amigos de inmediato recurrieron a
las armas, declararon la guerra al emperador y al Papa, y pusieron sitio a
Pilsen con 40.000 hombres. Pronto se hicieron dueños de la fortaleza, y en un
breve tiempo se sometió toda la parte sudoeste de Bohemia, lo que acreció mucho
al ejército de los reformadores.
Habiendo tomado estos el paso del Muldaw, después
de un severo conflicto de cinco días y cinco noches, el emperador se alarmó, y
retiró sus tropas de la frontera turca, para dirigirlas a Bohemia. Se detuvo en
Bino en Moravia, y envió despachos para un tratado de paz, en preparación del
cual Zisca entregó Pilsen y todas las fortalezas que había tomado. Segismundo
actuó de manera que mostraba que verdaderamente mostraba que actuaba en base de
la doctrina romanista de que no se debía guardar la palabra dada a los herejes,
y al tratar con severidad a algunos de los autores de las últimas
perturbaciones sonó la alarma de un confín al otro de Bohemia.
Zisca tomó el castillo de Praga con el poder del
dinero, y el 19 de agosto de 1420 derrotó el pequeño ejército que el emperador
había movilizado rápidamente para oponerse a él. A continuación tomó Ausea por
asalto, destruyendo la ciudad con una brutalidad que deshonró la causa por la
que luchaba.
Al acercarse el invierno, Zisca fortificó su
campamento en un monte fuerte alrededor de cuarenta millas de Praga, que llamó
el Monte Tabor, desde donde sorprendió a medianoche a un cuerpo de caballería,
haciendo mil prisioneros. Poco después, el emperador se hizo con la fortaleza
de Praga por los mismos medios que Zisca antes; pronto fue asediado por este último,
y el hambre comenzó a amenazar al emperador, que vio la necesidad de una
retirada. Decidido a hacer un desesperado esfuerzo, Segismundo atacó el campo
fortificado de Zisca en el Monte Tabor, e hizo una gran degollina.
Cayeron también muchas otras fortalezas, y Zisca se
retiró a un monte agreste, que fortificó mucho, y desde donde hostigó tanto al
emperador en sus ataques contra la ciudad de Praga que vio que o bien debía abandonar
el sitio, o bien derrotar a su enemigo. El marqués de Misnia fue enviado para
llevar esto último a cabo con un gran cuerpo de tropas, pero este
acontecimiento fue fatal para los imperialistas; fueron derrotados, y el
emperador, que había perdido casi un tercio de su ejército, levantó el sitio de
Praga, hostigado en su retaguardia por el enemigo.
En la primavera de 1421 Zisca comenzó su campaña,
como antes, destruyendo todos los monasterios a su paso. Puso sitio al castillo
de Wisgrade, y, acudiendo en su auxilio el emperador, cayó en una trampa, fue
derrotado con una gran matanza, y así fue tomada esta importante fortaleza.
Nuestro general tenía ahora tiempo para emprender la obra de la reforma, pero
se sintió muy disgustado por la burda ignorancia y superstición del clero
bohemio, que se hicieron despreciables a los ojos de todo el pueblo.
Cuando veía síntomas de malestar en su ejército, hacía
sonar la alarma para ocuparlos, y llevarlos a la acción. En una de estas
expediciones acampó frente a la ciudad de Rubí, y mientras inspeccionaba el
lugar para el asalto, una flecha lanzada desde la muralla le dio en el ojo. En
Praga le fue extraída, pero al tener barbas, desgarró el ojo. Siguió una
fiebre, y a duras penas salvó la vida. Ahora quedó totalmente ciego, pero
deseoso todavía de ayudar al ejército. El emperador, que había llamado a los
estados del imperio en su ayuda, resolvió, con su ayuda, atacar a Zisca en el
invierno, pero muchas de sus tropas se fueron hasta la vuelta de la primavera.
Los príncipes confederados emprendieron el sitio de
Soisin, pero con la sola aproximación del general bohemio, se retiraron. Sin
embargo, Segismundo avanzó con su formidable ejército, consistente en 15.000
efectivos de caballería húngara y 25.000 infantes, bien equipados para una
campaña de invierno. Este ejército sembró el terror por todo el este de
Bohemia. Ahí donde marchara Segismundo, los magistrados de las ciudades ponían
las llaves a sus pies, y eran tratados con dureza o con favor según sus méritos
en su causa. Sin embargo, Zisca, con marchas forzadas, se aproximó a él, y el
emperador resolvió probar fortuna una vez más contra aquel invencible general.
El trece de enero de 1422, los dos ejércitos se
encontraron en la espaciosa llanura cerca de Kremnitz. Zisca apareció al centro
de su línea frontal, guardado, o más bien conducido, por un jinete a cada lado,
armado con un hacha. Sus tropas, habiendo cantado un himno, sacaron sus espadas
con decidida frialdad, y esperaron una señal. Cuando sus oficiales le informaron
de que las filas estaban todas bien cerradas, blandió su sable sobre su cabeza,
lo que fue la señal del inicio de la batalla.
Esta batalla ha sido descrita como un terrible
espectáculo. Toda aquella llanura constituyó una continua escena de desorden.
El ejército imperial se lanzó a la fuga hacia los confines de Moravia,
hostigándoles los Taboritas la retaguardia sin descanso alguno. El río Igla,
que estaba helado, se opuso a su paso. Presionándolos furiosamente el enemigo,
muchos de la infantería, y todo el cuerpo de caballería, intentaron pasar el
río. El hielo cedió, y no menos de dos mil encontraron su fin en aquellas
aguas. Zisca volvió ahora a Tabor, cargado con todos los despojos y trofeos que
pudiera dar la más completa victoria.
Zisca comenzó a dar su atención ahora a la Reforma.
Prohibió todas las oraciones por los muertos, las imágenes, las vestiduras
sacerdotales, los ayunos, y las fiestas religiosas. Los sacerdotes debían ser
escogidos por sus méritos, y nadie debía ser perseguido por sus opiniones
religiosas. En todo, Zisca consultó a las mentes liberales, y no hizo nada sin
un consenso general. Tuvo lugar ahora en Praga un alarmante desacuerdo entre
los magistrados Calixtanos, o receptores del Sacramento en ambas especies, y
los Taboritas, nueve de cuyos jefes fueron arrestados en privado y ejecutados.
La plebe, enfurecida, dio muerte a los magistrados,
y la cuestión terminó sin más consecuencias. Habiendo quedado los Calixtanos
hundidos en el desprecio, se le pidió a Zisca que aceptara la corona de
Bohemia, a lo que él rehusó noblemente, y se dedicó a prepararse para su nueva
campaña. Segismundo resolvió emprender su último esfuerzo. Mientras el marqués
de Misnia penetraba en la Alta Sajonia, el emperador se propuso entrar en
Moravia, por la frontera de Hungría. Antes que el marqués tomara el campo,
Zisca se asentó delante de la ciudad fuerte de Aussig, situada sobre el Elba.
El marqués se lanzó raudo en su auxilio con un
ejército superior en números, pero, después de una obstinada lucha, fue
totalmente derrotado, y Aussig capituló. Zisca se dirigió en auxilio de Procop,
un joven general a quien había designado para mantener en jaque a Segismundo,
al que obligó a abandonar el sitio de Pernitz tras haber estado ocho semanas
asediándola.
Zisca, deseando dar a sus tropas algún descanso,
entró ahora en Praga, esperando que su presencia aquietaría toda intranquilidad
que pudiera quedar tras la anterior perturbación. Pero fue repentinamente
atacado por el pueblo; tras desprenderse él y sus tropas de los ciudadanos, se
retiraron a su ejército, al que hicieron saber la traicionera conducta de los
Calixtanos. Se hicieron todos los esfuerzos de comunicación necesarios para
apaciguar su vengativa animosidad, y por la noche, en una entrevista privada
entre Roquesan, un clérigo de gran eminencia en Praga, y Zisca, éste se
reconcilió con ellos, y las hostilidades que se fraguaban fueron anuladas.
Mutuamente cansados de la guerra, Segismundo envió
un mensaje a Zisca, pidiéndole que envainara la espada, y que propusiera sus
condiciones. Estableciéndose un lugar para las conferencias, Zisca, con sus
principales oficiales, fue a encontrarse con el emperador. Obligado a pasar por
una zona del país donde la peste estaba causando estragos, cayó atacado por ella
en el castillo de Briscaw, y partió de esta vida el 6 de octubre de 1424. Lo
mismo que Moisés, murió a la vista de la consumación de su obra, y fue
sepultado en la gran Iglesia de Czaslow, en Bohemia, donde hay un monumento
levantado en su memoria, con esta inscripción: «Aquí yace Juan Zisca, que,
habiendo defendido a este país contra las usurpaciones de la tiranía papal,
descansa en este santo lugar, a pesar del papa.»
Después de la muerte de Zisca, Procop fue
derrotado, y cayó junto a las libertades de su país.
Después de la muerte de Huss y de Jerónimo, el
Papa, junto con el Concilio de Constanza, ordenó al clero romanista en todas
partes que excomulgaran a los que adoptaran sus opiniones o que lamentaran su
suerte.
Estas órdenes causaron grandes luchas entre los
bohemios papistas y los reformados, llevando a una violenta persecución contra
estos últimos. En Praga, la persecución fue extremadamente severa, hasta que,
al final, los reformados, reducidos a la desesperación, se armaron, atacaron la
casa del senado, y echaron a doce senadores y al presidente por las ventanas,
cayendo sus cuerpos sobre lanzas, puestas por otros de los reformados en la
calle, para recibirlos.
Informado de estos procedimientos, el papa llegó a
Florencia, y excomulgó públicamente a los bohemios reformados, incitando al
emperador de Alemania, y a todos los reyes, príncipes, duques, etc., a que
tomaran armas para extirpar a toda la raza, prometiéndoles, como aliento, la
plena remisión de todo tipo de pecados, a la persona más malvada, si tan sólo
daba muerte a un reformado bohemio.
Éste fue el inicio de una sangrienta guerra, porque
varios príncipes papistas emprendieron la extirpación, o cuanto menos la
expulsión, de aquel pueblo proscrito; y los bohemios, acudiendo a las armas, se
dispusieron a repeler la fuerza con la fuerza de la manera más vigorosa y
eficaz. El ejército papista venció a las fuerzas reformadas en la batalla de
Cuttenburgh, y los prisioneros reformados fueron llevados a tres profundas
minas cerca de la ciudad, y varios cientos de ellos fueron cruelmente arrojados
dentro de cada una, donde murieron miserablemente.
Un mercader de Praga que iba hacia Breslau, en
Silesia, se alojó en el mismo mesón que varios sacerdotes. Iniciando una
conversación sobre la cuestión de la controversia religiosa, hizo muchos
encomios del martirizado Juan Huss y de sus doctrinas. Los sacerdotes, airados
por esto, presentaron denuncia contra él a la mañana siguiente, y fue echado en
la cárcel como hereje. Se hicieron muchos esfuerzos por persuadirle a aceptar
la fe católica romana, pero se mantuvo firme en las puras doctrinas de la
Iglesia reformada.
Poco después de su encarcelamiento, echaron a un
estudiante de la universidad en la misma mazmorra. Estándoles permitido
conversar, se alentaron mutuamente. En el día señalado para la ejecución,
cuando el carcelero comenzó a atarles cuerdas a los pies, con las cuales iban a
ser arrastrados por las calles, el estudiante dio muestras de estar
aterrorizado, y ofreció abjurar de su fe y volverse católico romano si podía
ser perdonado. Se aceptó su ofrecimiento, su abjuración fue tomada por un
sacerdote, y fue libertado.
Al pedirle un sacerdote que siguiera el ejemplo del
estudiante, el mercader le repuso con nobleza: «No perdáis el tiempo en esperar
que me retracte; lo esperaréis en vano. De veras me da lástima aquel pobre
desgraciado, que ha sacrificado miserablemente su alma por unos pocos más años
inciertos de esta vida tan gravosa; bien lejos de pensar en seguir su ejemplo,
me glorío en los pensamientos mismos de morir por causa de Cristo.» Al oír
estas palabras, el sacerdote le ordenó al verdugo que prosiguiera, y el
mercader fue arrastrado por las calles de la ciudad, llevado al lugar de la
ejecución, y allí quemado.
Pichel, un fanático magistrado papista, prendió a
veinticuatro protestantes, entre los que se encontraba el marido de su hija.
Habiendo reconocido todos ellos que eran de la religión reformada, los condenó
indiscriminadamente a morir ahogados en el río Abbis. En el día señalado para
la ejecución, acudió una gran muchedumbre, entre la que se encontraba la hija
de Pichel. Esta digna esposa se echó a los pies de su padre, regándolos con su
llanto, y le imploró de la manera más patética que se compadeciera de su dolor,
y que perdonara a su marido.
El endurecido magistrado le dijo aceradamente: «No
intercedas por él, hija mía; es un hereje, un vil hereje.» A esto ella replicó
noblemente: «Sean cuales fueren sus faltas, sigue siendo mi marido, un hombre
que, en un momento como este, es el único que debería recibir toda mi
consideración.» Pichel se enfureció, y le dijo: « ¡Estás loca! ¿Acaso no
puedes, tras su muerte, encontrar un marido mucho más digno? «No, señor (le
dijo ella); mis afectos están en él, y la misma muerte no disolverá mis votos
matrimoniales.»
Pero Pichel se mantuvo inflexible, y ordenó que se
les ataran a los presos las manos y los pies, y que de esta manera fueran
arrojados al río. Tan pronto como esto se llevó a cabo, la joven esperó su
oportunidad, saltó al agua, y, abrazándose al cuerpo de su marido, se hundió
con él en una tumba de agua. Un ejemplo insólito de amor conyugal en una
esposa, y de una adhesión inviolable y un profundo afecto para su marido.
El emperador Fernando, cuyo odio contra los
reformados bohemios no conocía limites, pensando que no los había oprimido
suficiente, instituyó un tribunal supremo de correctores, sobre el plan de la
Inquisición, con la diferencia de que los correctores debían ser itinerantes, e
ir siempre acompañados de una compañía de soldados.
Estos correctores consistían principalmente de
Jesuitas, y no había apelación posible a sus sentencias, por lo que se puede
conjeturar fácilmente que se trataba de un tribunal verdaderamente terrible.
Este sanguinario tribunal, asistido por tropas,
hizo el circuito de Bohemia, en el que apenas si interrogaron o vieron a algún
prisionero, dejando que los soldados asesinaran a los reformados como
quisieran, y que luego les dieran un informe de lo sucedido.
La primera víctima de su crueldad fue un anciano
ministro, al que dieron muerte mientras yacía enfermo en su cama; al siguiente
día robaron y asesinaron a otro, y poco después a un tercero, mientras
predicaba en su púlpito.
Un noble y un clérigo que residían en un pueblo
reformado, al oír de la proximidad del alto tribunal corrector y de las tropas,
huyeron del lugar y se ocultaron. Pero los soldados, al llegar, apresaron al
maestro de la escuela, le preguntaron dónde se habían ocultado el señor del
lugar y el ministro, y dónde habían ocultado sus riquezas. El maestro contestó
que no podía responder a estas preguntas. Entonces lo desnudaron, lo ataron con
cuerdas, y lo azotaron de la manera más atroz con porras.
Al no lograr extraerle ninguna confesión, lo
quemaron en varias partes del cuerpo; entonces, para lograr algún descanso de
sus tormentos, les prometió mostrarles dónde estaban los tesoros. Los soldados
le escucharon contentos, y el maestro los condujo a un foso lleno de piedras,
diciendo: «Debajo de estas piedras están los tesoros que buscáis.» Ansiosos por
encontrar dinero, se lanzaron al trabajo, y pronto quitaron las piedras. Pero,
no encontrando lo que buscaron, golpearon al maestro hasta matarlo, lo echaron
al foso, y lo cubrieron con las piedras que les había hecho remover.
Algunos de los soldados violaron a la hija de un
digno reformado delante de sus ojos, y luego lo torturaron hasta morir. A un
ministro y a su mujer los ataron de espalda a espalda, y los quemaron. A otro
ministro lo colgaron de una viga, y encendiendo un fuego debajo de él, lo
asaron hasta morir. A un caballero lo trocearon, y llenaron la boca de un joven
con pólvora, y prendiéndole fuego, le volaron la cabeza.
Como la mayor furia de la persecución se dirigía
contra el clero, tomaron a un piadoso ministro reformado, y atormentándolo a
diario durante un mes seguido, de la manera que se describe más adelante,
hicieron su crueldad sistemática, regular y progresiva.
Le pusieron entre ellos, y le hicieron objeto de su
burla y escarnio, durante todo un día de entretenimiento, tratando de agotar su
paciencia, pero en vano, porque aguantó todo aquello con verdadera paciencia
cristiana. Le escupieron en el rostro, le estiraron la nariz, le pellizcaron
por la mayor parte del cuerpo. Fue cazado como una fiera, hasta que estaba casi
muerto de fatiga. Le hicieron correr el túnel entre dos hileras de ellos,
golpeándole cada uno con una vara. Le golpearon con los puños. Le azotaron con
sogas y con alambres.
Lo aporrearon con garrotes. Lo ataron por los
talones poniéndolo cabeza abajo, hasta que comenzó a salirle sangre por la
nariz, la boca, etc. Lo colgaron por el brazo derecho hasta dislocárselo, y
luego se lo volvieron a colocar bien. Lo mismo hicieron con su brazo izquierdo.
Le pusieron papeles ardiendo, bañados en aceite, entre sus dedos de las manos y
de los pies. Le arrancaron la carne con tenazas al rojo vivo. Lo pusieron en el
potro. Le arrancaron las uñas de la mano derecha. Lo mismo hicieron con las de
la mano izquierda. Le bastonearon los pies. Le rajaron la oreja derecha; luego
la izquierda; luego le rajaron la nariz.
Lo llevaron por toda la ciudad montado sobre un
asno, dándole latigazos por el camino. Le hicieron varias incisiones en su
carne. Le arrancaron las uñas de los dedos del pie derecho; luego hicieron lo
mismo con las de su pie izquierdo. Fue atado por los lomos y suspendido durante
mucho tiempo. Le arrancaron los dientes del maxilar superior. Luego le hicieron
lo mismo con los del inferior. Le echaron plomo hirviendo sobre los dedos de
las manos. Luego le hicieron lo mismo con los de los pies. Le apretaron una
soga sobre la frente de tal manera que le forzaron los ojos fuera de las
órbitas.
Durante todas estas horrendas crueldades se tomaron
un cuidado particular en que sus heridas no se gangrenaran, y en no dañarle
mortalmente hasta el último día, en el que el forzamiento de sus ojos fuera de
sus órbitas resultó en su muerte.
Fueron innumerables los otros asesinatos y
depredaciones cometidos por aquellos implacables e insensibles brutos, y
estremecedoras para la humanidad fueron las crueldades infligidas sobre los
pobres reformados bohemios. Pero al estar demasiado avanzado el invierno, el
alto tribunal de los correctores, junto con su infernal banda de rufianes
militares, pensaron apropiado volver a Praga; pero de camino, encontrando a un
pastor reformado, no pudieron resistir la tentación de festejar sus bárbaros
ojos con un nuevo tipo de crueldad, que acababa de sugerirse a la diabólica
imaginación de uno de los soldados. Se trataba de desnudar al ministro, y
cubrirlo de manera alternativa con hielo y carbones encendidos. Esta nueva
forma de atormentar a un semejante fue puesta en práctica de inmediato, y la
infeliz víctima expiró bajo los tormentos, que parecían deleitar a sus
inhumanos perseguidores.
El emperador pronto dio una orden secreta para
apresar a todos los nobles y gentilhombres que habían estado principalmente
implicados en sustentar la causa reformada, y en designar a Federico elector
palatino del Rhin para ser rey de Bohemia. Estos, que eran cincuenta, fueron
prendidos en una misma noche, y a la misma hora, y traídos desde los lugares en
que habían sido apresados al castillo de Praga; las posesiones de los ausentes
del reino fueron confiscadas, y ellos declarados proscritos, y sus nombres
puestos en patíbulos, como marcas de pública ignominia.
El alto tribunal de los correctores procedió
entonces a juzgar a los cincuenta que habían sido prendidos, y dos reformados
apostatas fueron designados para interrogarles. Estos interrogadores hicieron
un gran número de preguntas innecesarias e impertinentes, lo que exasperó de
tal forma a uno de los nobles, que de natural era de carácter impetuoso, que
exclamó, mientras descubría su pecho: «Corta aquí, busca en mi corazón; no
hallará otra cosa más que el amor a la religión y a la libertad; estos fueron
los motivos por los que saqué la espada, y por estos estoy dispuesto a sufrir
la muerte.»
Como ninguno de los presos quería cambiar su
religión ni reconocer que había estado en un error, todos fueron declarados
culpables. Pero la sentencia fue remitida al emperador. Cuando el monarca hubo
leído sus nombres y la relación de las respectivas acusaciones, pronunció
sentencia sobre todos, pero de modos distintos, porque sus sentencias fueron de
cuatro tipos: a muerte, a destierro, a cadena perpetua, y a encarcelamiento a
discreción.
Veinte de ellos fueron ordenados para la ejecución,
y se les informó que podían pedir la asistencia de Jesuitas, monjes o frailes,
para prepararse para el terrible tránsito que debían sufrir. Pero que no le les
permitiría la presencia de ningún reformado. Ellos rechazaron esta propuesta, e
intentaron todo lo que pudieron por consolarse y alentarse unos a otros en esta
solemne ocasión.
Por la mañana del día señalado para la ejecución,
se disparó un cañón como señal para que los presos fueran traídos desde el
castillo a la principal plaza del mercado, donde se habían levantado cadalsos,
y un cuerpo de tropas para asistir a la trágica escena.
Los presos salieron del castillo con tanto ánimo
como si se dirigieran a un agradable entretenimiento, en lugar de ir a afrontar
una muerte violenta.
Aparte de los soldados, Jesuitas, sacerdotes,
verdugos, asistentes, etc., asistió una prodigiosa concurrencia del pueblo,
para ver el triunfo de estos devotos mártires, que fueron ejecutados en el
siguiente orden:
El Señor de Schilik tenía unos cincuenta años de
edad, y tenía unas grandes cualidades naturales y adquiridas. Cuando le dijeron
que iba a ser descuartizado, y que sus miembros serían dispersados por
distintos lugares, sonrió con gran serenidad, diciendo: «La pérdida de la
sepultura es una consideración de lo más nimio.» Al gritarle un caballero que
estaba cerca diciéndole: «¡Valor, mi señor!», él contestó: «Tengo el favor de
Dios, lo que es suficiente para inspirar valor a cualquiera; no me turba el
temor a la muerte; antes la he enfrentado en campos de batalla al oponerme al
Anticristo; y ahora me enfrentaré a ella en el cadalso, por causa de Cristo.»
Habiendo hecho una corta oración, le dijo al verdugo que estaba listo. Éste le
cortó la mano derecha y la cabeza, y luego lo descuartizó. Su mano y su cabeza
fueron puestas en la torre alta de Praga, y sus cuartos distribuidos por
diferentes partes de la ciudad.
El Señor Vizconde Wenceslao, que había llegado a la
edad de setenta años, era igualmente respetable por su erudición, piedad y
hospitalidad. Su temple era tan paciente que cuando su casa fue violada, y su
propiedad tomada y sus fincas confiscadas, sólo dijo, con gran compostura: «El
Señor ha dado, el Señor ha quitado.» Al preguntársele por qué se dedicaba a una
causa tan peligrosa como la de tratar sustentar al elector palatino Federico
contra el poder del emperador, contestó: «He actuado estrictamente según los
dictados de mi conciencia, y, hasta el día de hoy, le considero mi rey. Ahora
estoy lleno de años, y deseo dar mi vida para no ser testigo de los adicionales
males que han de sobrevenir a mi país. Hace mucho tiempo que estáis sedientos
de mi sangre.
Tomadla, porque Dios será mi vengador.» Luego,
acercándose al tajo, se acarició su larga y gris barba, y dijo: «Cabellos
venerables, tanto mayor honor os esperan, una corona de martirio es vuestra
parte.» Luego, poniendo la cabeza, le fue separada del cuerpo con un solo
golpe, y clavada sobre una estaca en una parte visible de la ciudad.»
El Señor de Harant era hombre de buen sentido, gran
piedad y mucha experiencia ganada en sus viajes, por cuanto habla visitado los
principales lugares de Europa, Asia y África. Por ello estaba libre de
prejuicios nacionales, y había ganado mucho conocimiento.
La acusación en contra de este noble era que era
protestante, y que había hecho juramento de adhesión a Federico, elector palatino
del Rhin, como rey de Bohemia. Cuando llegó al cadalso, dijo: «He viajado por
muchos países, y atravesado varias naciones bárbaras, pero nunca he hallado
tanta crueldad como en mi patria. He escapado a numerosos peligros por mar y
tierra, y me he sobrepuesto a dificultades inconcebibles, para sufrir
inocentemente en el lugar que me vio nacer.
Mi sangre es asimismo buscada por aquellos por
quienes yo, y mis antepasados, hemos arriesgado nuestras posesiones; pero, ¡oh
Dios omnipotente, perdónalos, porque no saben lo que hacen!» Luego fue al tajo,
se arrodilló, y exclamó con gran energía: «¡En tus manos, oh Señor, encomiendo
mi espíritu! En ti siempre he confiado. Recíbeme, pues, mi bendito Redentor.»
Cayó entonces el golpe fatal, y recibió el punto final a los dolores temporales
de esta vida.
El Señor Federico de Bile sufrió como protestante,
y como promotor de la última guerra; afrontó su suerte con serenidad, y sólo
dijo que deseaba el bien a los amigos que dejaba atrás, que perdonaba a los
enemigos causantes de su muerte, que rechazaba la autoridad del emperador en
aquel país, reconociendo a Federico como único rey legítimo de Bohemia, y que
confiaba para su salvación en los méritos de su bendito Redentor.
El Señor Enrique Otto, cuando llegó al cadalso,
parecía muy confundido, y dijo, con una cierta aspereza, como si dirigiéndose
al emperador: «¡Tú, oh tirano Fernando, tu trono está establecido en sangre,
pero si das muerte a mi cuerpo, y dispersas mis miembros, con todo se
levantarán para sentarse en juicio contra ti.» Luego calló, y habiendo caminado
un cierto tiempo alrededor del cadalso, pareció recobrar sus energías, y
calmarse, y le dijo entonces a un caballero que estaba cerca: «Hace pocos
minutos estaba muy descompuesto, pero ahora siento avivar mi espíritu; Dios sea
alabado por concederme tal consuelo; la muerte ya no aparece como rey del
espanto, sino que parece invitarme a participar de algunos goces desconocidos.»
Arrodillándose ante el tajo, dijo: «¡Dios Omnipotente! A ti te encomiendo mi
alma. Recíbela por causa de Cristo, y admítela a la gloria de tu presencia.» El
verdugo causó mucho sufrimiento a este noble, al darle varios golpes antes de
separarle la cabeza del cuerpo.
El conde de Rugenia destacaba por sus grandes
cualidades y piedad no fingida. En el cadalso dijo: «Los que sacamos nuestras
espadas luchamos sólo por preservar las libertades del pueblo y para guardar
invioladas nuestras conciencias. Como vencimos, me complazco más en la
sentencia de muerte que si el emperador me hubiera dado la vida; porque veo que
a Dios le place que Su verdad sea defendida no por nuestras espadas, sino con
nuestra sangre.» Luego fue resuelto hacia el tajo, diciendo: «Ahora pronto
estaré con Cristo,» y recibió con gran valor la corona del martirio.
El Señor Gaspar de Kaplitz tenía ochenta y seis
años de edad. Cuando llegó al lugar de la ejecución, se dirigió así al
principal oficial: «Aquí tienes a un pobre anciano que a menudo le ha podido a
Dios que lo sacara de este mundo malvado, pero que no ha podido hasta ahora
obtener su deseo, porque Dios me ha reservado hasta estos años para ser un
espectáculo al mundo y un sacrificio para sí mismo. Por ello, hágase la
voluntad de Dios.» Uno de los oficiales le dijo que en consideración a su
avanzada edad, si tan sólo pedía perdón, le sería concedido de inmediato.
«¡Pedir perdón!», exclamó él, «sólo le pediré
perdón a Dios, a quien frecuentemente he ofendido, pero no al emperador, a
quien jamás di motivo alguno de agravio; si ahora pidiera perdón, se podría sospechar
con justicia que he cometido algún crimen que mereciera esta condena. No, no,
ya que muerto como inocente, y con una limpia conciencia, no me gustaría
separarme de esta noble compañía de mártires». Dicho esto, puso animosamente su
cuello sobre el tajo.
Procopius Dorzecki dijo, en el cadalso: «Estamos
ahora bajo condenación del emperador, pero a su tiempo él será juzgado, y
nosotros compareceremos como testigos contra él.» Luego, tomando una medalla de
oro de su cuello, que había sido acuñada cuando Federico había sido coronado
rey de Bohemia, la presentó a uno de los oficiales, diciéndole al mismo tiempo
estas palabras: «Como hombre a punto de morir, pido que si jamás el Rey
Federico es restaurado al trono de Bohemia, que le deis esta medalla. Decidle
que por su causa la llevé hasta la muerte, y que ahora pongo bien dispuesto mi
vida por Dios y por mi rey.» Luego animosamente puso la cabeza y se sometió al
fatal golpe.
Dionisio Servio había sido criado como católico
romano, pero hacía varios años que había abrazado la religión reformada. Cuando
se encontró sobre el cadalso, los Jesuitas ejercieron todos sus esfuerzos por
lograr su retractación y que volviera a su anterior fe, pero no les prestó la
menor atención a sus exhortaciones. Arrodillándose, les dijo: «Podréis destruir
mi cuerpo, pero no podéis dañar mi alma, que encomiendo a mi Redentor»; luego
se sometió paciente a su martirio, teniendo entonces cincuenta y seis años.
Valentín Cockan era persona de considerable fortuna
y eminencia, perfectamente piadoso y honrado, pero de pocas dotes. Sin embargo,
su imaginación pareció hacerse más brillante, y sus facultades mejorar al
aproximarse la muerte, como si el inminente peligro refinara su entendimiento.
Justo antes de ser decapitado se expresó con tal elocuencia, energía y
precisión que dejó atónitos a todos los que conocían su anterior deficiencia en
cuanto a sus dotes personales.
Tobías Stelfick estuvo notable por su afabilidad y
serenidad. Estaba totalmente resignado a su suerte, y pocos minutos antes de su
muerte habló de esta manera singular: «Durante el curso de mi vida he recibido
muchos favores de Dios; no debería entonces alegre aceptar una copa amarga,
cuando El considera apropiado presentarla? O más bien, ¿no debería yo
regocijarme que sea Su voluntad que dé una vida corrompida a cambio de la
inmortalidad?»
El doctor Jessenius, un capaz estudiante de
medicina, fue acusado de hablar palabras irrespetuosas contra el emperador, de
traición por haber jurado su adhesión al elector Federico, y de herejía por ser
protestante. Por la primera acusación le cortaron la lengua; por la segunda,
fue decapitado; y por la tercera fue descuartizado, y las partes respectivas
exhibidas sobre estacas.
Cristóbal Chober, en cuanto se vio sobre el
cadalso, dijo: «He venido en el nombre de Dios, para morir por Su gloria; he
luchado la buena batalla, he acabado mi carrera; así que, verdugo, haz tu
oficio.» El verdugo obedeció, y en el acto recibió la corona del martirio.
Nadie vivió más respetado ni murió más lamentado
que Juan Shultis. Las únicas palabras que dijo antes de recibir el golpe fatal
fueron: «A los ojos de los necios parece que los justos mueren, pero sólo van a
su reposo. ¡Señor Jesús! Tú has prometido que los que a ti vienen, no serán
echados fuera. He aquí, he venido; mírame, ten piedad de mí, perdona mis
pecados, y recibe mi alma.»
Maximiliano Hostialick era famoso por su erudición,
piedad y humanidad. Cuando llegó al principio al cadalso parecía totalmente
aterrado ante la inminencia de la muerte. Al darse cuenta el oficial de su
agitación, le dijo Hostialick: «¡Ah, señor!, ahora se me amontonan en mi mente
los pecados de mi juventud, pero espero que Dios me iluminará, no sea que
duerma el sueño de la muerte y digan mis enemigos que han prevalecido sobre mí.
Poco después, dijo: «Espero que mi arrepentimiento sea sincero, y que sea
aceptado, en cuyo caso la sangre de Cristo me lavará de mis crímenes.» Luego le
dijo al verdugo que iba a repetir el Cántico de Simeón, tras lo que podría
hacer su oficio. Así, él dijo: «Ahora despides, Señor, a tu siervo, conforme a
tu palabra, en paz; porque han visto mis ojos tu salvación.» Al acabar estas
palabras, el verdugo le cortó la cabeza de un solo golpe.
Cuando Juan Kutnaur llegó al lugar de la ejecución,
un Jesuita le dijo: «Abraza la fe católica romana, la única que puede salvarte
y armarte contra los terrores de la muerte.» A esto él replicó: «Vuestra
supersticiosa fe la aborrezco; conduce a la perdición, y no deseo otras armas
contra los terrores de la muerte que una buena conciencia.» El Jesuita se
apartó, diciendo sarcásticamente: «Los protestantes son rocas impenetrables.»
«Te equivocas,» le dijo Kutnaur: «Es Cristo la Roca, y nosotros estamos firmes
en Él.» Este hombre, al no haber nacido en la nobleza, sino que había hecho su
fortuna en un trabajo manual, fue sentenciado a ser colgado. Antes de ser
suspendido, dijo: «Muero, no por haber cometido crimen alguno, sino por seguir
los dictados de mi conciencia, y por defender mi país y religión.»
Simeón Sussickey era suegro de Kutnaur, y, lo mismo
que él, fue sentenciado a la horca. Fue animoso a la muerte, y parecía
impaciente por ser ejecutado, diciendo: «Cada momento me retarda de entrar en
el Reino de Cristo.»
Natanael Wodianskey fue colgado por haber apoyado
la causa protestante y la elección de Federico a la corona de Bohemia. Ante la
horca, los Jesuitas hicieron todo lo posible por llevarlo a renunciar su fe. Al
ver ineficaces sus esfuerzos, uno de ellos le dijo: «Si no quieres abjurar de
tu herejía, ¿te arrepentirás al menos de tu rebelión?» A lo que Wodnianskey
replicó: «Nos quitáis la vida bajo la pretendida acusación de rebelión, y no
contentos con ello queréis destruir nuestras almas; hartaos de nuestra sangre,
y quedaos satisfechos; pero no manipuléis nuestras conciencias.»
El propio hijo de Wodnianskey se acercó entonces a
la horca, y le dijo a su padre: «Señor, si fueran a ofreceros vuestra vida con
la condición de la apostasía, os ruego que os acordéis de Cristo, y que
rechacéis unos ofrecimientos tan perniciosos.» A lo que el padre contestó: «Es
muy aceptable, mi hijo, ser exhortado por ti a la constancia; pero no abrigues
sospechas acerca de mí; más bien trata de confirmar en la fe a tus hermanos,
hermanas e hijos, y enséñalos a imitar la constancia de la que les dejaré
ejemplo.» Apenas si había acabado estas palabras cuando fue colgado, recibiendo
la corona del martirio con gran fortaleza.
Durante su encierro, Wenceslao Gisbitzkey abrigó
grandes esperanzas de que se le concedería la gracia de la vida, lo que hizo
temer a sus amigos por la suerte de su alma. Sin embargo, se mantuvo firme en
su fe, oró fervientemente ante la horca, y afrontó su suerte con peculiar
resignación.
Martín Foster era un anciano lisiado; la acusación
contra él era mostrar caridad a los herejes, y prestar dinero al elector
Federico. Pero parece que su principal delito había sido su gran riqueza; y fue
para ser saqueado de sus tesoros que fue unido a esta ilustre lista de
mártires.